El dispositivo de poder neoliberal y sus efectos subjetivos en el actual contexto de pandemia

El neoliberalismo no es sólo una doctrina económica, sino que constituye un vasto entramado cultural, político e ideológico que extiende la lógica de la mercantilización a todas las esferas de la vida social. La agenda que subyace es la de un proyecto de sociedad y de ser humano funcional por completo al sistema económico imperante. En este sentido han sido reveladoras las palabras de Margaret Thatcher, una de las figuras más representativas del neoliberalismo a nivel político: “La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma” (citado en Harvey, 2009: 9). La matriz cultural neoliberal opera como dispositivo biopolítico y psicopolítico productor de una subjetividad alienada.

Son varios los teóricos que han dado cuenta de esas estrategias dirigidas de manera preponderante a producir una modelización subjetiva consonante con el aparato económico. Foucault (2007) caracterizó esa producción de subjetividad como “empresario de sí”, que dirige su propia vida como una empresa, o aplica a su propia existencia los principios de la administración racional del trabajo inventados dentro de la empresa capitalista. Marcuse (1993) hizo referencia al “hombre unidimensional”, caracterizado por la ausencia de pensamiento crítico y capacidad para la acción colectiva revolucionaria, un producto de la sociedad industrial avanzada atrapado en la lógica de la circulación de mercancías cada vez más novedosas y en la manipulación de los medios de comunicación. Más recientemente, Han (2014) alude al “sujeto del rendimiento” que se auto-explota creyéndose libre de toda coacción externa y que vive en pos de un ideal de productividad y positividad ilimitadas. Estas son algunas de las facetas en las que se muestran las transformaciones subjetivas a tono con los discursos mercantilistas que imperan en la época.

El sostenimiento y la legitimidad de las políticas neoliberales se funda en sutiles estrategias de manipulación que apuntan a mostrar que este estado de cosas es el único posible y deseable, y a producir trabajadores-consumidores dóciles, dejando la exclusión como destino de grandes masas de población. De acuerdo a Harvey (2009), “el neoliberalismo se ha convertido en un discurso hegemónico con efectos omnipresentes en las maneras de pensar y las prácticas político-económicas hasta el punto de que ahora forma parte del sentido común con el que interpretamos, vivimos y comprendemos el mundo”. En las páginas subsiguientes se analizarán sus efectos a nivel socioeconómico y subjetivo en el contexto de pandemia.

 

La política de la muerte y la banalización del mal

Las políticas neoliberales suelen ser definidas como políticas económicas de exclusión (Salama, 2003), cuyo total fracaso se advierte en una agudización de las desigualdades sociales. Sin embargo, sería quizá más adecuado definirlas como políticas de muerte. Los gobiernos de corte neoliberal, tanto en nuestra región como en el resto del mundo, han evitado adoptar estrategias de contención del contagio del COVID-19 y de cuidados de la salud pública, porque tales medidas paralizarían la economía, lo cual pone de relieve la verdad de esta forma salvaje del capitalismo: solo importa la producción y la vida es secundaria.

Lo propio del capitalismo neoliberal es la mercantilización extrema de la vida humana. De allí los discursos que rezan “que se mueran quienes tengan que morir” o “los viejos viven demasiado”. Cuando pensamos en la situación de las personas mayores y los pobres, que son más vulnerables al COVID-19, es evidente que en esas palabras se oculta –y no demasiado bien– la idea latente de un genocidio, donde quienes sobreviven “son los mejores o los más aptos”… léase: quienes pueden permanecer en sus casas o en sus countries, o ir a buscar sus vacunas a Miami. “El darwinismo social, es decir, la idea de la supervivencia del más fuerte en un escenario de una competencia feroz, es una concepción pseudo científica que forma parte de la matriz neoliberal de la cultura. Si en la primera mitad del siglo XX sirvió para justificar prácticas eugenésicas y genocidios, en el contexto actual de la pandemia sirve para justificar el abandono a su suerte de los sectores más débiles de la población: los ancianos y los trabajadores informales” (Flax, 2021: 14).

