Reflexiones en torno a la corrupción (tercera parte): que el bosque no esconda el árbol

En nuestras dos anteriores intervenciones –volúmenes 16 y 17 de Movimiento– compartimos algunas consideraciones en torno al neoliberalismo, que produce y reproduce una sociedad que paradojalmente no asocia, sino que desvincula, dando primacía a un individualismo altamente competitivo, disparador y multiplicador de una corrupción que entendemos como estructural o consustancial al modelo de sociedad que ofrece, para luego, y a partir de allí, explorar las distintas esferas sociales en que aparece este fenómeno –el por qué y el cómo–, en especial la llamada corrupción política o de la administración de lo público. Pero no nos quedamos sólo en la consustancialidad de la corrupción en el neoliberalismo, sino que también introdujimos el tema que aquí pretendemos desarrollar, sosteniendo que, si la confianza y la cooperación son piedras angulares en las configuraciones colectivas –pues permiten en primer lugar construir una identidad común y a partir de allí perseguir objetivos también comunes– la corrupción del que está al lado produce un efecto debilitador de esa confianza y esa cooperación. Sobre esta cuestión nos extenderemos aquí.

Contra la preeminencia que el neoliberalismo pretende global y perpetua –pues se habría llegado al “fin de la historia”– los proyectos nacionales y populares latinoamericanos han venido a confirmar que todo orden se afirma sobre la exclusión de otras posibilidades. Cualquier orden es siempre la expresión de una determinada configuración de relaciones de poder. Lo que en un determinado momento se acepta como el orden “natural” es, en cambio, el resultado de prácticas hegemónicas sedimentadas. Por lo tanto, las cosas siempre podrían ser diferentes (Mouffe, 2014).

Si bien en nuestro país y en las últimas décadas al proyecto nacional popular –los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández– lo situamos como un interludio del neoliberalismo –iniciado con el terror del Proceso de Reorganización Nacional, continuado con el enmascaramiento de los 90 y que hoy es atendido por sus propios dueños– ha sido una fuerte objeción al mismo, ha permitido ver que no todo está capturado por el dispositivo neoliberal, ha posibilitado recuperar historias, experiencias, saberes, confianza, tradiciones, lenguajes e identidades que parecían destinadas al ocaso definitivo en el otoño neoliberal, pero sobre todo cobijó la esperanza de volver, hoy hecha realidad.

Por sobre la banalidad de acusaciones tendientes a desacreditar a los proyectos nacionales y populares –identificándolos con el autoritarismo, la demagogia, lo ilegal, lo corrupto, el despilfarro, lo ilusorio, el exceso, lo arcaico, lo irracional–, pero también por sobre abordajes exclusivamente teóricos –que se refieren a un tipo de régimen, a un estilo de gobierno, a un modelo económico, a una práctica articulatoria o a una estética– puede reconocerse un núcleo sustancial de ideas: donde la primigenia es la visión anclada en la persona y su interacción social –“al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese nosotros ser realice y se perfeccione por el yo” dirá Perón– y por ende de base comunitaria, entendida como construcción colectiva popular y no como suma de individualidades aisladas. Son construcciones colectivas populares, pensadas en clave “franciscana” de “protagonismo de los pueblos” y centradas en la defensa de derechos e intereses de la “gente corriente”, en contraposición a los privilegios de las élites hegemónicas (Antón Morón, 2015). De allí la función activa del Estado para la reconstrucción de lo colectivo, sobre la base de la articulación entre el histórico sujeto popular “el pueblo trabajador” con todos aquellos que fueron alcanzados por la terrible erosión de los vínculos sociales que generó el neoliberalismo: desempleados, piqueteros, trabajadores precarizados, minorías sexuales y raciales, sectores marginados.

Lo esencial de este enfoque radica en la afirmación de que el vínculo social no es externo a la persona, sino una de sus dimensiones constitutivas. La sociedad no es el amontonamiento de individuos: por el contrario, sus vínculos sociales conforman también su identidad individual y colectiva (Antón Morón, 2013). Los procesos y producción de identidades colectivas afianzan el surgimiento de confianza entre los integrantes del conjunto social, confianza que a su vez permite la reproducción y consolidación de relaciones sociales no exclusivamente eventuales y desiguales como las que propone el neoliberalismo, sino principalmente electivas y estables. Acercándonos a la obra de Vilas, agregamos: “la confianza se basa en valores y normas compartidas, y en las expectativas de que todos los integrantes cumplan con lo que, de acuerdo con esos valores y normas, es de esperarse de ellos, a pesar de las diferencias de opinión o de enfoque que siempre existen respecto de una variedad de asuntos o incumbencia colectiva. (…) Sin confianza, la vida en sociedad sería prácticamente imposible” (Vilas, 2013).

