Sombras en el cielo

Galíndez se ceba otro mate mientras mira las mariposas blancas, veraniegas e impolutas, como si el sol las hubiera desteñido, y respira hondo pensando en la noche que le espera con el gobernador, e imagina también el chivito, el vino caro de color profundo de gran armonía y carácter, y el queso y dulce que caracteriza a estos encuentros. Se detiene en la armonía y el carácter, y ríe en silencio frente a la ironía, frente al cansancio prematuro de lo que se avecina.

A Galíndez no le importa, no lo importuna. Sí le resulta tedioso. Prefiere aquellas reuniones de las que no se habla. Esas que nadie chequea, de las que nadie se entera. Pero hay que cumplir. Intereses son intereses y el poder no se crea solo.

 

Salas manda a su tercer hijo a barrer la tierra, para que quede limpita. Las dos mayores –Karina y Lucía– están en la calle, pidiendo lo que a los automovilistas se les antoje darles, y los tres más chicos juegan en la pieza que comparten, con algunas cucharas y cajas que trajo la madre la noche anterior. El perro muerde un peluche que ya está demasiado destruido como para intentar recuperar. ¿Y quién se preocuparía por limpiar y coser y dejar en condiciones un juguete, frente a la urgencia de la adultez?

Escucha que suena el teléfono y a su madre, que parece hablar con la hermana de la capital. “Pobres, como siempre”, se la oye responder. Prefiere no pensar en cuántas veces escuchó esa frase. Mientras barre y el polvo no termina de levantarse, pero sí lo suficiente como para ensuciarle las zapatillas y así ponerle firma a la pobreza, Alejandro Salas les habla a las mariposas blancas que se posan en los arbustos de la calle, que vuelan sobre el algarrobillo del patio de tierra y que parecieran no querer entrar (¿por qué querrían hacerlo?) a la casa, a la pieza en donde están sus hermanitos jugando con basura robada de alguna calle oscura que siempre es mejor no transitar. Preferiría estar con sus hermanas, en los semáforos. Nunca lo dejan ir. “Les dan más plata a las mujeres”, le explica la madre cada vez. Alejandro defiende la infancia despreocupada, pero con cierta sumisión da por sentado de que hay otras más brillantes, más coloridas, menos polvorientas que la suya, que la de su familia.

 

López ya no soporta el calor y a las mariposas blancas que vienen con él. Desde que su marido murió y tuvo que hacerse cargo del campo, de la economía de gente que ni conoce y de la supervivencia de un nombre, duerme con pastillas recetadas y se levanta a hacer yoga mientras mira el amanecer en la montaña. La eficiencia de algunos de los que trabajan para ella ahora la incomoda. Nunca termina de estar segura de estar haciendo lo correcto ni de qué tanto lo es lo que hacen los demás y cuánto de aquello la puede perjudicar.

Pero nada la agobia más que el calor. Ocuparse de cuestiones empresariales, corroborar cuántas vacas están en parición, decidir en cuántas hectáreas ampliar el riego o haber dormido ayer con el gobernador para conseguir beneficios cuestionables no le generan la debilidad del calor.

 

En la peatonal, que desemboca en la laguna, caminan algunos turistas en el horario de la siesta, en el que todo está soñado. ¿Existiría esa calle, a esa hora, si no fuera por ellos?, se preguntaría Borges. Solo las mariposas blancas son testigos silenciosos de esas horas mudas, incapaces de describir un paisaje del que forman parte. ¿A cuántos de los que vagan a deshora les importará lo que se está gestando? ¿Irá alguno a la cena con el gobernador? ¿Tendrá siquiera uno la perturbadora cotidianidad de cruzarse con alguna de las niñas Salas o con cualquiera de las Salas que habitan el mismo suelo y mirarlas como es debido?

¿Cómo se mira a un pobre? ¿Cuántos –no ahí, sino en cualquier lugar– saben cómo mirar a un pobre? ¿Cómo se mira un pobre a sí mismo?

