El Che Vulcano

Manuel Vulcano era el herrero de la cortada de la calle Chile, entre La Rioja y Deán Funes. Era un hombre alto, fornido, aunque rengo de la pierna derecha. Se ganaba la vida con lo antedicho, pero también tenía otra profesión: era bombero voluntario. En esa profesión era el más valiente de todos, tal es así que muchos toda la vida le agradecían haber salvado a un niño o a un anciano.

Vivía solo en medio de la mugre de la herrería y arremetiendo contra el fuego cuando lo llamaban. Se conocía poco de su pasado. Él no contaba nada. Pero como suele ocurrir, se comentaba en el barrio que se había casado con la mujer más linda, la que lo abandonó para irse con un militar. Ahora ella era viuda de dicho hombre respetable. Se dice también que Vulcano sufrió mucho, pero para olvidarse de su soledad se dedicó a hacer objetos hermosos de herrería y actos de arrojo para salvar vidas como bombero. Además, se decía que de joven había sido comunista y que admiraba al Che Guevara, particularmente por su inmenso arrojo para ayudar a los oprimidos. Salvando las distancias, Vulcano era un idealista como el famoso guerrillero. En las paredes de su boliche tenía fotos del Che y de ningún otro.

Pero en medio de su soledad Vulcano deseaba hacer la acción perfecta, cumplir un cometido histórico, algo que pudiera dejar como legado a todos. Y la acción perfecta no se le dio en vida. El mundo era como era y todo es lo que es. Pero él no soportaba un pueblo de chiruzas, maquiavelos y viejos Vizcachas.

Hasta que un día sucedió un hecho extraordinario: en medio de un incendio de un colegio, Vulcano –como siempre– sacó a varios pibes de en medio de las llamas. Luego empezó con una enorme manguera a apagarlas. Mientras estaba por terminar su faena cayó como desmayado. Los compañeros lo llevaron hasta la ambulancia y murió antes de llegar al hospital Ramos Mejía.

Sus amigos lo llevaron al cementerio y en el velatorio apareció Rodolfo Mederos, amigo de Vulcano, quien tenía la misma admiración que él por el Che Guevara. Por esa razón, antes de colocar el féretro en su tumba, interpretó con su fueye “el hombre que sueña”.

Pero ahí no terminó esta historia. Vulcano –como era lógico– fue a parar al cielo. Allí fue recompensado por sus esfuerzos con una hermosa nube solitaria. Desde la misma se podía divisar el Obelisco. Pero estaba solo otra vez. No sentía dolor, pero seguía solo. Y mucho peor: no había nada por lo cual luchar.

Pasaban los años y Vulcano seguía solo y angustiado. No parecía el cielo. Hasta que un día tuvo una idea. La vida en el cielo así no era para él. Precisaba una acción clara y distinta para ayudar a los demás. Era un idealista como el Che. Soñaba con un futuro distinto para los débiles. Entonces –como tenía en sus manos el equipo de bombero– se empilchó y se dirigió al infierno. Si ese era el lugar de donde surgían los problemas, había que acabar con él. Para que hubiera un cielo despejado había que acabar con las llamas del infierno.

Vulcano golpeó las puertas del infierno y empujando al guardia empezó a arrojar agua en cantidades industriales. Los demonios –cual golpe guerrillero– intentaban escapar sin suerte. Lucifer se puso de rodillas ante su presencia, incluso lo intentó sobornar, sin suerte. Luego de varias horas de faena el infierno era un manojo de cuerpos satánicos chamuscados y dolientes. Nuestro héroe pensaba que había hecho su acción singular, la que siempre había buscado. Había terminado con el cuartel central de la maldad.

Pero ahí no terminó la cosa. Algunos demonios pudieron escapar y fueron hasta el cielo con el chimento de que “había un loco que nos estaba matando a manguerazos”. Dios recibió el aviso con preocupación. Si desaparecía el infierno: ¿qué haríamos con los malos? ¿Adónde los meteríamos? ¿Cuál sería la nueva función del cielo ante la acción de este insensato e idealista bombero? ¿Quién miércoles lo trajo? Ante el problema, Dios convocó a su santa madre y a los apóstoles para conversar. San Pablo, que era el más político de todos, les dijo: “Divinidad y amigos: no podemos permitir que este loco nos mueva el tablero. El mal tiene que seguir siendo el mal y el bien tenemos que seguir siendo nosotros. Así que la cosa es sencilla: agarremos al bombero y curemos a los demonios. Usted, divinidad, puede mandar a su hijo para que los resucite y a un grupo de ángeles para que se arregle la estructura deteriorada del infierno”.

Dios y los presentes decidieron aceptar la opinión de Pablo. Así fue que un ejército de ángeles capturó a Vulcano y finalmente se restableció la vida y las propiedades del infierno.

¿Adónde fue nuestro héroe? La verdad es que no se sabe. Algunos dicen que está en el Limbo, lugar en donde Dios ubica a aquellos que son buenos, pero que no pueden estar en ninguna parte. Allí, en noches de luna llena –junto con un tal Silvio– en homenaje a Ernesto suelen cantar la última canción. (Se escucha la “Canción del elegido”, de Silvio Rodríguez)

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