Es justamente la corrupción una de las debilidades que, sin obviar su utilización como arma de persecución política por parte de los medios hegemónicos y un sector del poder judicial servil –lo cual será tratado en nuestra próxima entrega–, debilita a un proyecto nacional y popular. Por ello, el frondoso conjunto de avances en lo político, social, cultural, económico, laboral e inclusivo no puede esconder el árbol de la corrupción en el bosque de la ampliación de derechos.

Al contrario de la “sociedad de mercado”, donde la consustancialidad al neoliberalismo de la corrupción es exponencial, en lo nacional popular –donde priman las participaciones y articulaciones colectivas como estructurantes sociales de un proceso democratizador amplio– ella se caracteriza por su contingencia: los hechos de corrupción son posibles, pero también es posible que no se cometan, pues existen alternativas u otras posibilidades o formas de contender con un fenómeno complejo. Su carácter factual contingente, por ende, no programado, implica que no sigue un camino uniforme o lineal preestablecido. Hechos como el “revoleo de bolsos”, por cierto, escandaloso, no por ello deja de ser un acontecer irregular contingente.

En el proyecto nacional y popular la corrupción distorsiona al proyecto mismo, lo hiere. Su mayor daño lo ocasiona a la esencia del modelo, porque desvía fondos que tendrían por destino ensanchar el bienestar general hacia bolsillos particulares. Pero esta presencia, si bien puede debilitar el proyecto, hacerlo blanco de las élites hegemónicas –fundamentalmente, reitero, a través de los medios de comunicación–, no por ello lo anula o invalida. Hablar del menoscabo que el proyecto nacional y popular se auto-inflige con actos de corrupción debe entenderse como perjuicio a la sociedad en general, pero también particularizado a todos aquellos que ven cuestionadas de esta manera sus convicciones o ideales.

Para que el “volver para ser mejores” no sea una arenga ilusoria y se consolide en la práctica, no resulta plausible solamente lanzar al aire pretensiones y aspiraciones de transparencia sin sentido de orientación. Por el contrario, es valioso profundizar en las singularidades que muestra la corrupción y, a partir de ello, forjar las proposiciones que permitan abrirse paso en los entramados corruptos y reducir su poder de daño. Es un desafío que, por las ilaciones postuladas, un proyecto nacional popular –dada su matriz identitaria– está en condiciones de afrontar con éxito.

En los párrafos siguientes compartimos algunas consideraciones enmarcadas en los postulados precedentes, pero previo a ello haremos algunas reflexiones en torno a la corrupción que instalan las élites personeras del neoliberalismo. Veamos: grupos económicos como Macri, Fortabat, Bunge & Born, Bulgheroni, Pérez Companc, Rocca, Soldati o Pescarmona, que oportunamente contrajeron sumas exorbitantes de deuda privada durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), se vieron beneficiados con su estatización por medio de seguros de cambio, y son algunos de los grupos económicos que luego aportaron sus gerentes y asesores letrados –que durante años habían litigado contra el Estado– durante la década del 90 para elaborar los marcos normativos de la llamada “reforma del Estado” –en la práctica, desguace del Estado– y que posteriormente se quedarían con muchas de las empresas nacionales privatizadas o servicios tercerizados. Ya entrado el siglo XXI, la revista Forbes (2014) publicó, entre las 2.000 personas más ricas del mundo, el nombre de varios argentinos: Carlos y Alejandro Bulgheroni (Bridas y Panamerican Energy), Paolo Rocca (Techint), Gregorio Pérez Companc, Eduardo Eurnekián (Corporación América y AA 2000) y María Inés de la Fuente (heredera de Amalia Lacroze de Fortabat, Loma Negra)” (Rovelli, 2017). No causará ninguna sorpresa entonces que en el gobierno de Mauricio Macri alrededor del 30% de los principales cargos –entre los que resaltan ministros, secretarios y subsecretarios– aparezcan quienes fueran CEO(s) de Shell, Exxon, PAN American Energy, Techint, Bridas, Loma Negra, Farmacity, La Anónima, IBM, LAN o General Motors. Si repasamos los nombres de las empresas y de sus principales accionistas, la coincidencia repetitiva no sorprenderá. Se trata del elenco estable de los que siempre ganan (Suárez, 2018).

