Algunas lecturas del Papa Francisco sobre el Estado Liberal de Derecho en tiempos de la “Aldea Global” en su viaje por Chipre y Grecia, diciembre de 2021

En uno de los discursos pronunciados por el Papa Francisco en su visita a Chipre y Grecia, dijo: “Ciudadanos, aquí el hombre tomó conciencia de ser ‘un animal político’ (Aristóteles, Política, I, 2) y, como parte de una comunidad, vio en los otros no sólo sujetos, sino ciudadanos con los que organizar juntos la polis. Aquí nació la democracia”.[1] A los lectores y las lectoras, estas palabras pueden sonar conocidas y hasta cotidianas: miles de veces políticos, periodistas y demás comunicadores se refieren de esta manera a la democracia. Sin embargo, me atrevería a afirmar que buena parte de ellos poco han comprendido –o han comprendido de forma errónea– estas ideas. Como en otros discursos y cartas encíclicas –Laudato Si’, Sobre el cuidado de la casa común (2015) o Fratelli Tutti, Sobre la fraternidad y la amistad social (2020)– el Papa Francisco define a la libertad, al Estado y a la democracia desde una concepción radicalmente diferente –y hasta se podría decir opuesta– a como son definidos estos tres elementos desde la concepción liberal, progresista y posmoderna hegemónica hoy en los principales medios de comunicación –radiales, televisivos, redes sociales, plataformas de información, etcétera. Escribe el Papa Francisco (2020: 12) en Fratelli Tutti: “¿Qué significan hoy algunas expresiones como democracia, libertad, justicia, unidad? Han sido manoseadas y desfiguradas para utilizarlas como instrumento de dominación, como títulos vacíos de contenido que pueden servir para justificar cualquier acción”.

En el presente trabajo se intentará realizar una rápida exploración por algunas cuestiones referidas al pensamiento del Papa Francisco en torno a estos temas.

 

La democracia y el Estado Liberal de Derecho

En buena parte de los países occidentales rige el llamado Estado Liberal de Derecho, que poco o nada tiene que ver con la democracia ateniense o las formas de participación asamblearia de las comunidades aldeanas de –como decía el historiador francés Fernand Braudel– “el mundo del Mediterráneo” antiguo, feudal o moderno.[2] El Estado Liberal de Derecho es un tipo de Estado que se expande por Europa en las mochilas de los soldados de Napoleón tras la Revolución Francesa. En realidad, la Revolución de 1789 termina de consolidar una serie de transformaciones inauguradas durante la Revolución Inglesa (1642-1688), en donde los burgueses anglosajones deponen al Rey Carlos I de Inglaterra para constituir un Estado a imagen y semejanza de sus intereses. Así lo demuestra el aluvión de leyes que favorecieron los cercamientos de las tierras baldías, alodiales y bosques de aprovechamiento comunal, terrenos que pasaron a manos de la burguesía criadora de ovejas –para fabricación de sus tejidos– (Trías, 1969; Hobsbawm, 1982; Hill, 1983; Campagne, 2005; Methol Ferré, 2009; Gullo, 2016) o las leyes de comercio marítimo como “el libro negro del almirantazgo”, todas ellas acciones que motorizaron la expansión, la conquista y la colonización de territorios a lo largo y ancho del mundo (Serna Vallejo, 2017; Truyol y Serra, 1957; Di Vincenzo, 2021). En consecuencia, en Francia, la originalidad de sus burgueses fue tan sólo la de constituir un Estado Nación Liberal (Rosanvallon, 2007). La llamada Modernidad, lejos de liberar al ser humano de un mundo de ataduras, nació a partir del sometimiento de los sectores sociales del trabajo –con la prohibición de gremios y sindicatos decretada por los revolucionarios franceses: Ley Le Chapelier de 1791 (Buela, 1982)– y de los demás pueblos del planeta, como lo manifiestan los mismos jacobinos con su invasión e intento de saturación de la Revolución Haitiana de 1791-1804 en nuestra América (Gruner, 2015: 1-5). La Revolución Francesa consolida el poder político del sector del capital –mercantil, financiero, colonizador, esclavista y explotador– pero además para nosotros constituye el afianzamiento de la explotación de una serie de Estados Nación del Atlántico Norte –Reino Unido, Francia, Holanda, Bélgica, Estados Unidos– sobre el resto del mundo occidental. Ese resto que será llamado a lo largo del tiempo de muchas formas: “países atrasados”, “periferia”, “tercer mundo”, “colonias y semicolonias”, en definitiva, como escribe Frantz Fanon (1961), quienes de ahora en más serán “los condenados de la Tierra”.

