Hacia una narrativa emancipadora desde el cuerpo

“Las cosas siempre podrían haber sido distintas y cada orden supone una exclusión de otras opciones: todo orden social es susceptible de ser modificado” (Chantal Mouffe).

“¿De nosotros mismos, no hablamos?” (Antonio Bolívar).

Propongo compartir un viaje imaginario, es decir una evocación de cosas que ya conocés, pero que tal vez no tenés presente todo el tiempo. Al igual que todos los seres vivientes, respiramos el mismo aire, más concretamente el oxígeno que los vegetales producen, gracias a la luz solar que además está siendo filtrada por una capa de ozono para que no nos calcinemos… Nos alimentamos de un mismo suelo, al cual permanecemos pegados gracias a la gravedad, y asimismo sobrevivimos gracias a una determinada presión atmosférica… es decir que coexistimos en un delicado equilibrio ecológico junto con los demás seres vivos, sin todo lo cual no podríamos respirar, ni comer, ni sobrevivir por más de dos minutos…

Sabemos que nuestro yo estuvo precedido de un nosotros: nos alimentaron, nos arroparon, nos enseñaron una lengua. Nuestra subjetividad se forjó en el contexto de una intersubjetividad. Cuando nacimos ya había leyes, acuerdos, derechos logrados merced a luchas sociales. Además, nos vestimos con ropa que otros hacen, nos calzamos, nos alimentamos, nos cortamos el cabello, nos atendemos en un sanatorio, nos vacunamos y viajamos en transportes que no fabricamos, etcétera. Cada vez que pienso en estas cosas, me pregunto por qué seguimos imaginándonos como individuos autosuficientes y nos cuesta tanto sentir que estamos necesariamente intervinculados con la naturaleza. Por qué nos percibimos como autoprocreados; a-históricos: “me hice solo”; autosustentados: “me hice de abajo, me lo gané”; fundacionales: “acá no había nada”; prelingüísticos: “nací así, siempre supe que…”.

¿No es hora de preguntarnos quién inventó esta autoimagen, esta autorrepresentación del sí mismo? ¿Para beneficio de quiénes? ¿A quiénes perjudica?

De acuerdo a su sentido primero, “cuerpo” (corpus) significa “un conjunto de sistemas independientes que se unen para formar otro principal”: cuerpo de un ejército, cuerpo de bomberos, cuerpo de baile, cuerpo de delegados, cuerpo docente. Un soldado no se da a sí mismo esa identidad, sino al unirse al cuerpo de un ejército, es decir que eso que está siendo lo está siendo con otros. El estar siendo con otros no lo hace menos soldado: lo hace soldado. Es más, su poder en una guerra es que es soldado de un ejército. Incluso desde lo simbólico: una iniciativa tendrá fuerza en la medida que sea expresión de una comunidad de la cual puedan surgir nuevas iniciativas hasta conquistar sus derechos o reivindicaciones, mientras que perdería toda su fuerza rápidamente si se tratara de la iniciativa de un individuo aislado.

Cada tanto, en alguna marcha, cuando sentimos que nuestro grito es escuchado porque estamos gritando con otros y otras, y que nuestras enormes banderas pueden ser alzadas porque la estamos sosteniendo con otros y otras, sentimos que, más allá de nuestra afiliación partidaria, somos eso que estamos siendo con otros. Entonces se vuelve casi retórica la pregunta: a quiénes conviene y a quiénes perjudica que dejemos de sentirnos un cuerpo con otros y nos autorrepresentemos como individuos aislados.

 

La invención del cuerpo

El sentido y significado que nos trajo la colonización cultural con respecto a la palabra “cuerpo” podría resumirse en las cotidianas expresiones “tengo un cuerpo” o “debo cuidar mi cuerpo”. En su Ontología del lenguaje Echeverría (2003) habla de tres “actos” del lenguaje: la distinción, el juicio y la narrativa. La distinción es ese acto del lenguaje por el cual desagregamos una partecita de un todo –de por sí inescindible– para poder hablar, por ejemplo, de una ola, de una hoja o de una llama, como si fuesen objetos en sí y no partes inseparables de un todo inescindible. Mediante sucesivos actos del lenguaje logró escindirse una parte del ser humano y llamarla cuerpo, se pudo separar a un sujeto de su comunidad, llamarle “ser” humano y separarlo a su vez de la naturaleza. Estas distinciones no ocurrieron de golpe, sino en un fabuloso proceso de construcción de sentido en el que intervinieron numerosos acontecimientos, tales como el advenimiento de la perspectiva en la pintura, la moda del retrato y el autorretrato, la lectura y la escritura como ritos individuales, los espectáculos anatómicos donde se exponía un cadáver –sin voz, sin familia, sin contexto laboral, sin historia– y se lo denominaba “cuerpo”: la práctica médica desde entonces procuró reparar los desperfectos de ese cuerpo-máquina. El dualismo cartesiano definitivamente consideró que somos alguien y tenemos un cuerpo donde, según los principios del mecanicismo, un elemento activo –en este caso, el alma racional o cosa pensante– mueve a otro elemento pasivo –en este caso, el cuerpo o cosa meramente extensa.

Todo ello ocurrió en un preciso contexto histórico que podemos ubicar en la modernidad europea y la naciente sociedad industrial. De hecho, este dualismo mecanicista resultó funcional a esa primera revolución industrial, necesitada de cuerpos fuertes y dóciles, para lo cual encargó a la escolaridad la misión de producirlos. Desde entonces, las “competencias” que deben adquirir los alumnos y las alumnas son dictaminadas por los mercados, ya no industriales, sino financieros y de consumo, en este nuevo “feudalismo tecnológico” que viene refinando los dispositivos del biopoder, pero sin alterar los criterios de eficiencia empresarial, ni la lógica mercantilista de la vida.

 

¿De nosotros mismos no hablamos?

Necesitamos recuperar urgentemente las dos dimensiones de la palabra “cuerpo”: su dimensión singular y su dimensión relacional, tarea que considero emancipadora en tanto siga vigente el sentido común impuesto por la colonización cultural, a partir del cual aprendimos a autorrepresentarnos como individuos –sujetos– que tienen un cuerpo –objeto. Escisión del en-sí que, además, se completa con la división sujeto humano-naturaleza y la más trágica ruptura del “entre”, es decir, la escisión de los y las semejantes: yo-otro; hombre-mujer; niño-adulto; viejo-joven; patrón-obrero; lindo-feo; gordo-flaco; etcétera. No como díadas co-imprescindibles, sino como dualidades mutuamente excluyentes.

Heredamos, desde la colonización cultural, una extraña epistemología[1] que llamamos “de punto cero”, porque esconde el sujeto de la narración: “no lo digo yo, es así, está científicamente demostrado”, dando lugar a “la voz imparcial de la razón”. Por eso se ufana Kant, emulando a Bacon: “de nosotros mismos no hablamos”.[2] Es decir, no nos dejamos contaminar por las emociones, los sentimientos, las subjetividades. A menudo nos gusta ostentar imparcialidad y objetividad, aun sabiendo que siempre hablamos de nosotros mismos, desde nosotros mismos y –dicho sea de paso– tomamos las más importantes decisiones por sentimientos y emociones, más que por lógicas argumentativas. Solemos creer que lo subjetivo es algo exclusivamente individual, decimos: “eso es lo que vos creés”. Pero cada subjetividad está precedida –en buena parte construida– por una intersubjetividad, en un contexto y en un proceso histórico. Por lo tanto, al relatar(me) también relato las creencias, los saberes e ignorancias, los conflictos, los malestares y goces, los valores, los permitidos y prohibidos, etcétera, del momento y lugar históricos en los que estoy coexistiendo.

Es cierto que la narrativa “está arraigada a la singularidad” como dice Paula Ripamonti (2017) y queda nuestra huella adherida a la narración, “como la mano del alfarero a la superficie de su vasija de arcilla” (Benjamin, 2008), pero eso mismo ocurre en los relatos “científicos”, pues ese sujeto escondido habla desde un tiempo-lugar-contexto-cultura, desde una pertenencia, clase social, ideología política, valores, intereses… propios de su época y de quienes financian su investigación. Al respecto, es interesante la comparación que realiza Eliseo Verón (1993) entre lo que él llama efecto cientificidad –asociado a legítimo y verdadero– y efecto ideología –asociado a falso y tendencioso–, artilugios del cientificismo moderno para imponer esa voz imparcial de la razón y excluir todo aporte de una subjetividad –sentimientos, emociones, intereses o propósitos– a la investigación científica y al discurso académico.

 

Ficción y realidad

Dice Yuval Noah Harari en su Breve historia de la humanidad (2018) que los homo sapiens lograron ubicarse en la cima de la escala alimenticia –por encima incluso de otros humanos más avanzados, como los Neandertales, con mejores herramientas y mayor masa cerebral– gracias a un especial desarrollo del lenguaje que les permitió hablar de objetos que no habían tocado, ni visto, ni olido… es decir, objetos ficcionales intersubjetivamente compartidos y, al reunirse en torno a dichos objetos ficcionales, no necesitaron hacerlo sólo por parentesco, como hacían los demás agrupamientos de humanos y animales. De ese modo pudieron ser miles en lugar de cientos, y así sobrevivir a cada peligro e incluso imponerse sobre los demás.

Todavía hoy los objetos ficcionales explican el orden social, político, económico y cultural, por cierto, basado en objetos ficcionales, como el dinero, los derechos humanos, las leyes jurídicas, etcétera, al punto que si pretendemos provocar un cambio en ese orden deberemos producir nuevos –o recuperar viejos– objetos ficcionales y lograr que se vuelvan intersubjetivamente compartidos o, como solemos decir, naturalizados, convertidos en sentido común.

El lenguaje ha servido siempre para construir sentidos y significados, para darle un sentido y un significado a la vida, para convertir el cosmos en mundo, para transformar el espacio en hábitat, en hogar, para encontrar un lugar en él. Somos seres vivientes de palabra –zoon logon echon– como dice Aristóteles,[3] “palabras que caminan” como dicen los aimaras, y es posible ver tu futuro en el aire que sale de tu boca –en lo que dices– como decían los incas. Según el Talmud, Dios le dio al ser humano la palabra para que pudiera edificar el mundo, y todas las religiones sugieren decir oraciones –palabras– para activar la Providencia divina. También nosotros le ponemos palabras a la propia vivencia, para terminar de convertirla en el propio proceso de metamorfosis que nos constituye como intersujetos. Ello nos permite estar siendo con otros, aportar una perspectiva propia desde el habitar la propia experiencia, en intervinculación con otras posibles, es decir, en la fragua de una conversación donde no sólo intercambiamos opiniones, sino que estamos dispuestos a afectarnos recíprocamente y, eventualmente, a cambiar de opinión.

 

La administración de los recuerdos y de los olvidos

Mientras la historia es sobre todo un olvido de la mayoría de los acontecimientos y los personajes coprotagonistas,[4] seleccionando lo que ha de recordarse y lo que ha de olvidarse –para siempre– con el fin de configurar un proyecto de futuro, la memoria en cambio trae a la escena justamente algo olvidado o recordado de otro modo, modificando el mosaico, reconfigurando una escena de esa obra en construcción que es la realidad de lo que nos está pasando.

Por eso decimos que la narrativa es un modo de conocer y una forma de construir realidad y de apropiarse de los significados que le vamos dando, lo cual es siempre una obra inconclusa (Bruner, 2013). De hecho, las narrativas autobiográficas no pretenden ni permiten decir “la verdad” de lo que son las cosas, sino que intentan “vehiculizar un sentido para lo que nos pasa” (Larrosa, 2013).

La ontología relacional abre el juego con dos movimientos simultáneos: por una parte, propone que la comprensión de un hecho tiene que ver con la interrelación de ese hecho puntual con todos los demás elementos conocidos, y por otra parte estipula que la comprensión y la valoración de un hecho pueden cambiar según cómo se vinculen esos elementos conocidos, y sobre todo cuando se agrega un elemento que no se había tenido en cuenta. Cada narración es como la baldosa de un mosaico: por pequeña que sea, el mosaico no es igual sin esa baldosa. Haciendo la salvedad de que hablamos de un mosaico móvil, cambiante como esa obra de teatro, siempre inconclusa, que a medida que la ensayamos le vamos dando nuevas configuraciones.

 

La narrativa como anticipador estructurante

¿Qué significa entonces construir la realidad desde las narrativas? Se trata de un camino que se va haciendo al andar: es lo que llamamos efecto “performático” del lenguaje. Tanto una narrativa que permita visualizar esos procesos de construcción[5] de los sentidos y significados que heredamos de la colonización cultural, como una narrativa que nos ayude a describir la escena deseada: eso que queremos estar siendo con otros. En ambos casos, la narrativa opera como anticipador estructurante de ese futuro soñado, pues al concebirlo como “construido-construible” estamos en mejores condiciones de aprovechar cada oportunidad de hacerlo posible.

Mediante las narrativas logramos desamarrarnos de “lo que hay que hacer”. Empezamos a “pensar lo que venimos haciendo” (Huergo, 2004), a darnos cuenta de la trampa del “sentido común” –el lugar donde opera la hegemonía. Empezamos a lograr nuevos vínculos entre los y las coprotagonistas del proceso enseñanza-aprendizaje, damos cabida a nuevas estrategias pedagógicas emancipadoras. Nos animamos a considerarnos interlocutores válidos y nos lanzamos por fin a la aventura de coproducir nuevos sentidos, nuevos significados, nuevos conocimientos, que nos ayudan a devenir ese totalmente otros que ya potencialmente somos.

 

El camino es la meta

No estamos hablando de un proceso de cambio mágico, ni fácil, ni rápido. Pero sí de un cambio urgente y tan complejo como posible, donde el proceso debe ser parte del resultado o, dicho de otra manera: el proceso de construcción de narrativas emancipadoras debe ser emancipador. Superador del modo de pensar, y pensarnos, a partir de la trágica división sujeto-objeto y recuperar la más originaria sujeto-sujeto. Lo cual, además de suponer aquella predisposición a la mutua afectación –producto a su vez del mutuo reconocimiento del otro como interlocutor válido y coproductor de ese nuevo conocimiento– supone el reconocimiento de nuevas ocurrencias, novedosas ideas, mejores opciones, pautas que todo lo conectan y geniales iniciativas que sin duda han de surgir como “alumbramientos del entre”:[6] abandonar muletillas tales como “¿entendés?”, “¿te das cuenta?”, o la más descarada “es lo que yo decía y no me entendían”; rendirse ante la fascinación de estar compartiendo un desvelamiento, un desocultamiento, un alumbramiento de una opción im-pre-vista, no programada pero muy bienvenida, y decir: “¡es esto! Qué bueno lo que hemos podido entender, sentir, decir, descubrir… entre todos”.

Naturalizar esta nueva lógica de la relacionalidad es un modo de liberación de la trampa del individualismo-masificación, y encaminarnos hacia la articulación de las dimensiones singular y relacional de las personas humanas, donde la particular inteligencia de cada uno deviene un aporte co-imprescindible para la construcción de nuevos mundos posibles no excluyentes.

 

Huellas del futuro

Esta lógica resulta natural en los pueblos originarios[7] y ha dado lugar a numerosas experiencias en Latinoamérica: Yachay Wasi en Bolivia, UIV en el Mato Grosso Venezolano; el sistema educativo de los Sin Tierra en Brasil; la experiencia de Jesualdo Sosa en Montevideo; la escuela de la señorita Olga Cosettini en Rosario; las numerosas experiencias de Escuela Activa, como la que anima Horacio Cárdenas en Buenos Aires. El maestro Luis Iglesias, siendo director del diario Educación Popular, da cuenta de experiencias pedagógicas en toda América Latina. A todo esto, es preciso agregar los innumerables emprendimientos educativos articulados a partir del IAP (investigación-acción participativa) surgidos a partir de la Pedagogía de la Autonomía de Paulo Freire, y un sinfín de etcéteras. La ontología relacional ha inspirado asimismo emprendimientos económicos, políticos y propuestas artísticas. No sólo recupera las tradiciones originarias de América Latina, sino que desafía la mirada euronorcéntrica desde la cual se articuló el sistema educativo argentino.