¿Qué nos dice esta enunciación? Primero, que “de todos los grupos sociales con fuertes intereses, las empresas son la que disponen de más recursos para gastar y también cuentan con diversos medios para influir a su favor en [el proceso político y de políticas públicas], entre los cuales podemos señalar: (…) contribución a campañas electores, contactos personales y políticos y corrupción” (Stein, 2006: 98). Por ello, con la vista puesta en nuestro país, Freytes sostendrá que uno “de los legados de la dictadura fue la consolidación de un pequeño grupo económico doméstico de favorecidos” (Freytes, 2013: 355).

Lo segundo, es que estos favorecidos tienden a consolidarse en el tiempo, pues aquel que ha logrado esa posición de privilegio cuenta con mayores posibilidades de mantenerla y reproducirla, e incluso de transferirla a futuras generaciones. El recorrido histórico y algunos actores intervinientes verificados permiten colegir que este proceso de traslación de la riqueza habida corruptamente –o ilegítimamente– de una generación a otra origina la existencia y la vigencia de grupos privados que construyen su fortuna a la sombra del poder y que se convierten con el tiempo en poderosos agentes corporativos económicos del país. La perpetuación de la desigualdad manifiesta de esta manera su máximo esplendor.

Ahora, estos grupos favorecidos, devenidos en verdaderas élites, no son pétreos, pues en ellos denotamos un proceso evolutivo que transita desde la “élite económica” –grupos empresarios nacionales y multinacionales como los señalados– pasando por la “élite política” –en la década del 90 a través del enmascaramiento en los partidos políticos clásicos primero, para luego ir hacia una configuración partidaria propia. La existencia de una no invalida a la otra, se da como un proceso de fusión que desemboca en la configuración actual de una “élite atrapa todo” con una doble composición: económica financiera y político institucional, que logra de esta manera extender el mercado, sus reglas y lógicas en todos los ámbitos sociales, reclutando en él amplísimos actores y sectores, incluido el Estado mismo. Es decir, estas “élites atrapa todo”, se apropian de lo público y formalizan un marco jurídico institucional favorable a sus intereses, fagocitan al poder público y afectan los procesos institucionales del Estado en procura de mayores ventajas que acrecienten sus ya desproporcionados dividendos. Esta mecánica se asemeja a una “infiltración del Estado” en los ámbitos de decisión de alto nivel gubernamental y en las más variadas áreas, que por medio de ese posicionamiento implementan un marco jurídico-institucional amigable a su interés. Es decir, ya no se necesitarían “sobornos” para influir en el espíritu del funcionario y movilizarlo a realizar actos que beneficien a determinados sectores o actores. Por el contrario, este doble estándar asegura de por sí prerrogativas, privilegios y exenciones. Esta infiltración del Estado permite la captura de la decisión estatal por parte de estas “élites atrapa todo”, dando lugar a políticas públicas que reflejen las demandas del mercado y la satisfacción de sus propios intereses.

Esta situación es lo que lleva a Ferrer a sostener que “la brecha (entre modelos) es significativa en todos los indicadores económicos y sociales, así como en el problema de la corrupción. En el modelo nacional y popular, la corrupción es vernácula: se manifiesta principalmente en ilícitos vinculados a transacciones en el mercado interno. En el neoliberalismo es cipaya, porque tiene lugar principalmente a través de la especulación financiera con el exterior y la extranjerización de la explotación de los recursos naturales y los servicios públicos. Es decir, agrede la soberanía. Por su magnitud y consecuencias colaterales, la corrupción y el ‘capitalismo de amigos’, propios del modelo neoliberal, son mucho más graves que los ilícitos vernáculos, característicos del nacional y popular” (Ferrer, 2016).

