Una reforma profunda hacia el interior del interior

La población rural argentina es el 9% de la total: son 3,6 millones de personas, 1,3 millones agrupadas en poblaciones de hasta 2.000 habitantes y 2,3 millones dispersas. Pero este promedio es muy engañoso. Buenos Aires es la única provincia que tiene menos población rural que el promedio nacional (3%). En las demás provincias los porcentajes de población rural son mayores al promedio nacional, salvo Chubut y Santa Cruz, que tienen 9%. Las provincias de Santiago del Estero, Misiones y Catamarca triplican el promedio nacional; Tucumán, Mendoza, Formosa, Corrientes y Chaco lo duplican.  Este criterio, de mayor a menor población rural, sería un primer ordenamiento de prioridad territorial, si nos consideráramos capaces de afrontar la verdadera reparación histórica que tenemos pendiente. Estamos mal distribuidos y estamos distribuyendo mal.

El informe Cuenta de generación del ingreso e insumo de mano de obra elaborado por el INDEC para el primer trimestre de 2019 es interesante. En un cuadro que contiene la composición del valor agregado discriminado por sector de actividad económica, estima que la remuneración del trabajo asalariado en promedio nacional es el 48% del valor agregado bruto, pero de nuevo este promedio esconde enanos y gigantes. El gigante de la serie son los servicios de intermediación financiera, donde vemos que las remuneraciones de los asalariados representan un jugoso 63% del valor agregado del sector. El último de la tabla es el trabajo rural. La remuneración de los asalariados agropecuarios constituye el enano 20% del valor que genera el sector agricultura y ganadería. ¿Por qué? Porque ni la distribución del ingreso, ni la distribución demográfica se equilibran por sí mismas.

Jóvenes universitarios urbanos argentinos prefieren empacar cerezas en Canadá, cosechar kiwis en Nueva Zelandia, esquilar ovejas en Australia… ¿por qué no quieren ir a la Patagonia, o a Cuyo, o a Tucumán? ¿Quién va a querer trabajar, y menos vivir en el interior en Argentina? Eso preguntó en una charla informal un importante productor de granos. Todos quieren ir a Buenos Aires. ¿Quiénes entre nuestros jóvenes van a querer vivir en el campo, poniendo el cuerpo, sin wifi, con piso de tierra, en un paraje aislado, con tan bajos ingresos? En esas condiciones, seguramente nadie, salvo que esté acorralado por la pobreza o huyendo de la guerra o el hambre, como fue el caso de sus abuelos.

Quizá no sea mala idea ni tan caro subsidiar el interior: convertirlo con políticas activas en un lugar donde disfruten los ciudadanos que hoy lo habitan, donde los jóvenes quieran ir a trabajar o a vivir. Hasta quizá sea más barato por año que contener el dólar. Además, habría mejores, más diversos y muchos más puestos de trabajo. No estaría mal un estilo de vida que permitiera alternar entre ambos contextos, el rural y el urbano, aprovechando lo mejor de ambos. Además, quizá lo más importante…  ¡se puede hacer con pesos!

La población rural se ocupa principalmente en actividades agropecuarias y en mucha menor proporción en minería, pesca y servicios turísticos. En nuestro país estimamos que 1,4 millones de trabajadores cumplen la doble condición: población rural y trabajo agropecuario. A estos hay que agregar a los trabajadores agropecuarios de residencia urbana, ocupados mayormente en actividades estacionales.

El trabajador agropecuario es permanente en ganadería –vive en el campo– y estacional en agricultura intensiva, mientras la forestación tiene un calendario de trabajo continuo. Pero, aunque la relación laboral sea permanente, las actividades rurales –agropecuarias y no agropecuarias– son estacionales, simplemente porque los ciclos de los seres vivos y del tiempo meteorológico están ligados al ritmo de las estaciones. Teniendo en cuenta este hecho es que pensamos que para empezar a transformar el interior en un lugar que los habitantes disfruten y al que los jóvenes se quieran ir a trabajar, es menester proteger y promover especialmente las relaciones de trabajo estacionales. Así, considerando el trabajo en cosechas, en obras de infraestructura pública de apoyo a la producción y el trabajo, en mejoras tranqueras adentro y a nivel de cuencas productivas, se puede generar demanda estacional, pero con varios meses de ocupación registrada al año –seis o más–, y esto combinado con salarios a la par del resto de la economía –hoy el salario promedio del trabajador agropecuario es la mitad del salario promedio nacional– y cobertura para los períodos de inactividad. Esta demanda se puede organizar a partir de una intervención fuerte con financiamiento del Estado Nacional en estrecha relación con municipios y provincias –insisto: con pesos. La intermediación laboral se puede resolver a través de un servicio federal de empleo rural que funcione de manera descentralizada, integrando las necesidades de los distintos territorios. Además, hay que volver a financiar el viaje de ida de los trabajadores, los dispositivos de alivio de hospedaje y para contención infantil, y las coberturas por contingencias climáticas.

Todo se puede hacer en moneda nacional.

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