 

A la tardecita, Karina Salas vuelve corriendo a su casa. Se llevaron a Lucía en un auto. La secuestraron. Ella, con robada inocencia, gritó, pero nadie se dio vuelta, nadie escuchó, nadie vio nada. “Era un auto gris, redondo”, explica, agitada, temblorosa. No sabe la patente, no miró, no pensó. Su padre le pega una cachetada, impotente. “¿Cómo que se llevaron a Lucía?”, vocifera. Su madre, consternada, se torna resolutiva y ordena que vayan a la comisaría a hacer la denuncia. Que Alejandro se quede con los más chicos. Karina por fin llora. “No pude hacer nada, no pude, no sabía”, solloza, histérica. Una mariposa blanca se digna a entrar en la casa por primera vez.

 

El teléfono de Galíndez suena tres veces antes de que el comisario atienda. Lo llaman de la Seccional Tercera. “Desapareció una piba de Salas, jefe. Se la llevaron en un auto”.

Galíndez se agita. Putea por dentro. “¿Los Salas de la calle Sarmiento?”. Del otro lado, la voz le responde que sí: la mayor, Lucía. Se acuerda de ella. La detuvieron una vez por andar mendigando. La tuvo encerrada en su despacho toda una tarde. Se avergüenza de lo que le hizo, pero no tanto. No lo suficiente para sonrojarse.

Ordena que salgan todas las unidades a buscarla y más les vale que aparezca con vida porque… ni siquiera termina la frase, una mariposa blanca está en el azúcar y lo distrae. Corta. “Ahora sí que se fue todo al carajo, mecagüendiós”, piensa, tira piñas al aire y la mariposa se escapa, siente cómo se le sube un poco la presión. Un dolor intenso en la cabeza lo sorprende mientras intenta calmarse. “Mecagüendiós, mecagüendiós”.

 

López se está preparando una medida de whisky cuando suena el timbre. Es el arrendatario. “Ni un sábado me deja en paz este tipo”, se lamenta.

Que desapareció la hija de uno de los peones, le informa, sin saber cómo decir tal cosa sin que suene a tragedia. Mueve las manos, gesticula. Dos mariposas blancas que estaban en la ventana salen a toda velocidad frente a tanto revoleo. Le pregunta a Marina qué es lo que hay que hacer, y ella responde que quién es el peón en cuestión. “Salas, un cincuentón, buen tipo, laburador”, y sigue: “Tiene seis hijos, le pagamos muy poco, todo en negro, y nunca se queja”.

Marina se da cuenta de que Mateo siente culpa. “Se llevaron a una muchachita y la correlación que hace este tipo es que es porque le pagamos poco”, reflexiona.

No hay ninguna palabra que le resulte atinada en ese contexto. Es innegable la barbaridad, ni siquiera importa la responsabilidad, hay que encontrar a la chica.

Mateo explica que la están buscando, que la hermana estaba con ella y que aparentemente está en shock, la sedaron con algo porque estaba incontenible.

 

Nadie lo sabe, pero Lucía está escondida en un callejón, agitada. La urgencia frente a lo inevitable, cuando se encontró en el asiento trasero, le dio la valentía de la tragedia, la fuerza de lo impostergable.

Tenía que huir. No importaba a qué costo. No se atrevía a terminar de formular el pensamiento de qué podían hacer con su vida, con su cuerpo, pero apareció en su mente el comisario ese, y cómo la había ultrajado, cómo la había lastimado y cómo la había obligado a callar.

Así que abrió la puerta del auto en movimiento y saltó y corrió y ahora no se anima a moverse. Recuerda el grito de su hermana, su cara desencajada mientras se la llevaban. Todo lo demás es borroso, quizá como ella lo es para los demás. ¿Real es lo que se ve?

¿Cuántas veces pidió ayuda a desconocidos? ¿Cuántas veces la ignoraron?

No llora. La desesperación es tan profunda que lo único sensato es el impulso.

Todo está sucio a su alrededor. La determinación del miedo la lleva a agarrar una botella de vino que está tirada en un rincón. La rompe contra la pared, con violencia.

Por un instante, la asusta el ruido y que alguien pueda encontrarla. Pánico de volver a su vida. Terror de que la encuentre Galíndez o los que se la llevaron hoy. Y la pobreza. Y su padre, que se desquita con ella.

Vuelve a concentrarse. Se lastima los brazos y las piernas con el filo del vino.

La impresión de la sangre y el temor hacen que se desmaye. En el trance, duda de su decisión. ¿Será un error escapar? Solo llega a ver unas mariposas que sobrevuelan, como sombras blancas en el cielo.

 

Sol Mircovich es correctora literaria, editora de la sección Cultura en El País Digital.

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