 

La producción de sentidos

La investigación narrativa se inscribe dentro de lo que suele denominarse un modelo sintagmático que reconoce a la hermenéutica como la forma en que los seres humanos experimentamos y significamos el mundo. Recientemente ha sido reconocido no sólo como un método de investigación tan válido como el llamado paradigmático, sino como el más acorde al campo humanístico, donde no se busca una experiencia predecible, repetible, universal, confirmatoria de lo que intelectualmente puede intuirse –tal el propósito del modelo paradigmático o “científico” tradicional–, sino que se trata de desbordar el perímetro de lo conocido y lanzarse a probar nuevos sentidos y nuevos significados posibles, dejándose transformar por ellos.

De hecho, “lo mismo no es lo igual”, como dice Kusch, ya que cada uno puede darle diferentes sentidos a lo mismo. La narrativa es esa práctica de dar sentido, operación que puede de-construir versiones instituidas y creencias normalizadas al subvertir temporalidades y anudar hechos que habían sido excluidos de la escena en esas caprichosas reconstrucciones semánticas que denominamos “la historia” de lo que supuestamente ocurrió o nos ocurrió. Es urgente recuperar el derecho a administrar los recuerdos y los olvidos y el derecho a re-crear el propio destino.

 

Las “escuelas-fábricas”

No es difícil rastrear en muchas escuelas los signos de lo que Toffler (1979) llamó “escuelas-fábricas”: además de la abusiva valoración de los horarios –de entrada y salida–, de la organización del tiempo y del espacio: su aula, su banco, su tarea y los tiempos de trabajo y de recreo con campanas o timbres que emulaban las sirenas de las fábricas… se sigue hablando de “la” postura correcta sin aludir a las diferentes posturas que cada uno puede asumir ante un acontecimiento; se sobreentiende el silencio como callarse y no como autorregistro; se habla de memorizar como ingerir datos y no como conmemorar, recordar, administrar los recuerdos y los olvidos; se sobreentiende la disciplina como obedecer y cumplir, y no como empoderarse de una habilidad, destreza o conocimiento; y cuando se recomienda cuidar el cuerpo se alude al organismo individualmente considerado y jamás se alude a ese cuerpo que decidamos estar siendo con otros y otras. Incluso se sigue llamando “educación física” a una suerte de autocontrol, a la ejercitación de movimientos reglados que recuerdan aquellos mandatos de fuerza o sumisión de la disciplina militar, y casi nunca al autorregistro y el aumento de las propias posibilidades de coordinación de movimientos, a la recreación o a la expresión corporal. Se presuponen las habilidades según el sexo y no según los propios deseos, y cuando se habla de “la inteligencia” por lo general se sigue haciendo referencia a la lógico-matemática y a la lingüística, desechando las múltiples inteligencias –entre ellas la kinestésica-corporal– en las que niños y niñas podrían destacarse y desde las cuales otros y otras podrían aportar a la construcción de sentidos y de saberes, para la resolución de conflictos y problemas o para la ejecución de proyectos compartidos.

Dicho de otro modo, sigue siendo el lenguaje uno de los principales elementos estructurales y estructurantes de la escolaridad, sin darnos cuenta que con nuestras narrativas cotidianas reinstituimos permanentemente y convertimos en sentido común esa fabulosa construcción de sentido ocurrida en la modernidad europea y hoy convertida en una creencia intersubjetivamente compartida. No sólo se ha naturalizado el pensar que somos individuos racionales que tenemos un cuerpo material, sino que, además de autopercibirnos así escindidos en nosotros mismos, nos creemos divididos de los otros y de la naturaleza. He aquí un clarísimo ejemplo de cómo el llamado sentido común opera como habitus, como diría Bourdieu. Nos parece que este cuerpo que tenemos existía antes de que aprendiéramos a concebirlo así y que sólo estamos registrando algo en sí evidente, un dato “objetivo” de la realidad, y de ese modo lo enseñamos, contribuyendo a convertir esa representación de nosotros mismos en una “ficción culturalmente operante” (Le Breton, 2002).

