El desvalimiento como territorio

“Yo vide una garza mora dándole combate al río” (Simón Díaz, Tonada de la Luna llena).

La vi en alguna gestión pandémica de vacunación, su dosis tercera se ve que le tocó. Pero fue recién después de que le preguntaran “¿edad?” que me di cuenta… Ella, muy airosa como siempre, respondió sin dilema, pues, como dice, su franja etaria resulta suficiente para validar la tan mentada vulnerabilidad. Y agregó que era “grupo de riesgo, pues”. Disparó: “¡Listo! ¿qué más?”. Así, sin más, se dispuso a continuar. Pero cuando el empleado inquirió “¿lugar de nacimiento?”, ella, a contramano de su desenfado anterior, se quedó callada, como dudosa de la certeza que por primera vez declaraba. Con un silencio hueco, como vientre desdichado que alojó absorto un concebir a destiempo, aceptó. Supe que una otra vulnerabilidad, como heredad sin culpa, la avergonzaba, acaso como a un pobre, o como a un paria. A tal punto que, aun pudiendo volver a hablar con voz audible y clara, ella enmudeció. Su identidad, más allá del apellido, su constitución social vincular, su nacionalidad, el exilio, el desamor y sus ausencias, rebasaban aquel minúsculo detalle de país, de ciudad, o cualquier data demográfica que se le solicitaba. No alcanzaba.

Observé entonces su acting de acomodar las gafas por encima de sus sienes, como minuto de todo declarante, estrategia… solo para bajar la cabeza en dolorosa introspección de décadas. Como deslave o corrimiento de máscaras sin dramaturgia. Vi el quiebre, sentí el fragor, cuando la capa del suelo que la sostenía se separó y desde el lecho emergió la roca. Se mueve y lleva consigo a la negación naturalizada y a esa sobrevida necesaria, pero saturada en combustión.

Ya, por fin tiende a fluir hacia los canales de sus lágrimas. Yo la vi inmediata. La melodía de aquella tonada vino a mi memoria, la de la Luna Llena, la del Tío Simón, cuando juntas la cantábamos en Caracas. Era ella, que la vi, tan clarita era la garza, en su último combate al río y en el desborde de su muralla. Yo la vi en su territorio que ignoraba, pero también la vi volar, la vi cómo migraba. Pero también pude percibir el silencio de su fatiga, y que necesitaba una pausa. Una breve interrupción con que detener todo acto, con que retrasar toda respuesta. Una pausa con la que al fin la compasión la acariciara a tiempo, cuando el momento justo de lo inexorable le abría paso a la evidencia, a la conciencia plena del desastre. Cara a cara, Ella y Ella. En el presente. Ella aquí y ahora, y la soledad emergente, acostumbrada a esa marca territorial de los nacidos en tierras del desvalimiento. “Valerse por sus propios medios”, dice la raza.

A tientas vi que buscaba y necesitaba una luz inextinguible. Por olfato la encontró afuera del alud. Aprisionada aún, pero con sus manos juntas, por encima del pecho, entre el corazón y la tráquea. Desde el medio del plexo, en rezo, la identidad construida con pertrechos de la nada, le tomó por asalto su chakra, y a pura ética, como solo puede hacer lo sagrado, escribió con nuevas letras el viejo dharma.

Decidida, la vi salir entonces del recinto. Se apoyó en la primera tapia cercana, donde emergentes y malandras acomodan sus huesos y frazadas. La primera tapia para apoyar el peso y desprenderse de sus alertas y sus culatas. A cielo abierto reposó sus armas y, de a poco, en tanto respiraba, inventariaba las secuelas para curarlas, musitó el nombre del territorio donde la existencia la depositó en su infancia. Entonces, de aquel territorio, como sobreviviente entera, entera y soberana, desplegó sus alas, como la garza ya sin armas.

Con precisión toponímica, aquel exiguo lugar de nacimiento fue ubicado como historia, aquel que apenas proveyó identidad e idioma, aun desde los bordes, como extranjera de lo propio y de su misma sangre. Y aunque temporalmente breve, casi como un duelo precoz, la estrecha heredad posible la abasteció para no morir en el intento, ni desaparecer después.

Ya al rato la vi sin una mirada compleja de condenas. Y hasta pude ver al trasluz de su iris de cielo abierto, la colonialidad y el vasallaje a que fue expuesta, tanto como luego la realidad que la aferró a valores, para no extender a su hijo la deficiencia extrema y prolongar la dignidad como esqueleto que yergue. Luego vida, barrio, calle y mantel le dieron carnadura a su emoción, y a su cuerpo también. Supo enamorarse, la enamoraron, supo amar a un par de hombres. Y un amar universal todavía. Gestar, parir, proveer y nutrir maternal. Supo aprender de los demás y, aunque le costara por vergüenza, aceptó recibir con mucha humildad la generosidad de líderes que la acogieron, pueblos y pares que le hicieron lugar, y retribuyó con humilde saber. Como se dice, plantó un árbol, tuvo un hijo y escribió un libro. Se ha reído mucho y también bailó. Alguna vez quebró sus huesos, y eso yo sé que se multiplica hasta hoy. Pero cuando le duele dizque el esqueleto es ese territorio que la desvalió, fragilidad que, por puro pudor ajeno, sé que llora en soledad. Aún le resulta innombrable, porque, además compactado a golpes de nuez, siendo mujer como dice, en la catástrofe del desamparo, en ese territorio, no se celebra como propio, ni himno, ni bandera, ni conmemoración de multitudes, ni íntimas navidades, ni cumpleaños de Jesús, ni de Buda, ni de otros, mucho menos ningún festejo patriótico.

La construcción, pensé, acaso sea el modo que tienen los nacidos en ese desvalimiento como territorio para gestionarse el salvoconducto, dado el permanente riesgo de volatilidad de escenarios y desintegración. Por eso tal vez, en esta ocasión de insight, ella salió y entró, para no abandonar su itinerario. Posterior al rescate de su posición de verdad. Ella ingresó nuevamente al perímetro, a por su trámite. Yo la vi cuando se dirigió al mismo empleado, que nuevamente la miró y le dijo: “salió a tomar aire, hace mucho calor. ¿Ahora se siente mejor?”. Y ella le dijo: “sí, muchas gracias, discúlpeme. ¿Puedo responderle ahora?”. “¡Sí, cómo no!”, le contestó. Ella, resuelta a lomo de su trayectoria, baquiana del territorio que al fin nombró, repitió, como trámite, la locación, ya que ahora es incidente menor: “nací en Buenos Aires”, resuelta, concluyó. El empleado le dio el número con que la llamarán después y la saludó. Ella le dijo “gracias”, y, mientras esperaba su turno, cuando se sentó, me vio. Supo entonces que fui testigo y acompañante. Me dio su bendición.

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