Ahora bien, desde 1789 hasta nuestros días en la historia hubo otros tipos de Estado. Por ejemplo, en Argentina, hacia mediados del siglo XX surgió el Estado Social. ¿Cómo es esto?

Cómo lo señala el historiador y filósofo Héctor Muzzopappa (2015), las dictaduras en países como Argentina tuvieron como objetivo fundamental destruir al Estado Social surgido a partir de la Revolución de los Coroneles de 1943 y que se implementó con todo su potencial durante los tres gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1952, 1952-Golpe de Estado de 1955 y 1973-Golpe de Estado de 1976), para volver a instaurar el Estado Liberal. Bombardeos, fusilamientos, persecuciones, secuestros y sucesión de proscripciones de partidos de base popular fueron diferentes acciones que lograron demoler las bases de sustentación del Estado Social, hasta el punto de redefinir y resignificar términos claves como el de “libertad”.

Mientras que durante el Estado Social Peronista una persona no podía ser libre si vivía en una comunidad que no lo era, en el Estado Liberal de Derecho posterior a 1955 –y a 1983– la libertad se redefine como “el poder hacer lo que se quiere”: es una actitud, una cualidad, que se encuentra más allá de cualquier vínculo social. En Argentina, luego de la eliminación física de personas y la desestructuración de las organizaciones libres del pueblo –sindicatos, gremios, agrupaciones militantes, cooperativas, mutuales– se volverá con la vuelta de la democracia en 1983 a un punto cero: en pocas palabras, tan sólo se requerirán las condiciones más elementales del ser humano como especie, se exigirá aquello que comúnmente se menciona como “derechos humanos”. Este escenario se ensambla con una nueva fase de avanzada del poder del sector del capital de los Estados Nación del Atlántico Norte (OTAN: poder mercantil, financiero, negrero, colonizador, explotador. Como consecuencia, a partir de 1983 con el gobierno de Raúl Alfonsín se implanta un nuevo proceso histórico no colectivo, no comunitario y no solidario, donde no importan ya la historia, la memoria o la tradición nacional, sino que se ponderan valores universales, aunque todos ellos han sido escritos por los cultures de la OTAN. Subrayo: no es que no existan; de hecho, a fuerza de una lucha constante, resistencia y sacrificios, las organizaciones libres del pueblo –sindicatos, gremios, mutuales, cooperativas, economías populares y demás emprendimientos comunitarios y solidarios– siguen existiendo en estos tiempos oscuros.

Asistimos a un momento en que se ponderan los derechos humanos, pero tales conquistas, derechos y valores son únicamente aquellos que son funcionales a esa alianza transnacional, reconfigurando las formas de emprender la política de los derechos humanos, en general, enfocados a las minorías –sectores de clases sociales medias y altas de las zonas urbanas– y olvidando a las mayorías. Como señaló el filósofo ruso Aleksandr Dugin (Moscú, 1962) en su última visita a nuestro país: bajo el halo de los derechos humanos han logrado desplazar la idea del Estado como comunidad organizada, disolviendo los lazos espirituales, sentimentales, nacionales y colectivos: “los valores eternos”. Dice Dugin (2017): “El liberalismo, a través de los principios de los Derechos Humanos, quiere establecer la idea de que no hay ninguna diferencia entre los individuos. Que no cuentan ni el género, ni la Nación, ni la etnia, ni la identidad étnica, ni la identidad religiosa. Esa es la idea clave del liberalismo. La supuesta libertad del individuo contra las identidades colectivas. Hoy en el mundo podemos ser liberales de izquierda o de derecha. Incluso, en algunos casos, podemos ser liberales de extrema izquierda, como el antifascista norteamericano. O la extrema derecha liberal, como los ucranianos nacionalsocialistas que luchan contra los rusos, que están a favor del liberalismo occidental. En definitiva, podemos ser liberales de cualquier sesgo, pero no somos libres de no ser liberales”.