 

La articulación de ambas dimensiones

La superación de esa triple escisión: del sí mismo, del otro y de la naturaleza, no significa en ningún modo desconocer la dimensión singular de las personas. Al contrario, la dimensión relacional, esa consciencia de estar siendo con otros que es también la posibilidad de elegir qué queremos estar siendo y con quiénes otros, es lo que permite recuperar la dimensión singular como don-de-sí-para-con-otros. Liberar a la dimensión singular de las garrapatas civilizatorias, tales como la epistemología de punto cero que esconde al sujeto de la narración para provocar el efecto cientificidad; la exclusión de la subjetividad de la investigación académica a partir del borramiento de la relación sujeto-sujeto, paulatinamente sustituida por la trágica división sujeto-objeto; el egocentrismo como sistema social; o la pura ganancia material a como dé lugar, como único “para qué” de la existencia humana, cuya inmediata consecuencia es la cosificación y la mercantilización de todos los aspectos de la vida.

Entre otras muchas cosas, la recuperación de la dimensión singular incluye aprender a escuchar y asumir lo que se dice desde lo orgánico: con las posturas esqueletales, con las tensiones musculares, con los gestos, con las distancias relativas que establecen las y los interlocutores, con los movimientos, con los ritmos y demás componentes del llamado “lenguaje no verbal”. Explicitar esos mensajes orgánico-fisiológicos en tanto reflejos de una sensibilidad, de una emoción, de una sensación, de un sentimiento: “me puse dura”; “se me llenaron los ojos de lágrimas”; “se me puso la piel de gallina”; “un frío me recorrió la espina dorsal”; “pudimos relajarnos”. Junto a otros más elaborados, como “salvarnos a nado de nuestro llanto”, o “mi sombra se arroja entre las ruedas de un tranvía”,[8] hablar desde las vísceras o, como dice Antonio Bolívar, “de nosotros mismos”.

También incluye reconocer y valorar la particular inteligencia de cada uno y cada una. Recordar que hay múltiples inteligencias, como bien dice Gardner (1983), que cada uno desarrolla una más que otras, y que nos internecesitamos para articularlas todas y poder entre todos –inter-leggere– elegir la opción más inteligente.

La recuperación de la dimensión singular sólo puede lograrse si al mismo tiempo recuperamos la olvidada dimensión relacional, lo cual incluye tanto el darse cuenta que somos uno con la naturaleza y miembros de una comunidad, como la práctica de construir eso que decidamos estar siendo con otros: con lo que decimos al otro, con el modo como se lo decimos, con los gestos, movimientos y posturas ante el otro, con la distancia relativa que establecemos con el otro, con lo que acordamos, con los proyectos que compartimos, con los afectos que nos demostramos, y demás componentes de la comunicación corporal. Este estar siendo con otros, esta articulación de las dimensiones singular y relacional, este hábito de inclusividad, de recíproco reconocimiento de la intersubjetividad, es el útero desde donde alumbrar nuevas narrativas emancipadoras que operen como anticipador estructurante de una escena deseada.

 

Salir del gallinero

Para terminar, quisiera destacar el estudio sobre el significado de “la experiencia” que hace Larrosa (2013; 2009). Las diversas etimologías de la palabra ya dan una pauta que diferencia la experiencia de un experimento científico que puedo provocar y contemplar sin que me afecte vitalmente, e incluso de un mero activismo. Por una parte, el “ex” de experiencia me invita a salir de mí; “per” hace referencia a un camino o viaje; “periri” es probar algo nuevo, lo cual no está exento de algún peligro. Por otra parte, y a diferencia del experimento “científico”, la experiencia me ocurre a mí, ocurre en mí y no sería algo que se hace cuando me transforma algo que se “padece” –de pasión– y porque me dejo transformar. Accedo a nuevos pensamientos, sentimientos, saberes, palabras… que antes no pensaba, no sentía, no sabía, o a los que no quería acceder.

