Sobrevolando la producción agropecuaria y el medio ambiente

Diferentes miradas

Durante la encíclica papal denominada Laudato si’ –sobre el cuidado de la casa común– el Papa Francisco hace referencia a temas ambientales sin separarlos de las injusticias sociales. Crisis ambientales que traen sufrimiento que afecta principalmente a los más pobres, y que no están separadas del sufrimiento de nuestra casa común. En esta encíclica, el Papa exhorta a los pueblos del mundo a cuidar el medio ambiente y a pensar en modelos de desarrollo justos, inclusivos y sustentables.

La joven militante Greta Thunberg, en un lenguaje simple y directo, dice que la juventud está cansada y mira absorta la inoperancia de los gobiernos y su bla bla bla frente a las acuciantes y urgentes acciones que se deberían tomar para intentar cambiar el rumbo de una crisis climática terminal.

“La naturaleza puede vivir sin el ser humano, pero el ser humano no puede vivir sin la naturaleza”, advierte Evo Morales. En la misma línea, el que fuera vicepresidente de Evo, Álvaro García Linera, ha hecho numerosas referencias a la falsa disyuntiva que se plantea al hablar del ambiente y el desarrollo. García Linera critica lo que serían las “indulgencias del ecocapitalismo” en materia de protección al medio ambiente, aludiendo al dilema del extractivismo en la sociedad contemporánea. Habla de “la venta de indulgencias medioambientales”, señalando que bajo este planteamiento se venden derechos de contaminación en el Norte a cambio de protección ambiental en países menos desarrollados en el Sur, asegurando que, en este marco, “la llamada economía verde es una hipocresía planetaria”. En una reciente entrevista habló del cortocircuito entre extractivismo, desarrollo y cambio climático, y, además, propuso una batería de medidas concretas para las administraciones de cuño progresista. “La singularidad de estos gobiernos es que están enfrentando la peor crisis económica de los últimos 100 años”, dice García Linera. Cabría agregar que a este escenario habría que analizarlo con el telón de fondo del último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de las Naciones Unidas: allí se dice expresamente que la causa del alarmante calentamiento global es debido a la acción humana.

Con reflexiones que parten más desde nuestro campo profundo, Pedro Peretti dijo recientemente que “a la medición del modelo (agrícola) hay que incorporarle el daño ecológico, el impacto en la salud pública o los gastos innecesarios que ocasiona en logística. También debe ponderarse la contribución que hace a la soberanía y seguridad alimentaria de la Nación”.

Como podemos ver, hay diversas y numerosas posturas y miradas vinculadas al desarrollo y el medio ambiente. Desde ciertos sectores se repite como un mantra el paradigma de que hay que producir para un mundo cada vez más hambriento. Esto es una trampa, puesto que no se habla de que el verdadero problema no es la insuficiente cantidad de alimentos, sino la desigualdad en su distribución –un problema de seguridad alimentaria. Se siguen utilizando –ingenuamente o no– ciertos conceptos sin tomar en cuenta todos los factores que entran en juego en la compleja trama de la producción y la distribución de alimentos. Estos factores son muy diversos, y en esta nota se consideran algunos de ellos. Seguro que este análisis estará incompleto. Los caminos por los cuales continuar en la esencial tarea de producir alimentos no están claros, y están llenos de obstáculos, tanto de la acción humana como de la propia naturaleza. En la arena de la producción agropecuaria estamos viviendo momentos históricos que, en cierto modo, de no dar en la tecla apropiada, podrían representar, en un futuro cercano, un escenario muy difícil. Los recursos naturales están cada vez más comprometidos. Los eventos climáticos son cada vez más dramáticos. La situación geopolítica mundial tampoco acompaña. Nuestra región –nuestro país– dentro del mapa mundial es una de las que aún posee los más ricos recursos naturales. