El fueye de Pichuco

Jacinto Chiclana era un guapo jubilado. Toda su vida la había pasado en Balvanera siendo culata de políticos famosos. En ese laburo había conseguido fama y dinero. Como todo guapo, era prepotente y soberbio. Contaba historias de sus patrones como si fueran ciertas. Por ejemplo, afirmaba sin ponerse colorado que había sido guardaespaldas de Hipólito Irigoyen, y que en ese trance había sido el único que impidió que su casa de la calle Brasil, esquina Bernardo de Irigoyen, fuera quemada por la chusma enardecida en la noche de su derrocamiento. Como nota de color, guardaba la taza de noche que los manifestantes arrojaron desde la azotea, y decía jocosamente que uno de los vándalos le dijo a otro:
–Ché, un tipo que tiene una escupidera debajo de la cama no puede ser malo.
Otras veces, Jacinto contaba historias de su barrio: Balvanera. Por ejemplo, cuando en la calle Moreno y Deán Funes interceptó a cuatro vivos que habían robado a una pobre mina que andaba por ahí. Como él conocía el lugar y los tarados se metieron en una casa de doble entrada por la calle Moreno con la idea de salir por Deán Funes, grande fue su sorpresa cuando vieron a su perseguidor con su pequeño cuchillo y sus puños esperándolos por esta última. ¡Les metió tantas piñas y puntazos que te la voglio dire! Pero eso sí, como eran unos chichipíos los llevó cristianamente al hospital de enfrente, para que los curaran. Una cosa es darles una lección y otra no ayudar a los heridos.
Muchos en el pasado le temían porque era implacable con los enemigos y dadivoso con sus favorecedores y amigos. Como ya se dijo, hasta los pichis y los pungas del barrio lo querían. Su acomodo era tan grande que, pese a los crímenes que perpetró, nunca fue preso. Su fama hizo que Jorge Luis Borges le dedicara en su homenaje la milonga que lleva su nombre.
Pero Jacinto tenía otra chifladura: el tango. Había sido gran bailarín y tocaba el fueye. No era un gran músico, pero se las rebuscaba. Su ídolo era Pichuco. En realidad, siempre soñó con tocar con él. Como era gordito, especialmente ahora que era viejo, acostumbraba a tocar varios temas todas las noches con el Pichuco de los discos. Su favorito era Quejas de bandoneón. En ese trance cerraba los ojos, los volvía a abrir, y después de costado inflaba los cachetes y sentía a Pichuco como su hermano.
Un día se produjo un milagro. Un amigo lo llamó y le contó que en una casa de chiches y abalorios de la calle Ecuador se vendía el fueye de Pichuco. Apenas alcanzó a ponerse los pantalones, llegó al sucio local de la calle Ecuador y preguntó tibiamente cuánto costaba. El descangayado vendedor le dijo una cifra que parecía precio de liquidación. Inmediatamente, nuestro guapo se hizo el desentendido y pidió rebaja. El devaluado comerciante accedió, presa de su ignorancia histórica y musical. El fueye ya era de Jacinto.
Jacinto estaba como nene con chiche nuevo. Mientras llevaba el instrumento, soñaba con tocar Malena, Sur, Bandoneón arrabalero y toda la suite troiliana. Llegó a su bulín y, pese a que le costó subir la escalera por la vejez, lo hizo con entusiasmo. Lo primero que hizo fue ir al baño. Chapó la gomina y se dio con tutti. Luego recordó que el Gordo solía usar smoking y se dirigió al ropero. Allí sacó, entre un olor penetrante a naftalina, uno que le había regalado el cajetilla mayor de Buenos Aires: Juan Ignacio Pereyra Iraola. La verdad es que le quedaba un poco chico porque la panza le había crecido desde que se hizo viejo y amigo de la milanesa con queso fresco. ¿Pero qué importaba? A continuación, se fue al comedor. Contó tres y trató de empezar. Digo trató, porque Jacinto apretaba los botones del bando y abría y cerraba, y no salía nada. Estuvo como tres horas buscándole la vuelta, y nada. Sus aires de guapo lo llevaron a la estúpida idea de meterle una piña al instrumento, por si se trataba de un falso contacto. Por suerte, se acordó de su amor por el Gordo y renunció a tan violenta idea.
Al día siguiente se le ocurrió tocar Piropos con su bandoneón, suponiendo que el fueye de Pichuco recuperaría la memoria. Contó tres, ladeó la cabeza y, como si fuera Troilo, empezó a tocar junto al disco del gran bandoneonista. Grande fue la desazón cuando nuestro guapo volvió a tocar el fueye del Gordo, y nada. Puteó de lo lindo, maldijo su suerte, y llevó el instrumento a varios arregla tutti para que lo revisaran. El más viejo, amante del tango como él, un judío que vivía en Paso y Sarmiento, le dijo:
–Mirá, Jacinto, me volví mishiguene con este bandoneón. Yo no le encuentro nada. Parece cosa de brujería. Es la primera vez desde mis épocas de cuenteñik que veo un fueye que no funciona sin ninguna explicación.
Jacinto estaba desolado. Su sueño se había hecho pedazos. Sin embargo, una frase del ruso le quedó dando vuelta: “parece cosa de brujería”. Su olfato le decía que era un problema que trascendía lo técnico. Y se fue a ver a Misia Pepa, la bruja más famosa de Balvanera. Vivía en una casa de pasillo al fondo, en Boulogne Sur Mer y Córdoba. La vieja, una gitana gorda y fulera, lo recibió en medio de sahumerios y gatos, y le dijo:
–Mire, señooor, este fueye extraña al dueño.
–¿Qué?
–Cómo le digo, seeeeñooor. No va a funcionar hasta que no haga algo.
–¡Pe pe pero Pichuco está muerto!
–Ah, no sé, seeeeeñoooor. Ese no es problema mío. Son doscientos pesos.
Jacinto puso la plata de mala gana y salió de la bruja, más confundido que antes. Se fue a dormir. Obviamente no pudo.
Al día siguiente se dirigió al cementerio de la Chacarita. Pichuco estaba en el “Recinto de las Personalidades”, lugar donde también habían sido enterrados los hermanos Julio y Francisco De Caro, Carlos Di Sarli y Osvaldo Pugliese.
Tres días después –en medio de una noche calurosa de verano– Jacinto se escabulló entre la multitud que iba a visitar a sus familiares fallecidos y esperó a que terminara la hora de visita para empezar su faena. Debajo de la estatua del gordo puso el bandoneón de Pichuco y empezó a tocar con el suyo. Se le ocurrió que al maestro le gustaría que se interpretara Responso, un tango que “el bandoneón mayor de Buenos Aires” había compuesto por la muerte de su querido amigo Homero Manzi. Mientras sacaba los primeros acordes, notó algo raro. El bandoneón de Pichuco cambiaba de color, de un negro azabache pasaba a un gris oscuro. Segundos después se empezó a hinchar y, tras cartón, empezó a sonar o algo así. La música llamó a los cuidadores que observaban a este viejo tocar debajo de una colección de estatuas. Primero pensaron en llamar a la policía. Luego decidieron comunicarse con el Hospital Borda. A los pocos minutos, una tropa de enfermeros se hizo cargo de Jacinto. En ese momento gritaba en medio de forcejeos.
–¡Lo logramos, Gordo! ¡Reviviste! ¡Reviviste! ¡Tocamos juntos! ¡El sueño del pibe!
La ambulancia partió con rumbo conocido. En Chacarita quedó el fueye de Pichuco, el que ahora dichoso descansa junto a su dueño.

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