Creo que todos los que han compartido un proceso de construcción grupal de una narrativa pueden coincidir en la belleza de estas reflexiones de Larrosa. Pueden enriquecerse aún más si las unimos al concepto de “metamorfosis” de Edgar Morin (2010): la experiencia de una transformación que me ayuda a convertirme en un totalmente otro que ya, potencialmente, soy. Como en la fábula del águila que fue criada en un gallinero, hasta que alguien la libera, la arroja a unas montañas y a unos cielos, y allí comprende que el mayor peligro para un águila no era quedarse sin techo ni comida, sino vivir en un gallinero. Como la legendaria fábula del llamado “patito” feo y ese incumplible mandato de ser igual a los demás, hasta que se asume como cisne y solo entonces logra desplegar su mejor vuelo. Por eso creo que, cuando Larrosa dice que la experiencia de la lectura me debe ayudar a decir con mis palabras, quiere decir: a emprender mi propio vuelo, y cuando hablamos de recuperar nuestra dimensión relacional, no queremos transformarnos en algo que no somos, sino devenir ese cuerpo que potencialmente estamos siendo con otros, donde integrarnos significa volvernos íntegramente humanos. Entiendo que a partir de discusiones en torno a estos temas pueden surgir algunas ideas acerca de cómo producir y difundir narrativas emancipadoras.

 

Referencias

Benjamin W (2008): El Narrador. Santiago de Chile, Metales Pesados.

Bruner J (2013): La Fábrica de Historias. Buenos Aires, FCE.

Echeverría R (2003): Ontología del lenguaje. Santiago de Chile, Sáez.

Gardner H (1983): Inteligencias múltiples. Buenos Aires, Paidós.

Harari YN (2018): Sapiens, De Animales a Dioses, una breve historia de la humanidad. Madrid, Debate.

Huergo J (2004): Hacia una Genealogía de Comunicación/Educación: rastreo de algunos anclajes político-culturales. La Plata, EPC.

Ivern A (2007): Hacia una Pedagogía de la Reciprocidad. Buenos Aires, Ciudad Nueva.

Larrosa J (2009): “Experiencia y alteridad en educación”. En Experiencia y alteridad en educación, Rosario, Homo Sapiens.

Larrosa J (2013): La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. México, FCE.

Le Breton D (2002): Antropología del cuerpo y modernidad. Buenos Aires, Nueva Visión.

Le Breton D (2018): Sociología del cuerpo. Madrid, Siruela.

Morin E (2010): “Elogio de la metamorfosis”. El País, Montevideo, 17-1-2010.

Ripamonti P (2017): “Investigar a través de narrativas: notas epistémico-metodológicas”. En Metodologías en contexto: intervenciones en perspectiva feminista, poscolonial, latinoamericana, Buenos Aires, CLACSO.

Toffler A (1979): The Third Wave. New York, Bantan.

Verón E (1993): La Semiosis Social. Fragmentos de una teoría de la discursividad. Barcelona, Gedisa.

[1] De episteme: ciencia. En cada época se aceptan como “científicas” ciertas creencias y se argumenta a partir de dichos “fundamentos” indiscutibles.

[2] La razón pura de Kant es la no contaminada de subjetividad.

[3] En el libro primero de Política, Aristóteles define al ser humano de acuerdo al pensamiento griego de su época, como viviente de palabra. Ser capaz de discurso no significaba tener esa capacidad, sino poderla ejercitar en la Polis donde los seres humanos devenían tales hablando entre ellos.

[4] Relatar todo equivaldría a confeccionar un mapa de una comarca tan grande como la comarca misma, como ironiza Borges. Pero se trata de participar en la administración de los recuerdos y los olvidos.

[5] Un proceso de construcción incluye la invisibilización del proceso. Al desvelarlo pierde fatalidad.

[6] “Alumbramiento” del entre es utilizado en reemplazo de “iluminación” –del iluminado (Ivern, 2007).

[7] Muchas sabidurías de nuestros pueblos originarios que hasta ahora eran consideradas “reliquias del pasado” están empezando a reivindicarse como semillas del futuro para la superación del desequilibrio ecológico, las preocupantes inequidades, el egocentrismo como sistema social, etcétera.

[8] Versos extraídos de “Llorar a lágrima viva” y “Apunte callejero”, respectivamente, de Oliverio Girondo.

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