El neoliberalismo instala una cultura de muerte cuyas consecuencias son devastación económica, social y ecológica y arrasamiento subjetivo. Sin embargo, una cuestión paradójica a analizar es por qué estas consecuencias no generan efectos de movilización social proporcionales a su gravedad, y más sorprendente aún es que sectores pertenecientes a las clases trabajadoras muchas veces adhieren a esas políticas y, en definitiva, a esa visión deshumanizada del mundo. La respuesta se encuentra en una extensa operatoria de manipulación ideológica.

En La banalización de la injusticia social Cristophe Dejours (2006: 17) se pregunta por qué el sufrimiento de los excluidos no suscita indignación social, protesta, ni llama a la acción colectiva. La respuesta a este interrogante está dada por la pregnancia y el éxito del discurso economicista, que atribuye todo el sufrimiento a “la causalidad del destino y niega la responsabilidad y la injusticia en el origen de dicho malestar, el cual tiene la adhesión masiva de nuestros conciudadanos, con su corolario, la resignación o la ausencia de indignación y de movilización colectiva”. La adhesión acrítica e irreflexiva al discurso economicista sería una manifestación del proceso de “banalización del mal”. Banalidad del mal es un concepto acuñado por la filósofa alemana Hannah Arendt (1969) para describir cómo un sistema de poder político puede trivializar el exterminio de seres humanos cuando se realiza como un procedimiento burocrático, y donde desde las estructuras de un poder totalitario conforman sujetos incapaces de pensar sobre el sentido moral de sus actos, alienados a tal punto que la interiorización del deber y la obediencia a un régimen los llevan a justificar como normal el exterminio o la eliminación de otras personas. Si bien los análisis de Arendt se refieren al nazismo y pueden aplicar a otras formas de totalitarismo, es válido sostener de la mano de Dejours que la banalización de la injusticia social es claramente una forma de banalidad del mal. Retomando el análisis que realiza este autor: “La exclusión y el malestar infligidos a otros en nuestras sociedades, sin movilización política contra la injusticia, estarían vinculados precisamente a una separación entre malestar e injusticia bajo los efectos de la banalización del mal en el ejercicio de los actos civiles ordinarios por quienes no (o todavía no) son víctimas de la exclusión, pero que contribuyen a excluir y agravar la infelicidad de partes cada vez más importantes de la población” (Dejours, 2006: 17).

 

La superfluidad del semejante

En la indiferencia ante las condiciones de vida de los sectores más vulnerables opera una violencia silenciosa a la cual estamos acostumbrados, que no se cuestiona, que no se ve. El entorno individualista en el que vivimos nos hace ajenos ante esa realidad que se termina naturalizando. Individualismo, exitismo, meritocracia y toda una mitología sobre el self made man son discursos legitimadores del sufrimiento de los otros y propulsores de una forma de exclusión que redobla la exclusión económica. No solo los excluidos lo están del circuito de la producción y del consumo, y del acceso a derechos fundamentales para la vida, sino que también se busca excluirlos de la mirada de sus semejantes, borrarlos del campo discursivo.

En estas formas de violencia social no puede ubicarse de manera directa al agente, y por eso quedan invisibilizadas. Solo se hace patente la violencia –ideologizada– que reparten los medios de comunicación, que insisten hasta el hartazgo en el aumento de la inseguridad ciudadana como un modo de encubrir el aumento real de la inseguridad social –es decir, el peligro de exclusión. El hecho de considerar a los colectivos más vulnerables como amenazantes es parte de la misma estrategia ideológica que apunta a aislar a los sujetos, (de)subjetivar, banalizar el sufrimiento y encubrirlo bajo discursos moralizadores (Farré y Jaureguiberry, 2018). Estas formas de violencia social no inmediatamente perceptibles son manifestaciones de la complicidad de la sociedad con un sistema que arrasa con la vida de miles de seres humanos.

