Mujeres sindicalistas, una historia de lucha que continúa

“Mi mamá juntaba a las mujeres en una bañadera, como se les decía en aquel tiempo a los colectivos, y lo íbamos a ver al General. Era la única mujer sindicalista en ese momento, porque tenía una oratoria muy especial, que le venía de mi abuelo, que era un hombre que había venido de Italia porque lo corrió Mussolini”, cuenta Dora, hija de María Bernabitti de Roldán, la primera mujer delegada sindical de Latinoamérica.

¿Quién dijo que el sindicalismo era una cuestión de hombres? El movimiento obrero tiene y ha tenido mujeres valiosísimas en su haber. Por ejemplo, una de las grandes impulsoras del 17 de octubre fue Doña María, la impulsiva, como la apodaban por su carácter fuerte y decidido.

El movimiento obrero argentino ha sido protagonista de innumerables acontecimientos que han marcado su idiosincrasia. Incluso las primeras luchas obreras y agremiaciones sindicales en nuestro país se remontan a la segunda mitad del siglo XIX, en tiempos de una Argentina recién constituida como Estado nacional, con una industrialización temprana y un incipiente proletariado con conciencia de clase. Preexiste, de tal modo, a los partidos políticos –conservadores, radicales, socialistas y comunistas– que se crearon años o décadas más tarde. Desde comienzos de siglo XX, la naturaleza antipopular del orden político y una clase trabajadora sometida a un duro régimen de explotación en talleres y fábricas, exponían a la clase obrera a las peores condiciones de vida. La condenaban a un sistema de poder que ignoró por completo sus demandas y reprimió sus esfuerzos asociativos. El Estado fue oligárquico, no solo porque restringía derechos, sino también porque tuvo un sesgo elitista muy profundo y sistemático, que se reflejó en hostilidad hacia las demandas obreras y populares. La disputa entre capital y trabajo transcurrió totalmente al margen de la regulación estatal y mostró durante muchos años un “dejar hacer” que solo se vería alterado cuando esos conflictos alcanzaban dimensiones que amenazaban con alterar gravemente “el orden público”, o cuando afectaban al corazón de la política agroexportadora. Se consolidó así una dirigencia conservadora que defendió sus privilegios y aumentó su poder centralista, marginando por completo a las clases populares.

El auge que la producción argentina experimentó a partir de la década de 1880 contribuyó a que las asociaciones obreras crecieran en número e importancia y, a la vez, que acentuaran su retórica y su perfil clasista. A finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX se definió una identidad de clase, “la clase trabajadora”, que pronto sería protagonista de las transformaciones más profundas de nuestro modelo de país hasta nuestros días. En esa Argentina que empezaba a forjar su identidad de clase, el italiano Agustín Bernabitti, albañil de profesión con ideas anarquistas y un fuerte compromiso con los trabajadores y las trabajadoras conoce a Natalia Souto, una española que venía huyendo del hambre y la pobreza. Juntos formaron una familia, tuvieron dos hijas, Josefa y María, y empezaron una nueva vida en un país desconocido. Pudieron salir adelante con el trabajo de Don Bernabitti como ebanista en el Teatro Colón, nada mal para ese entonces. Pero el espíritu de lucha que ya traía desde su país natal fue más fuerte. Agustín inculcaba ideas anarquistas a sus compañeros y les hablaba de mejores condiciones laborales. Aquello le costó una amenaza de muerte que lo obligó a escapar junto a su familia a la provincia de La Pampa. Allí vivieron una vida rural rigurosa y sacrificada. Entradas en la adolescencia, Josefa y María ya se mostraban muy distintas, y era evidente que iban a elegir caminos diferentes. María había sido destinada a algo más que su hermana Josefa, quien había decidido ser modista. Ella había respirado lucha, tenía las mismas convicciones que su padre.

Llegando a 16 años de edad, María conoce a Vicente, un hombre mucho mayor que ella, de 36 años de edad, que había dejado embarazada a una chica de origen turco con quien había tenido un romance secreto, y la familia lo buscaba para matarlo. Por eso dejó atrás su trabajo en el frigorífico Armour de Berisso y huyó a La Pampa, con futuro incierto. Se conocieron y se enamoraron perdidamente. Pese a la oposición de los Bernabitti, que no avalaban la relación por la diferencia de edad, se casaron. Juntos comenzaron una vida de nómades, él como cosechero y ella como cocinera. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales uno falleció a temprana edad por una enfermedad degenerativa. “Mi papá cosechaba y mi mamá, con otras mujeres, preparaba la comida para todos. Íbamos adonde hubiera trabajo. Por eso mis hermanos y yo nacimos en pueblos distintos”, cuenta Dora, la hija de María.

Vivían como muchos en esa época, día a día subsistiendo. Era la década infame. Su madre le contaba que habían decidido dejar el campo e ir a trabajar a los frigoríficos, después de que cierta noche en un campo de Vedia presenció un episodio que la aterró y le hizo cambiar el rumbo de su vida. En una chata –esos carros de cuatro ruedas donde se llevaban las bolsas de trigo– una familia velaba a su hijo menor, que había muerto de hambre en el camino. Una situación terrible que la sumió en una profunda tristeza y preocupación. Sabía que, si las cosas seguían igual, si no mejoraban un poquito económicamente, las consecuencias podían ser graves. Esa situación fue la gota que rebalsó el vaso. No quería ver a sus hijos morir de hambre, por eso emprendieron camino y se instalaron en Berisso.

Apenas llegaron, se ubicaron en un conventillo de la emblemática calle Nueva York. En la casa chorizo con varias habitaciones había un solo baño con una letrina en el piso para todas las familias. Los Roldán dormían, los cinco, en una sola pieza con cocina. Sin embargo, los lazos de solidaridad entre los vecinos –en su mayoría inmigrantes– permitían a María y a Vicente trabajar una cantidad excesiva de horas y estar tranquilos de que sus hijos no se quedaban solos. “Vivíamos en una pieza grande de madera, enfrente una cocinita chiquitita y en la punta una pileta grande donde había que hacer cola para lavar. El baño era a la turca, había que hacer cola también para ir. La dueña del conventillo nos tenía volando. Me acuerdo de que una vez toqué una planta, y la mujer me pegó con una varita en la mano y mi mamá la vio. Mi mamá, que era brava, la encaró y le dio flor de revolcada, parecían dos perros bulldog. Le pegó una paliza bárbara a la turca”, recuerda Dora. Cuando el trabajo se cortaba, los echaban del conventillo, porque no podían pagar y tenían que buscarse otro techo. Para comer se las rebuscaban como podían. Cosechaban fruta de los árboles de la costa y Vicente pescaba anguilas que –dice Dora– “tienen el mismo gusto que la merluza, y se metía en el río para pescar sábalos, que cocinaba con ajo y perejil, envueltos en un papel”. María, ante la situación económica y la enfermedad de uno de sus hijos, Florentino, no tuvo otra opción que empezar a trabajar en frigorífico Swift, apenas volvieron de La Pampa. Por su parte, Vicente volvió a su viejo puesto de depostador en Armour.

Los obreros y las obreras trabajaban con contratos por tres meses y después los despedían. El trabajo en los frigoríficos en aquella época era sacrificado: laboraban en condiciones infrahumanas, rodeados de humedad, oscuridad, olores rancios y ácidos. La jornada empezaba a las 6 de la mañana y terminaba a las 8 de la noche.

En el sector de María trabajaban mil doscientas mujeres, picando carne: “cien kilos de carne limpia por hora”. Los capataces pasaban constantemente por las mesas de trabajo para controlar que el pesaje estuviera en los parámetros indicados. Si habían picado una cantidad menor se convertían en blanco de sanciones, lo que podía implicar desde una humillación en público hasta un despido. El silencio era casi sepulcral, no se podía ni charlar y no había tiempo para descansar, ir al baño o quejarse por alguna molestia. No importaba si alguno se había cortado un dedo, había que envolverlo en alguna gasa o venda y presentarse a trabajar. Ni siquiera las mujeres embarazadas tenían un trato diferenciado, parían en pleno frigorífico. Hasta dicen que en una oportunidad María ofició de partera en la fábrica, cuando una de sus compañeras rompió bolsa en medio de la jornada.

Vicente la tenía peor: trabajaba en la playa, donde mataban a los animales que llegaban en trenes y en camiones. Tenía que arrastrar medias reses hasta la sección donde se hacía la carne picada. Los obreros estaban identificados por números y se anotaba en un cartel cuántos kilos había cargado cada hombre. Si no alcanzaban un piso, los suspendían. Ese esfuerzo inhumano le valdría la vida posteriormente, porque sufriría problemas renales a causa del esfuerzo, que le provocarían la muerte aún joven. Ganaban una miseria: los hombres 7 centavos por hora, y las mujeres menos.

Por ese entonces, tras una década realmente infame de corrupción y privilegios, tres militares con el título de presidente se sucedieron en el mando: los generales Arturo Rawson –que estuvo al mando del país durante tres días–, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrell. A fines de 1943, el gobierno militar lanzó el decreto de creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión, que pronto ganó la imagen de “puertas abiertas”, de la mano del coronel Juan Domingo Perón, quien al mismo tiempo comenzaba a codearse con el mundo sindical. La Secretaría constaba de direcciones medulares –Trabajo, Acción Social, Migraciones, Vivienda– lo que revelaba una intervención estatal que sobrepasaba lo estrictamente vinculado con las relaciones capital-trabajo, para absorber resortes que permitían articular una política social más amplia. Tal como el mismo Perón lo explicitaba en su discurso de 1943, hasta entonces “el Estado se mantenía alejado de la población trabajadora. No regulaba las actividades sociales, como era su deber. Solo tomaba contacto en forma aislada, cuando el temor de ver turbado el orden aparente de la calle le obligaba a descender de la torre de marfil de su abstencionismo suicida. No advertían los gobernantes que la indiferencia adoptada ante las contiendas sociales facilitaba la propagación de la rebeldía, porque era precisamente el olvido de los deberes patronales que, libres de la tutela estatal, sometían a los trabajadores a la única ley de su conveniencia. (…) Con la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión se inicia la era de la política social argentina”.

Por primera vez alguien miraba a las clases más oprimidas. Por primera vez alguien ponía sobre la mesa los verdaderos problemas y traía soluciones. Ese habría sido el mayor pecado para los sectores conservadores, que no dudaron ni un instante en correrlo de su cargo y apresarlo. Lo que no se dieron cuenta es que Perón ya tenía el respaldo del pueblo.

En ese mismo año, 1943, Cipriano Reyes junto a otros compañeros y compañeras formó el Sindicato Autónomo de la Industria de la Carne, el primer sindicato de Berisso. En esa incipiente Comisión Directiva figuraba una única mujer, que ya se había ganado la fama de “chiquita, petisa, gordita y de carácter muy fuerte”, y un apodo que la marcaría para siempre: Doña María, la impulsiva.

El mismo Cipriano la había ido a buscar. “Vengo a visitarla y a hablar con usted”. María dejó el pesado cuchillo sobre la mesa y le prestó atención a aquel hombre del que había escuchado hablar en su casa: “Vengo de parte de su esposo, él ya está de acuerdo. Se corre la bola de que usted pelea mucho con los jefes porque tiene cualidades… y quería preguntarle si quiere ser la delegada activa de esta sección”. “Mire, si habló con mi marido y él le dijo que sí, entonces yo también digo que sí”. Y arrancó su actividad sindical, afiliando compañeras hasta en los baños. “Si no podés pagar, no pagás, pero afiliate al sindicato. Firmame acá, firmame la ficha”. Así de brava era la petiza, que se ganó el respeto no solo entre sus pares, sino también entre los capataces.

El mismísimo Perón iba al Sindicato de la Carne a dar instrucciones y hablaba con la gente. Les decía que tenían derechos, un lugar en la Tierra, que eran alguien. “Yo lo vi y escuché varias veces, porque iba con mi mamá a todas partes”, cuenta Dora. Ella le cebaba mates amargos a Perón. Recuerda uno de los diálogos de María con Perón:

–Coronel, nosotros vivimos en un conventillo, no tenemos dónde bañarnos.

–Bueno, María, ya va a haber un baño.

–No queremos baños, queremos casas, coronel.

Días después, Perón llegó a Berisso con una bandera grande. Había estado averiguando qué se podía hacer. En la calle 18 había un campo grande, largo, lisito, donde se hacían carreras de cuadreras. Puso la bandera ahí y empezaron a construir el Barrio Obrero.

Perón la respetaba mucho porque era una líder nata, y a ella la escuchaban mucho las trabajadoras y los trabajadores.

El peronismo terminó de hacerse fuerte en Berisso con la huelga de tres meses, a mediados de 1945. Dora recuerda que fue el propio Juan Perón quien la fogoneó.

–Vino a una reunión en Berisso y dijo: “No puede ser que ganen 7 centavos la hora, vamos a hacer una huelga”. Duró tres meses la huelga, pero había un pueblo solidario. Me acuerdo de que desde los mataderos nos mandaban camiones con bofe, con patas, otra gente mandaba bolsas de harina, de yerba. Mi mamá, con las otras mujeres, hacía paquetes y los repartían. Así bancamos esos tres meses– dice.

Además del hambre, las y los huelguistas y sus familias debieron enfrentar a muchos obreros –sobre todo extranjeros– que querían ir a trabajar. Se organizaron para hacerlo.

–A los rusos, que habían venido de la guerra, no les interesaba el sindicalismo, ellos iban a trabajar. Caminaban por la calle Montevideo a la madrugada para entrar a los frigoríficos. Yo vi cómo mi viejo y otros, con los cuchillos filosos de las carneadas, los hacían volver. Nunca lastimaron a nadie y a muchos los terminaron convenciendo– relata Dora. Y refiere a las mujeres que no querían hacer huelga: “También había que frenar a las carneras. Mi mamá y otras mujeres las agarraban, les bajaban los calzones y les llenaban el culo de brea. Entonces se tenían que volver a sus casas”.

A medida que iban pasando los días, el paro se consolidaba. Los siete mil trabajadores de ambos frigoríficos iban entendiendo la importancia de la huelga, pero, sobre todo, del sindicato. Sin embargo, nada era fácil. Las presiones de la patronal para quebrar la huelga chocaban con la fuerza y la decisión de la mayoría de los trabajadores y las trabajadoras. Algunos testimonios sostienen que Doña María utilizaba técnicas cuasi maternales para sumar seguidores y seguidoras. Otros, por el contrario, aseguran que era intimidante y que incluso llevaba en la cartera un revolver con el que amenazaba a quienes no adherían a la huelga. Junto a otras mujeres que también participaban en el sindicato, las llamaban “las pistoleras de Reyes”. Mujeres, muchas de ellas jefas de hogar, defendían sus derechos a toda costa, porque el progreso era dignidad para sus familias. Varias caían presas.

Se había redactado un petitorio entre delegadas y delegados, con catorce puntos, para la patronal. Figuraban, por ejemplo: la jornada de ocho horas, la Ley de la Silla –que permitieran a las mujeres tener sillas para descansar– y la visita a un médico o médica en caso de sentirse mal. También exigían el pago de horas extras y un aumento salarial: 15 centavos más por hora para las mujeres y 20 para los varones.

Finalmente, la huelga se ganó y las condiciones de trabajo en los frigoríficos mejoraron de manera notable. Pero a María, identificada como una de las cabecillas, la echaron enseguida. Su hija recuerda que fue a su casa con un papel amarillo en la mano y le dijo a su pareja: “Me echaron a la mierda, Vicente. Me dijeron: ‘Vaya y que le pague Perón’”. Pero como triunfó la huelga, los obreros y las obreras empezaron a ganar mucho más. Tanto, que su madre ya no necesitaba trabajar porque a su padre le alcanzaba para mantener la casa. “Por primera vez empezamos a vivir bien. Y entonces lo metieron preso a Perón”.

El 12 de octubre de 1945 Berisso amaneció con la noticia de que Perón estaba preso y el sindicato clausurado. En pocas horas, casi todos los delegados de los frigoríficos fueron detenidos por la policía. Los que escaparon a la redada debieron esconderse. Cipriano Reyes había desaparecido de la ciudad. Algunos decían que estaba resguardado en el campo de un amigo en Magdalena, otros que había viajado a La Rioja, otros que estaba en Tucumán. Todos murmuraban algo distinto. Lo cierto es que el 17, bien temprano, María recibió el llamado de Reyes: era hora de salir a la calle. María estaba que trinaba: “hay que marchar a Buenos Aires para liberar a Perón”. Dora dice que María estaba obsesionada por la idea de que lo iban a matar con una inyección en el Hospital Militar. “Tenemos que ir todos a Buenos Aires”, arengaba. Se fue corriendo a los dos frigoríficos que quedaban a un kilómetro y medio de distancia: el Swift y el Armour, donde trabajaba su marido. Los obreros y las obreras la conocían y confiaban en ella. Por eso tenía que ir y hablarles, convencerlos de que salieran. Pero ni siquiera podía entrar, la habían despedido. Entonces se le ocurrió una idea: “vos, Vicente, agarrá a cuatro o cinco hombres y hacés el que te peleás en la puerta del Swift. Agárrense a las piñas”, le dijo a su marido. La maniobra de distracción dio resultado. Los dos vigilantes de la puerta abandonaron el puesto para ver qué pasaba y María entró.

–¡Lo van a matar a Perón! ¿Qué están esperando? –iba diciendo, sección por sección. ¡Tenemos que ir a Buenos Aires!

–Pero, ¿y los delegados? –preguntó uno de los obreros.

–Los delegados están todos en cana, ¡vamos, vamos! –le gritó María.

Unos minutos después, una marea de obreras y obreros empezó a salir del frigorífico. Al frente de todos iba una mujer, una delegada sindical con todas las letras, María.

Se unieron a otras columnas que marchaban hacia el Puente de Los Talas, en dirección a La Plata. “Venía gente en carros de los montes, de las quintas, y se subían a los camiones. O venían en la marcha. Pasaron varias vallas de policías que reprimían”. Finalmente, llegaron a la Plaza San Martín, en La Plata: estaba colmada de gente, la mayoría venida de los suburbios y las localidades cercanas. Se armó una asamblea enorme de obreras y obreros. Los oradores gritaban que había que ir a Buenos Aires a defender a Perón. María fue la tercera en hablar. “No sabés cómo habló. Habló de Perón, de la gente, del hambre de los chicos. Nunca más que un chico no coma, nunca más, decía. Y la gente gritaba y aplaudía. Era tremenda hablando”, dice Dora. También recuerda un gesto que, dice, nunca va a poder olvidar. “Era octubre y en la plaza había unas rosas, unas rosas diferentes, con una hoja gorda, pocas espinas, tallo gordo, color bordó. Estaba lleno de policías, pero no pasó nada, vieron tanta gente… Yo estaba jugando ahí con la sobrina de Cipriano Reyes, Teté. Ya estábamos ahí. Entonces un policía me dice: ‘Qué lindo que habla esa señora’, y yo le dije: ‘es mi mamá’. Y el policía cortó unas rosas de esas para que se las diera”, cuenta orgullosa Dora.

Cuando terminó de hablar, María buscó a su hija y le dijo que se iba a Buenos Aires, pero que ella y los otros chicos y chicas tenían que volverse a Berisso con una señora más grande que estaba con ellos. Dora vio alejarse a su madre y subir a un camión para ir a “liberar a Perón”. Era una luchadora. Encabezaba la maravillosa gesta de la Patria sublevada.

En Plaza de Mayo, el palco de la Casa Rosada estaba atestado de gente. Era ya de noche y decían que por el micrófono acababa de hablar una mujer. También, que el general Edelmiro Farrell, quien en ese momento ocupaba el cargo de presidente, se asombró al escuchar un vozarrón desproporcionado para la pequeña contextura física de aquel cuerpo femenino.

–¿Quién es usted, señora?

–Yo soy una mujer que corta carne con una cuchilla así, más grande que yo, del frigorífico Swift.

–¿Pero quién es? –insistió Farrell.

–Me llamo María Roldán.

–Mucho gusto, señora. Ya va a venir Perón, estén tranquilos que va a venir.

María no le tenía miedo a nada, ya había sufrido lo peor. Defendía con uñas y dientes al general Perón, porque le había dado la dignidad que ningún gobierno le había otorgado.

Lo demás es historia conocida. María Bernabitti murió el 6 de julio de 1989. Fue una de las principales impulsoras de la campaña por el voto femenino durante el primer gobierno de Perón. Siguió siendo amiga de Cipriano Reyes, aunque el dirigente laborista se distanció. Ella era peronista de pies a cabeza. Jamás accedió a un cargo de poder, pero estaba convencida de que el sindicalismo era el camino de la dignificación de los argentinos y las argentinas, porque por primera vez pudo ascender socialmente. Por primera vez el Estado ponía en el centro la lucha de trabajadoras y trabajadores, por primera vez alguien escuchaba sus demandas e incentivaba la organización sindical unificada.

En una entrevista con el historiador estadounidense Daniel James, rememorando esos acontecimientos, María dijo: “La verdad es que el sindicalismo es más lindo que la política; la lucha sindical es más linda que la política”.

Recordar su historia no es solo poner de manifiesto la importancia, el logro y la transformación del movimiento obrero argentino. Es visibilizar lo invisible, porque su extraordinaria tarea sindical ha pasado desapercibida por casi siete décadas, sin ser recordada. La historia de María es la de miles y miles de delegadas sindicales que con convicción y esfuerzo militan día a día en sus sindicatos, sin ser reconocidas. Las mujeres siempre estuvimos un paso atrás en el reconocimiento de derechos. Nuestro trabajo y nuestra lucha muchas veces son poco valorados. Estos tiempos permiten ponerlos sobre la mesa.

Si bien en la actualidad existe una ley del año 2002 que establece que el porcentaje de participación de mujeres debe ser del 30% en órganos directivos, es poco, y casi nadie trabaja para que realmente se cumpla. Casi dos décadas después de la sanción de esa ley, el cupo se vuelve insuficiente como política que rompa con la hegemonía masculina.

Se estima que en el sindicalismo argentino solo el 18% de las mujeres ocupan cargos de conducción. De ese número, el 74% corresponde a áreas de igualdad, género, cultura o servicios sociales. Solo el 5% de las máximas conducciones de sindicatos son mujeres, y solo una mujer, Susana Rueda, ha ocupado la Secretaría General de la CGT, integrando un triunvirato entre 2004 y 2005.

Existe una deuda pendiente con las mujeres, quienes luchamos a lo largo de la historia a la par de nuestros compañeros, por las mejoras salariales y las condiciones de trabajo. Nuestra tarea no tiene género, solo capacidad y convicción de que podemos lograrlo. Por eso es imprescindible equiparar nuestra representación, por todas las Marías que existieron, existen y existieran. Es nuestro derecho adquirido como mujeres sindicalistas y un deber del movimiento obrero argentino.

 

Valeria Ayala es abogada (UNLaM), trabajadora de la Auditoría General de la Nación y militante sindical en la Asociación del Personal de Organismos de Control.

Share this content:

Un comentario sobre “Mujeres sindicalistas, una historia de lucha que continúa

Deja una respuesta