Dice el Papa Francisco (2020: 122): “Todavía estamos lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. Por eso la política mundial no puede dejar de colocar entre sus objetivos principales e imperiosos el de acabar eficazmente con el hambre. Porque cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte, se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable. Mientras muchas veces nos enfrascamos en discusiones semánticas o ideológicas, permitimos que todavía hoy haya hermanas y hermanos que mueran de hambre o de sed, sin un techo o sin acceso al cuidado de su salud. Junto con estas necesidades elementales insatisfechas, la trata de personas es otra vergüenza para la humanidad que la política internacional no debería seguir tolerando, más allá de los discursos y las buenas intenciones. Son mínimos impostergables”.

En una de las intervenciones públicas en su viaje a Grecia dijo el Papa Francisco (2021): “La cuna [por Grecia], milenios después, se convirtió en una casa, una gran casa de pueblos democráticos: me refiero a la Unión Europea y al sueño de paz y fraternidad que representa para tantos pueblos. Sin embargo, no se puede dejar de constatar con preocupación cómo hoy, no sólo en el continente europeo, se registra un retroceso de la democracia. Ésta requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo y las promesas fáciles propuestas por los populismos se muestran atrayentes. En diversas sociedades, preocupadas por la seguridad y anestesiadas por el consumismo, el cansancio y el malestar conducen a una suerte de ‘escepticismo democrático’. (…) Se habla mucho de quién está a la izquierda o a la derecha, pero lo decisivo es ir hacia adelante, e ir hacia adelante significa encaminarse hacia la justicia social. En este sentido, es necesario un cambio de ritmo, mientras cada día se difunden miedos, amplificados por la comunicación virtual, y se elaboran teorías para oponerse a los demás. Ayudémonos, en cambio, a pasar del partidismo a la participación; del mero compromiso por sostener la propia facción a implicarse activamente por la promoción de todos”.

El Papa Francisco habla una y otra vez del “bien común” e introduce para hablar de la democracia y los gobiernos la palabra “pueblo”. ¿Qué quieren decir estos términos para Francisco? ¿A qué y a quiénes refieren? Matias Mattalini (2021) ha desarrollado un muy recomendable artículo sobre el tema. En estas líneas tan solo mencionaré que ambas palabras: “bien común” y “pueblo”, se encuentran íntimamente ligadas en el pensamiento del Papa y, al mismo tiempo, son indispensables al momento de comprender el tipo de gobierno democrático que propone Francisco. En Fratelli Tutti escribe Francisco (2020: 104): “La categoría de pueblo, que incorpora una valoración positiva de los lazos comunitarios y culturales, suele ser rechazada por las visiones liberales individualistas, donde la sociedad es considerada una mera suma de intereses. Hablan de respeto por las libertades, pero sin una raíz narrativa común”.

Observo que la política de facción o partidaria en Francisco es considerada como un obstáculo para el desarrollo de “un bien común” o “proyecto común”. En otras palabras, mientras que la democracia del Estado Liberal de Derecho –posterior a 1789– es considerada como una suma de intereses, la democracia –gobierno del pueblo– de la que habla Francisco refiere una memoria, una praxis y un destino común a realizar por todas y todos los que habitan la comunidad nacional. El sacerdote jesuita Juan Carlos Scanonne (Buenos Aires, 1931-2019) –probablemente quien ha trabajado más y mejor este tema– en línea con estas ideas de Francisco definió al pueblo como “una categoría política, pero no exclusivamente política. Pues designa a una comunidad de historia, praxis y destino (bien común), la cual es capaz de constituirse en Estado, pero cuya historia, praxis y destino comunes abarcan todos los ámbitos de la cultura, no sólo el político en sentido estricto, sino también el económico, el cultural, el religioso, etcétera” (Scanonne, 1990: 186). En sintonía con esta concepción escribe Francisco (2020: 99) en Fratelli Tutti: “Porque existe un malentendido: ‘Pueblo’ no es una categoría lógica, ni una categoría mística, si lo entendemos en el sentido de que todo lo que hace el pueblo es bueno, o en el sentido de que el pueblo sea una categoría angelical. Es una categoría mítica. (…) Cuando explicas lo que es un pueblo utilizas categorías lógicas, porque tienes que explicarlo: cierto, hacen falta. Pero así no explicas el sentido de pertenencia a un pueblo. La palabra pueblo tiene algo más que no se puede explicar de manera lógica. Ser parte de un pueblo es formar parte de una identidad común, hecha de lazos sociales y culturales. Y esto no es algo automático, sino todo lo contrario: es un proceso lento, difícil… hacia un proyecto común”. Estas ideas de Francisco llevan directamente a revisar algunas de sus concepciones sobre la libertad, el Estado y la noción de ciudadano.

