Diágolo 5

Quinta entrega de los “diágolos” de Walter Ego (1900–1982). Escritor póstumo. Autor pionero en la adaptación de clásicos, con títulos como Sueño de una noche Vegano Chauchis a las armas. Actualmente, ni fu ni fa. Mañana, quién te dice.

 

En busca del tiempo perdido

–Buenas tardes, Don Von Piruleheren.

–Buenas tardes, joven Jung Iuvenis. ¿Qué lo trae por aquí?

–Tengo cierta urgencia por hacerle algunas preguntas, Don Von.

–Lo escucho, joven Jung.

–¿Alcanza a ver a aquella señora?

–¿La que está ubicada debajo de los siete puentes?

–La misma.

–La veo.

–¿Interpreta que está pidiendo auxilio?

–Pide auxilio, es evidente. Y no es para menos: se está ahogando.

–¿Me permite otra pregunta?

–Le permito.

–Usted conoce a esa mujer, ¿cierto?

–Vaya si la conozco: la venerable anciana que allí se ahoga no es otra que mi madre: ¡mi dulce Adolfina! Le confieso que nunca imaginé que la vería morir así.

–¿Así? ¿Cómo?

–Pues así: sentado en la reposera, conversando con usted, sin poder hacer nada…

–¿Es que acaso usted no sabe nadar?

–Ningún prusiano que se precie de serlo puede ignorar un arte tan elemental. Por supuesto que sé nadar. ¡Qué cosas extrañas pregunta!

–Entonces, ¿por qué no ayuda a su madre?

–Es que soy kantiano.

–Me lo temía.

–¿Acaso usted no?

–Verá, tengo una relación ambivalente con el filósofo. Oscilo entre meses enteros de estudio apasionado de su obra, a otros en que siento unas ganas importantes de clavarle el visto y fue.

–¿En serio me lo dice? No imagino una vida más vacía.

–De todos modos, como le digo, he leído en detalle la obra de Kant y, por cierto, no comparto su interpretación.

–Explíquese. Y disculpe si no lo miro… Pero me concederá que no todos los días uno ve cómo muere su madre sin que sea posible hacer nada moralmente válido para ayudarla…

–Con todo respeto, me permito disentir. Creo que es erróneo suponer que Kant impugna las acciones por el hecho de que no sean realizadas pura y exclusivamente por deber, es decir, sin contaminación alguna de los sentimientos. Él sólo establece que en esos casos no es posible saber cuál es el verdadero móvil de la acción. El hecho de que no seamos voluntades santas no significa que no sea preferible acercarnos lo más posible a ellas. A fin de cuentas, ¿qué puede haber de malo en querer hacer lo que debemos hacer?

–Bueno, bueno, bueno: ¡si me parece estar escuchando al Fermín Chávez del kantismo! ¡Usted debe ser de los que proclaman que la Crítica de la Razón Pura anticipa la autopercepción trascendental como criterio de identidad del sujeto! ¿No quiere que lo acompañe al registro civil y se cambia el nombre, el género y el número? ¡Por favor! ¡Si seguimos así terminaremos como Venezuela! O, aún peor, ¡terminaremos siendo una ciudad rusa!

–No se altere, Don Von. Si me acerqué hasta usted es para advertirle sobre las terribles consecuencias que tendrá esta acción. Aunque no lo crea, en el futuro usted será considerado un asesino, Don Von. Un a-se-si-no.

–No sé de qué habla, y me parece de mal gusto usar tantos guiones. Se empieza con una palabra, sabe, pero se puede terminar como Gaos… Mire, joven, hagamos lo siguiente. Esperemos a que mi venerable madre termine de morir, y luego seguimos con nuestra disputa interpretativa. Si quiere podemos esperar a que Kant salga a dar su paseo y la resolvemos directamente con él. ¿Qué le parece?

–Mepa. Pero, ¿cómo sabremos a qué hora sale de su casa?

–Será fácil, la rutina de Kant es ejemplar. Luego de que David lo despierta de su sueño dogmático y cumple con el deber de saciar su apetito, sale a dar su célebre paseo diario. Paseo que, como bien sabrá, aquí todos usamos para ajustar nuestros relojes.

–Conozco la costumbre, aunque, al igual que muchas otras, no logro comprenderla.

–¿A qué se refiere?

–Es simple: si se usan los paseos de Kant como referencia para ajustar los relojes, ¿cómo podrían no ser puntuales tales paseos?

–¿Usted está insinuando que el coronavirus fue inventado por Bill Gates?

–No.

–¿Usted está sugiriendo que la tierra es plana?

–No, de ningún modo.

–¡Ajá! ¿Entonces usted da a entender que el kirchnerismo se robó un PBI?

–No, y no veo qué tiene ver todo esto con nuestro tema.