En este sentido es interesante la distinción que hace Slavoj Žižek (2009) entre violencia subjetiva y violencia sistémica. Si la violencia subjetiva permite delimitar claramente a quien la ejerce, castigarlo y “demonizarlo”, la violencia objetiva está arraigada a los orígenes mismos del sistema capitalista, le es propia, pero es difícil de delimitar porque “esta violencia ya no es atribuible a los individuos concretos y sus intenciones, sino que es puramente objetiva, sistémica, anónima” (Žižek, 2009: 23). Esa violencia se disemina y permea el campo social y por lo tanto a las visiones del mundo de los propios sujetos. Una de sus peores manifestaciones es la indiferencia, donde nuestros semejantes se convierten en meros números, datos, daños colaterales, o incluso enemigos. Verdadera banalidad del mal.

En la obra antes mencionada, Arendt denuncia como fuente de esta banalidad del mal a la imposibilidad de pensar desde el punto de vista ajeno, del desconocimiento del otro, y también a la razón instrumental, el ideal de eficiencia propio del capitalismo, cuyo correlato es la naturalización del sufrimiento resultante de transformar cualquier injusticia en un producto necesario del sistema. Correlativamente, se crea un entramado ideológico discursivo cuya finalidad es la legitimación de la injusticia, dotando a aquellos grupos que las padecen de características negativas. Mecanismo denegatorio que torna a quienes son víctimas de todos los males sociales en sus encarnaciones. Porque ahí está el fondo de la cuestión: la exclusión social como categoría implica –construcción ideológica mediante– un estatuto del ser. No se trata de lo que hacen o de lo que no hacen, ni de lo que tienen o no, se trata de lo que son. Al catalogar a un determinado grupo de personas como “delincuentes”, “vagos” o “planeros”, se instituye un sentido que socialmente se cristaliza, se convierte en parte del sentido común y se repite acrítica e irreflexivamente en palabras y en actos, volviéndose la ciudadanía un engranaje de una maquinaria ciega que busca negar constantemente derechos como la libertad, la igualdad, o la vida.

 

La subjetividad neoliberal

Tal como fuera mencionado, en la estructura capitalista actual en su vertiente neoliberal no solo se busca la concentración de la riqueza en oligopolios económicos, sino que supone también una voluntad de globalización de sus valores, apropiándose de la vida en general y de la subjetividad en particular, en lo político y en lo simbólico. En La era de la desolación (1999) el filósofo argentino Dardo Scavino señala que desde el poder se desarticulan los lazos sociales, reemplazándolos por la competitividad, el individualismo y la percepción del semejante como enemigo. Dicha operatoria no busca solo maximizar las ganancias que puede extraer de los sujetos en su calidad de fuerza de trabajo y consumidores: busca también romper todo lazo de solidaridad y toda pertenencia de clase social, como un modo de limitar el poder de la acción colectiva. El sujeto neoliberal, el empresario de sí que se gestiona como una empresa y busca capitalizarse de manera constante, no cree en la lucha de clases, ni siquiera en la existencia de clases. Vive en pos de un ideal de productividad y positividad ilimitadas (Han, 2014) alimentado por discursos vaciados de toda acción política. Es el que se suma al coro del “sí, se puede” y suprime toda negatividad, quemando barbijos y clamando por su libertad de ir de shopping. Cree que es libre mientras se autoexplota para no convertirse en un excluido más. Es sujeto ideal del neoliberalismo porque es incapaz de cualquier tipo de acción transformadora.

La participación, el interés y el compromiso político exigen un sentido de lo social que actualmente encuentra obstáculos para su construcción. Exigen además conciencia de clase, ya que la pérdida o disminución de la conciencia de clase no es un hecho menor como mecanismo de sostén y legitimación. Impulsando desde los discursos hegemónicos –individualizantes y moralizadores– a ciertos segmentos de la clase trabajadora a constituir en enemigos públicos a quienes se encuentran en condiciones de exclusión, se pierde toda posibilidad de lucha colectiva. En La nueva lucha de clases, Žižek (2016: 74) dice: “La tarea de la izquierda es amalgamar la clase transformadora”. La lucha de clases es el antagonismo fundamental que subyace a buena parte de los conflictos que se presentan en lo social. Propone Žižek en esta obra modificar radicalmente la relación que tenemos con los más vulnerables: no deben ser tratados como seres débiles y oprimidos, sino que deben ser tratados como compañeros de lucha con quienes pensar caminos conjuntos en la lucha revolucionaria. Es importante destacar que para Žižek la lucha de clases se identifica con un momento de la dialéctica hegeliana: el reconocimiento. Por vía de la lucha de clases, la distinción interior-exterior, inclusión-exclusión, se disuelve y se abre la posibilidad a un espacio de reconocimiento mutuo. Tal vez este sea el único camino que nos permita transitar el largo trecho que va de “mi vecino es mi enemigo” a “la patria es el otro”.

 

Palabras finales

El lazo social como fundamento de toda acción política es una amenaza para el mercado. Por eso se instaura como característica fundamental de la subjetividad contemporánea al “individualismo”, cuando la política se encuentra exactamente en el extremo opuesto: el de la solidaridad y el compromiso social. En el actual contexto de pandemia el neoliberalismo busca crear una ficción de sociabilidad encarnada en los runners, la asistencia a shoppings y a bares, que se opone a la noción de real lazo social, en tanto construcción colectiva que se sostiene en el cuidado del otro. Por paradojal que suene, la mayor muestra de solidaridad y lazo social hoy es quedarse en casa: “Es difícil pasar por alto la suprema ironía del hecho de que lo que nos unió a todos y nos empujó a la solidaridad global se expresa a nivel de la vida cotidiana en órdenes estrictas para evitar contactos cercanos con los demás, incluso para aislarse” (Žižek, 2020: 25).

Esta es una paradoja de la libertad: para los teóricos liberales, la libertad es hacer “cualquier cosa”, siempre y cuando ese “cualquier cosa” respete las necesidades del mercado. Cuando en una sociedad democrática, la libertad es un derecho fundamental que como todo derecho –como todo producto simbólico capaz de regular y sostener la vida humana– se construye con otros e implica limitaciones. Pero no hay que perder de vista que la ley encarnada por el Estado siempre va a entrar en contradicción con la ausencia de ley propia del mercado. De allí los ataques feroces y constantes a cualquier tipo de política de cuidado de la salud que pueda afectar a la producción. Así hay quienes salen a hablar de “infectadura”, buscando mostrar las medidas de prevención como una suerte de estado de excepción arbitrario y totalitario, cuando dichas medidas son expresión del funcionamiento de la ley y de la existencia de un contrato social que se opone al “sálvese quien pueda”. Nada va a cambiar si seguimos comprando el discurso del “sálvese quien pueda”, porque al final del día –al paso que va nuestro mundo– no se va a salvar nadie. La crisis que representa la actual pandemia debería dejar como saldo a nivel global una profunda transformación de este modelo de explotación de la humanidad y depredación ambiental, pero para ello es necesario pensar en otros, con otros. Parece una cosa simple, pero en un mundo plagado de ¿información?, objetos de consumo e incertidumbre, la vida, los seres humanos y sus sufrimientos se convierten en meros datos que no llaman a la reflexión. Por ello quizá hoy no haya acción más revolucionaria que recuperar el pensar críticamente, colectivamente, como precondición para cualquier acción transformadora.

 

Bibliografía

Arendt H (1951): Los Orígenes del Totalitarismo. Madrid, Alianza, 2006.

Dejours C (2006): La banalización de la injusticia social. Buenos Aires, Topia.

Farré J y X Jaureguiberry (2018): Cuestión social, políticas neoliberales y subjetividad. ConCiencia Social, 3.

Flax J (2021): “La matriz neoliberal y la pandemia”. Erasmus, 23.

Foucault M (2007): Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires, FCE.

Han B (2014): Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas formas técnicas de poder. Barcelona, Herder.

Harvey D (2009): Breve historia del neoliberalismo. Madrid, Akal.

Marcuse H (1993): El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Buenos Aires, Planeta.

Salama P y J Valier (1994): Neoliberalismo, pobrezas y desigualdades en el tercer mundo. Buenos Aires, Ciepp.

Scavino D (1999): La era de la desolación. Ética y moral en la Argentina de fin de siglo. Buenos Aires, Manantial.

Žižek S (2020): “El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill”. En Sopa de Wuhan. Buenos Aires, Aspo.

Žižek S (2016): La nueva lucha de clases: los refugiados y el terror. Barcelona, Anagrama.

Žižek S (2009): Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires, Paidós.

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