 

La palabra libertad

Para el Papa Francisco, el término libertad se liga indisolublemente con la idea de comunidad. En Laudato Si’ escribe: “La tierra de los pobres del Sur es rica y poco contaminada, pero el acceso a la propiedad de los bienes y recursos para satisfacer sus necesidades vitales les está vedado por un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso. (…) Necesitamos fortalecer la conciencia de que somos una sola familia humana. No hay fronteras ni barreras políticas o sociales que nos permitan aislarnos, y por eso mismo tampoco hay espacio para la globalización de la indiferencia” (Papa Francisco, 2015).

En resumen, para Francisco un ser humano no puede ser libre en una comunidad que no lo es. En cambio, en la concepción liberal, progresista y posmoderna, la libertad es definida como una actitud, una cualidad del individuo más allá de su vínculo social: “es el poder de hacer lo que se quiere”. De allí que, cuando los Estados Nación intervienen para minimizar las desigualdades del sistema con normas, leyes o impuestos, “los liberales” escupan severas críticas al Estado. Algunos han llegado a promover una suerte de –absurdo–[3] pensamiento anarcoliberal, promoviendo la eliminación del Estado.

 

El Estado desde la concepción liberal y desde la idea “del bien común”

En los últimos años en el mundo se han radicalizado posicionamientos de raíz ideológica liberal. Han llegado a cuestionar la existencia misma del Estado. Bien podríamos encontrar en estos reproches una operación por parte del capital que intenta cosificar al “Estado”, en el sentido de hablar sobre él como algo no viviente, inerte, en consecuencia, carente de transformación, en definitiva, deshumanizado. No debería sorprendernos en la concepción liberal, cuyo objetivo es atomizar la comunidad nacional –natural, histórica y tradicional–: los individuos no viven en una comunidad, sino en una sociedad y son considerados como seres “libres” justamente por no estar integrados entre sí. Para ser más preciso, son presentados como seres vinculados mediante pactos y asociaciones ligadas a distintos intereses temporales y determinados individualmente. De allí que describa al Estado como una institución con la cual los individuos establecen una asociación, una sociedad. El Estado es la institución que objetiviza a los seres humanos, eliminando las subjetividades. Esa idea de Estado y de ciudadanos, sin tiempo, sin tradición, sin valores y sin historia se afianza entonces a partir de la razón moderna –científica, académica, lógica. De allí aquello que decíamos al principio en torno a la diferencia sustancial entre la democracia ateniense y la del Estado Social respecto a la idea de democracia en el Estado Liberal de Derecho.

Probablemente, los lectores o las lectoras alguna vez han escuchado a algún vecino o familiar decir: “yo pago mis impuestos y el Estado no cumple”, o “por qué debo sostener con mis impuestos a quienes el Estado les paga planes o subsidios”. Estos reclamos manifiestan la idea liberal del Estado, en donde se disuelven las relaciones familiares, comunales, espirituales, nacionales, generaciones y sentimentales, aquello que el líder político, ensayista y militar Juan Domingo Perón (1948) llamó “los valores eternos”. El Estado liberal no tiene ningún valor afectivo y espiritual con el ciudadano o la ciudadana. ¿Cómo es esto? ¿Qué es ser ciudadano o ciudadana?