Justamente este proceso de formulación de políticas públicas resulta útil para notar las diferencias entre la corrupción llevada adelante por esas “elites atrapa todo” y la que podría aparecer en un proyecto nacional y popular, donde la aparición de corrupción tiene un carácter factual contingente, y por ende, no programado. Eso implica que no sigue un camino uniforme o lineal preestablecido y abarcativo de todos los ámbitos sociales, sino más bien que se aprovecha de “zonas liberadas conformadas por espacios en que las autoridades políticas y estatales comercian la suspensión de la aplicación de la ley a cambio de recursos” (Dewey, 2018) y del que forman parte indisoluble el sector privado.

Si entendemos la formulación de políticas públicas como el proceso dinámico de discusión, aprobación e implementación de las políticas públicas que se desarrolla sobre escenarios en el que participan distintos actores estatales –presidentes, legisladores, partidos políticos, jueces, gobernadores, burócratas– o privados –medios de comunicación, empresarios, sindicatos, iglesia, miembros de la sociedad civil, etcétera–, pudiendo estas arenas ser formales –como el Congreso de la Nación– o informales –espacios públicos, la calle, etcétera– y más o menos transparentes (Stein, 2006: 18; Stein y Tommasi, 2006: 400), es necesario que estas interacciones tengan reglas a las que acomodarse. Es decir, las reglas del juego de esta interacción entre actores dependerán del contexto institucional y legal, lo cual no generaría contrariedades, pero también dependerán de las normas no escritas que regulan el proceso político (Shepsle, 2016) y que suelen disimular los contactos detrás de bambalinas, ámbito opaco y por ello de preferencia para la corrupción.

Esto deja ver la posible existencia simultánea de dos procedimientos que regulan el accionar de los integrantes de una organización pública o privada: uno formal, sustentado en las normas internas escritas que guían el accionar del agente –roles, derechos, obligaciones, principios, garantías, potestades, atribuciones, misiones, funciones– y que detectamos en los textos jurídicos, en los reglamentos internos, en los diseños funcionales y de puestos y otro informal, con efectiva vigencia real, al que las acciones se adecuan al margen de dichas prescripciones y que son los que habilitan la ocurrencia de la corrupción. En los escenarios en los que se desenvuelve el proceso de formulación de políticas participan actores formales que desempeñan roles y funciones definidas constitucional o legalmente, pero que sin embargo no siempre se comportan con apego a los roles, funciones o instrucciones asignados, ya sea por asumir responsabilidades adicionales, por no cumplir con las previstas o directamente por evadirlas y que, a su vez, interactúan con actores informales que suelen cumplir funciones importantes en dicho proceso, aun cuando no tengan asignadas constitucional o legalmente tales funciones: entre estos jugadores, las empresas (Stein, 2006). Éstas no sólo pueden sortear el cumplimiento de lo constitucional o legalmente establecido o desapegarse de los procedimientos, costumbres o usos legitimados como correctos para la actividad empresarial de que se trate, sino que, como menciona Shepsle (2016), incluso pueden postergar sus preferencias ideológicas y morales a favor del intenso deseo de mejorar su situación económica.

Si bien en la mayoría de las conceptualizaciones sobre la corrupción los actos que la visibilizan y su tratamiento mediático se asienta en lo público y no en el empresariado –lo cual no deja de ser llamativo, pues los gobiernos y sus funcionarios, cualquiera que sea su pertenencia política, pasan– muchas de las empresas que se vinculan con el Estado y conforman la “patria contratista” siguen siendo las mismas desde hace décadas. En realidad, en la oportunidad de negocio que permite acceder a un mercado o a una excepción, el gran beneficiario siempre es la elite económica. Se trata del poder más estructural, el que permanece más tiempo. Las élites económicas tienen cada vez más poder, concentran más riqueza, inciden en mayor proporción que cualquier otro actor en la distribución del ingreso. El reparto de riqueza es cada vez más desigual, en especial en América Latina. Ello hace que un eficaz combate contra la corrupción no alcance con el poder político, sin una participación activa y decisiva de diversos actores sociales como mecanismo de equilibrio con los poderes económicos concentrados. En definitiva, si bien la foto mediática muestra al actor público, constantemente detrás de la maniobra corrupta está la connivencia del sector privado, apoyado en la ostentación de un poder que le resulta favorable. Detrás de la foto siempre está la mano invisible –pero con dinero– del empresariado.