–Sólo quería asegurarme de que usted no sea un imbécil. Ahora sigamos, estimado joven. ¿Cómo es eso de Kant y el tiempo?

–La cuestión es simple, Don Von: ¿acaso el canto del gallo provoca la salida del sol?

–¡Sacras paradojas temporales! Creo que empiezo a entenderlo.

–En efecto, ¿no ha notado que a veces es de día y otras veces es de noche cuando Kant sale a dar su célebre paseo?

–Es cierto, pero qué tiene que ver eso con Bill Gates.

–Yo no hablé de Bill Gates.

–Tranquilo, nuevamente había activado mi test.

–¿Tan rápido?

–Hay que ser precavido.

–Permítame seguir. ¿Qué ocurriría si Kant hubiese trastornado completamente nuestra percepción del tiempo con la supuesta puntualidad que se le adjudica?

–Lo que dice es inquietante. Sugiere posibilidades estremecedoras. Imagine, por ejemplo, que en un pueblo alemán de pronto empiezan a desaparecer niños y luego de una investigación no muy convincente pero atrapante, más que nada por la musiquita de fondo y los planos cortos, y bueno, porque uno se siente inteligente cuando soporta argumentos rebuscados, descubren que hubo un evento nuclear que…

–¿Como en Dark?

–¿Dark? ¿Qué es Dark?

–Dark es Dark, ¿acaso no conoce a Fitok?

–No, ¿quién es?

–No importa, Don Von, no importa. ¿Oye el silencio?

–No se pase de poeta. Lo del gallo estuvo bien, pero esto…

–No, no. Lo que quiero decir es que… en fin, ya no se oyen los gritos.

–¡Oh no! ¡Mi Adolfina! ¡Venerable madre!

–Lo siento.

–El dolor es insoportable. Le juro que acabaría con mi vida ahora mismo si no fuera porque ese tampoco es un acto moralmente válido.

–No desespere, Don Von. Tal vez podamos hacer algo para traer a su madre nuevamente a la vida.

–¿Qué está insinuando? ¿Que es preciso salir de la tierra para confirmar que no es plana?

–¿Otra vez el test?

–Efectivamente. Disculpe, pero cualquier hombre sensato puede dejar de serlo de un momento a otro. Lo contrario, lamentablemente, no es posible. Como el tiempo, la imbecilidad es irreversible.

–No se crea, Don Von. Estuve haciendo unos experimentos temporales y creo que descubrí algo inmenso.

–¿Un PBI?

–No, no: algo realmente inmenso.

–¿Dos PBI?

–El tiempo es reversible. Es posible viajar en él. Ir y volver.

–¡Wantaaaa, guachin! ¡Qué flashiá!

–Escuche y entenderá. Hace mucho tiempo que estoy tratando de resolver el misterioso misterio de los puentes de Königsberg. Usted sabe: ¿es posible recorrer los siete puentes sin atravesar dos veces el mismo?

–Obvio que no, eso ya lo resolvió Euler hace unos meses. Si las aristas de un vértice son impares entonces resulta que…

–Espere, espere. Eso ya lo sé. Lo que yo quiero decir no tiene que ver con el problema geométrico. Mi problema no es el espacio, es el tiempo.

–Entonces la pregunta no es “dónde”, sino “cuándo”.

–¿Como en Dark?

–Mire, joven, no sólo no vi Dark, sino que ni siquiera tengo Netflix.

–¿En serio me lo dice? No imagino una vida más vacía… Pero, bueno, sigo con mi relato si me lo permite.

–Se lo permito.

–Gracias.

–De nada. Sigo.

–Siga.

–Gracias. La cuestión, Don Von, es que en uno de mis tantos intentos finalmente descubrí la solución. Luego de realizar algunas ecuaciones que tan sólo Paenza podría divulgar de manera amena y didáctica, logré atravesar tiempo y espacio, y de pronto logré recorrer los siete puentes sin pisar dos veces el mismo.

–¡Los siete puentes de Königsberg!

–No, los siete puentes de Avellaneda. Se trata de un puente llamado Kun Agüero. Pero esa, Don Von, no es la cuestión. La cuestión es que en aquella extraña ciudad puede saber que su nombre y el de esta ciudad quedarán manchados para siempre por lo que usted ha hecho, o mejor dicho no ha hecho, hoy aquí.

–¿Qué dice, joven? ¿Se ha vuelto loco?

–No, escuche bien. Con un ritmo elemental pero más contagioso que el COVID, las personas de aquella tierra bailaban y cantaban y decían sobre la nuestra: “ella tiene un Don Von asesino”, e incluso: “ella tiene un Don Von bien latino”.

–¿No le parece un poco forzado este remate?

–¿Me habla a mí o le habla al lector?

–No importa, joven. Era retórica la pregunta.

–Ah.

Emmanuel Kant (1724-1804)

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