Según el filósofo alemán Georg Hegel (Stuttgart, 1770-1831), bajo la abstracción generada por el supuesto de “leyes objetivas” se produce la reinvención de la idea de ciudadanía. ¿Por qué reinvención? Porque el término en realidad deriva del latín “civitas”, que significaba ciudad y que se asignaba en la antigua Grecia a cualquier habitante de un espacio. Hegel con su definición hace una operación en donde se produce la disociación del ser humano respecto de la comunidad en la que vive, con el lugar donde se relaciona o se ha relacionado con otros seres humanos. Hegel le quita el pasado, el presente y el futuro a la noción de Estado y ciudadanía. Su idea de ciudadanía se relaciona con la posterior a 1789, en donde se homogeniza a los seres humanos: es un término que separa vínculos, diferencias, tradiciones, costumbres y demás aspectos anteriores –y presentes– entre quienes habitan ese espacio, y en ese sentido se puede afirmar que la ciudadanía es una invención, ya que sólo mediante una abstracción podríamos considerarnos como iguales entre quienes habitamos una misma ciudad. Explica Juan Domingo Perón en su texto La Comunidad Organizada de 1949: “Hegel convertirá en Dios al Estado. La vida ideal y el mundo espiritual que halló abandonados los recogió para sacrificarlos a la Providencia estatal, convertida en una serie de absolutos. De esta concepción filosófica derivará la traslación posterior: el materialismo conducirá al marxismo, y el idealismo, que ya no se acentúa sobre el hombre, será en los sucesores y en los intérpretes de Hegel la deificación del Estado ideal con su consecuencia necesaria, la insectificación del individuo. El individuo está sometido en éstos a un destino histórico a través del Estado, al que pertenece. Los marxistas lo convertirán a su vez en una pieza, sin paisajes ni techo celeste, de una comunidad tiranizada donde todo ha desaparecido bajo la mampostería. Lo que en ambas formas se hace patente es la anulación del hombre como tal, su desaparición progresiva frente al aparato externo del progreso, el Estado fáustico o la comunidad mecanizada” (Perón, 1949: 169). Juan Domingo Perón visibilizó la inconsistencia, la debilidad y la superficialidad de la idea de justicia, el sustento moral en el cual se apoya la legitimidad del Estado Liberal de Derecho, ya que objetivando las leyes –diseñadas, formuladas e implementadas por las oligarquías locales en el caso de nuestra América– convertían en Dios al Estado, eliminando todas la diferencias sociales y económicas gracias a un espectro, algo artificial y abstracto: “la ciudadanía”. Los seres humanos no somos iguales. Nunca fuimos iguales. No lo fueron en la Francia de 1789, ni en las Provincias Unidas del Río de la Plata luego de 1810.

Ahora bien, esas diferencias naturales entre los seres humanos no nos han disgregado, ya que también nuestra naturaleza es la de ser animales gregarios. Vivimos en comunidades y nos agrupamos por relaciones sentimentales con otros seres humanos. Somos animales que sin el otro no podemos sobrevivir. Somos diferentes, pero al mismo tiempo vivimos todos juntos con nuestras diferencias, en una misma comunidad. Entre las partes que ocupan el territorio de un Estado, en definitiva, es por medio del Estado –como árbitro– que pueden acotarse las desigualdades inherentes al modo de producción capitalista. Podríamos decir entonces –y volviendo a los anarco- liberales– que negar la existencia del Estado o intentar derribarlo es suponer que estas desigualdades no existen.

Lo cierto es que en lugares como Latinoamérica el problema de la ciudadanía en su relación con el pueblo y la democracia tiene raíces históricas relacionadas con una multiplicidad de aspectos vinculados a lo que llamo la doble exclusión de “los pueblos” en la región. Primero, una exclusión respecto a la historia oficial creada por los Estados Nación surgidos durante el siglo XIX; segundo, una exclusión de los pueblos respecto a las formas de representación política implementadas por estos Estados (Di Vincenzo, 2020). Tras la emancipación, el proceso de conformación y construcción de los Estados Nación será llevado a cabo por las elites letradas de las ciudades portuarias defensoras de economías abiertas al mercado europeo. Estas elites realizaron una segunda conquista contra todos “los pueblos” –originarios, mestizos, negros y mulatos– que lograron la emancipación: oligarquías que vencerán en las guerras civiles a todos los representantes elegidos por los “pueblos” de provincias y regiones no hegemónicas. La victoria sobre estos sectores iniciará un proceso que llega hasta nuestros días, donde primó la negación del pasado histórico –indígena, colonial, mestizo, gaucho, africano, católico y comunitario. Los Estados Nación de la región ocultaron este proceso utilizando la matriz de pensamiento político y económico liberal, ilustrado e iluminista. En este sentido, el periodo revolucionario en América, como en Europa tras 1789, se puede condensar en torno a la aspiración por la unidad de componentes heterogéneos, complejos y, en muchos casos, contradictorios. Una homogeneidad que ocultará las diferencias sociales, étnicas y políticas. Vale decir, aquello que es percibido como una cualidad y que aparenta derribar todas las diferencias entre los seres humanos en su obsesión por la igualdad. En realidad, llevó a despreciar o a pretender eliminar todas las barreras del pasado. En consecuencia, los imperativos de unidad e igualdad concebidos como indisociables para las nuevas repúblicas americanas en realidad proyectaron un imaginario de unidad e igualdad para “los ciudadanos”.