Estas reflexiones, acompañadas de exploraciones de escenarios y arenas de actuación, fundamentalmente en los que se da la interacción entre el sector público y el empresariado, permite delinear un “mapa de amenazas”, entendido como un instrumento de detección de riesgos de corrupción, consistente en una herramienta que, a modo de coordenadas, provee información que permite identificar e individualizar factores, áreas vulnerables, puntos débiles o fallas en los que puede darse la corrupción.

Distintos trabajos nos han permitido visualizar diferentes escenarios que pueden conformar zonas liberadas o más sensibles a la comisión de prácticas corruptas: Obras Públicas, Salud, Educación, Desarrollo Social y el área de habilitaciones, controles y fiscalizaciones suelen verse involucradas en estas cuestiones. La magnitud presupuestaria que se les asigna va generando una posibilidad mayor de negociados, toda vez que ese volumen dinerario permite disimular tales actos con mayor probabilidad de éxito (Suárez, 2005, 2017, 2018).

Para ir concluyendo, no podemos obviar la existencia de diversos factores que coadyuvan a la producción de actos corruptos, como pueden ser los personales: deshonestidad personal, ambición, necesidad económica, oportunidad, entre otros. En ese sentido, las probabilidades de predecir una conducta corrupta de alguna persona son muy limitadas, porque si bien toda organización se compone de personas interdependientes, ellas tienen expectativas, intereses y hasta valores divergentes. En consecuencia, sus decisiones individuales pueden resultar impredecibles e incluso sorprendentes, en el sentido de no ser lo esperable. Generalmente, si bien difícil de detectar, se trata más bien de una corrupción de pequeña escala, debido tanto a los actores involucrados como a los montos en juego, pero no por ellos menos digna de atención. Pero es la vinculación entre las élites económicas –apréciese que no estamos hablando de las “élites atrapa todo” del neoliberalismo– y el funcionariado de alta jerarquía la que puede devenir en fuente de una corrupción dañina –no sólo en cuanto a los montos que están en juego, sino en su capacidad de deteriorar el proyecto político. Ya no hablamos de actos individuales –quizás aleatorios u ocasionales–, sino de zonas liberadas en las que puede darse una sistematización aceitada de la corrupción.

En definitiva, desde posiciones opuestas tenemos, por una lado, que la fingida lucha contra la corrupción y la retórica acerca de la transparencia ha sido en el período 2015-2019 un pasaporte de presentación de la “élite atrapa todo” ante el mundo, ya sea como carta de ingreso al mercado y expansión de sus lógicas, o bien como medio de cumplir las exigencias requeridas por los organismos multilaterales de crédito para acceder a los cuantiosos fondos que han engrosado de manera descomunal la deuda externa. Pero, a la inversa, el combate a la corrupción y la transparencia son herramientas para concretar aquello de “ser mejores”, y por ende un sostén para mejorar la calidad de vida de la comunidad y perfeccionar la estructura política, social y económica, lo cual conlleva la asunción de una posición autonómica frente a esas élites económicas y financieras, y de construcción hegemónica propia, opuesta a la hegemonía de las “élites atrapa todo”.

 

Bibliografía

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Antón Morón A (2015): Acerca del populismo. Polarización, hegemonía y ambigüedad ideológica. Cuaderno de Trabajo, Universidad Autónoma de Madrid.

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Freytes C (2013): “Empresarios y política en la Argentina democrática: actores, procesos y agendas emergentes”. SAAP, 7-2.

Mouffe Ch (2014): Agonística: pensar el mundo políticamente. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Perón JD (2014): Comunidad Organizada. Buenos Aires, Biblioteca del Congreso de la Nación.

Rovelli H (2017): “Una burguesía nacional rentista y subordinada al capitalismo internacional”. En El Neoliberalismo Tardío. Teoría y Praxis. Buenos Aires, FLACSO.

Shepsle K (2016): Analizar la política: comportamientos, institucionalidad y racionalidad. México, Biblioteca del CIDE.

Scartascini C, P Spiller, E Stein y M Tommasi (2011): El juego político en América Latina. ¿Cómo se deciden las políticas públicas? Bogotá, BID.

Stein E (2006): La política de las políticas públicas: progreso económico y social en América Latina. México, BID.

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Vilas CM (2013): El poder y la política. El contrapunto entre razón y pasiones. Buenos Aires, Biblos.

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