Por otra parte, también observo inconsistencias en la definición liberal de lo que llaman “ciudadanía”. Si tomamos la definición del sociólogo Thomas Marshall, para que sea posible ejercerla de manera plena, en la ciudadanía moderna se deben cumplir al menos tres tipos de derechos: civiles, políticos y sociales. Para precisar, los derechos civiles son los derechos fundamentales a la vida, la libertad y la igualdad ante la ley. Permiten que los ciudadanos tengan la posibilidad de viajar y mudar de domicilio, de elegir un mejor trabajo o de expresar el pensamiento propio, la garantía que sólo la autoridad judicial competente puede dictar, según lo disponga la ley, la orden de aprehensión, o en la seguridad de que nadie puede ser condenado sin proceso legal regular. En definitiva, son derechos cuya garantía depende de la existencia de una justicia independiente, eficaz y al alcance de todos y todas. Los derechos políticos refieren a la relación entre todos los habitantes de un territorio y el sistema político que existe en ese territorio, en el sentido del grado de participación verdadero de la población, su representación y su expresión en el gobierno. La mayoría de las veces, cuando se habla de los derechos políticos, sólo se mencionan las elecciones. En cambio, sin la existencia de derechos civiles –sobre todo, sin libertad de opinión, difusión, organización y manifestación– los derechos políticos tienen un alcance muy limitado, quedan vacíos en su contenido, sirviendo más para justificar a los gobiernos que para representar a sus ciudadanos. Por último, los derechos sociales garantizan la participación de todas y todos los representantes elegidos por los “pueblos” de las provincias y regiones no hegemónicas. La victoria sobre estos sectores iniciará un proceso que llega hasta nuestros días, en donde primó la negación del pasado histórico –indígena, colonial, mestizo, gaucho, africano, católico y comunitario.

Observo que en varias oportunidades el Papa Francisco alertó sobre las desviaciones de la democracia actual respecto de lo que sería “una verdadera democracia”. Escribe Francisco (2020: 110) en Fratelli Tutti: “El siglo XXI es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados Nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. En este contexto, se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar. Cuando se habla de la posibilidad de alguna forma de autoridad mundial regulada por el derecho no necesariamente debe pensarse en una autoridad personal. Sin embargo, al menos debería incluir la gestación de organizaciones mundiales más eficaces, dotadas de autoridad para asegurar el bien común mundial, la erradicación del hambre y la miseria, y la defensa cierta de los derechos humanos elementales”.

En su viaje a Grecia dijo el Papa Francisco (2021): “Sin embargo, la participación de todos es una exigencia fundamental, no sólo para alcanzar objetivos comunes, sino porque responde a lo que somos: seres sociales, irrepetibles y al mismo tiempo interdependientes. Pero también existe un escepticismo, en relación a la democracia, provocado por la distancia de las instituciones, por el temor a la pérdida de identidad y por la burocracia. El remedio a esto no está en la búsqueda obsesiva de popularidad, en la sed de visibilidad, en la proclamación de promesas imposibles o en la adhesión a abstractas colonizaciones ideológicas, sino que está en la buena política. Porque la política es algo bueno y así debe ser en la práctica, en cuanto responsabilidad suprema del ciudadano, en cuanto arte del bien común. Para que el bien sea realmente participado, hay que dirigir una atención particular, diría prioritaria, a las franjas más débiles”.

 

A modo de cierre, o nuevo comienzo

No es un cierre ni mucho menos. Tal como se señaló en las primeras líneas, es tan solo un inicio para seguir pensando, o un intento por motivar pensamientos en torno a una forma de hacer democracia, de hacer política. ¿Es el Estado Liberal de Derecho el único rumbo posible para salir de nuestros problemas? ¿Es posible salir del pantano sin ponderar los elementos comunitarios, históricos, identitarios y espirituales que nos convierten en argentinas, argentinos, iberoamericanas, iberoamericanos o seres humanos? ¿Qué hay detrás de los pensamientos sobre la política del Papa Francisco?

El gran filósofo que tenemos en nuestra época los iberoamericanos, Alberto Buela, en su último libro (Buela, 2021) expone una serie de nociones fundamentales en torno a lo que llama “Metapolítica”. ¿Qué es la metapolítica para Buela? Son los presupuestos y las grandes categorías que condicionan la acción política, que incluye o se vincula con el disenso como método de encontrar otro sentido a nuestro tormentoso acontecer.

La idea de este texto es señalar que en cierta medida Francisco habla partiendo de otros supuestos, de otras categorías, diferentes a las que imperan en los medios de comunicación o en las universidades, y de las que usan políticos y economistas posmo-progresistas. Habla y –creo– no lo entienden, o no lo quieren entender. Francisco habla en otro idioma, uno comunitario, fraternal, solidario, humano. Pero quizás lo más lamentable es que no son únicamente hegemónicas estas ideas liberales, progresistas y posmodernas, sino que también son hegemonizantes: han logrado petrificar el sube y baja en el que jugábamos cuando éramos niños. Aunque han dejado su nombre, para que nuestros hijos e hijas sigan jugando sin poder jugar, sin poder volver a subir como en otros tiempos.

Escribe el Papa Francisco (2020: 22): “En el mundo actual los sentimientos de pertenencia a una misma humanidad se debilitan, y el sueño de construir juntos la justicia y la paz parece una utopía de otras épocas. Vemos cómo impera una indiferencia cómoda, fría y globalizada, hija de una profunda desilusión que se esconde detrás del engaño de una ilusión: creer que podemos ser todopoderosos y olvidar que estamos todos en la misma barca. Este desengaño que deja atrás los grandes valores fraternos lleva a una especie de cinismo. Esta es la tentación que nosotros tenemos delante, si vamos por este camino de la desilusión o de la decepción. (…) El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro. El aislamiento, no; cercanía, sí. Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí. En este mundo que corre sin un rumbo común, se respira una atmósfera donde ‘la distancia entre la obsesión por el propio bienestar y la felicidad compartida de la humanidad se amplía hasta tal punto que da la impresión de que se está produciendo un verdadero cisma entre el individuo y la comunidad humana. (…) Porque una cosa es sentirse obligados a vivir juntos, y otra muy diferente es apreciar la riqueza y la belleza de las semillas de la vida en común que hay que buscar y cultivar juntos’. Avanza la tecnología sin pausa, pero, ¡qué bonito sería si al crecimiento de las innovaciones científicas y tecnológicas correspondiera también una equidad y una inclusión social cada vez mayores! ¡Qué bonito sería que a medida que descubrimos nuevos planetas lejanos, volviéramos a descubrir las necesidades del hermano o de la hermana en órbita alrededor de mí!”.

 

Bibliografía

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Facundo Di Vincenzo es doctor en Historia (USAL), profesor de Historia (UBA), especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa), docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte”, del Instituto de Problemas Nacionales y del Instituto de Cultura y Comunicación. Columnista del programa Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1, UNLa.

[1] Papa Francisco, Viaje Apostólico de su Santidad el Papa Francisco, Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático, Palacio Presidencial de Atenas, sábado 4 de diciembre de 2021.

[2] Diferentes historiadores especialistas en la Grecia Antigua y su modelo de democracia han demostrado, una vez más, que la democracia en Atenas y en otras ciudades griegas se encontraba determinada por la situación histórica, social y política particular de su época. De allí por ejemplo la no participación de sectores sociales –mujeres, esclavos, sirvientes, etcétera. Incluso han señalado que se ajustó en gran parte de su historia a asambleas marcadas por hombres que desarrollaban una misma actividad productiva y una misma función dentro de la comunidad. En consecuencia, la democracia de estas comunidades se ajustaba más a las formas de una democracia funcional u orgánica que a una democracia del tipo que se manifiesta en el Estado Liberal de Derecho (Vidal Naquet, 1996; Gallego, 2018).

[3]Lo absurdo de este pensamiento radica en que los anarquistas, desde Bakunin, Kropotkin o Abad de Santillán en Argentina, han promocionado la idea de comunidad por sobre la idea del Estado. Más bien, deberíamos decir que han criticado, luchado y boicoteado no a la idea de un Estado, sino a la idea del Estado Liberal de Derecho. El anarquismo, como el peronismo en la Argentina, surge como respuesta al Estado Liberal desde la teoría y desde la práctica de organizaciones libres del pueblo basadas en formas comunitarias, solidarias, fraternales: sociedades de socorros mutuos, sindicatos, gremios, mutuales, clubes de barrios, etcétera.

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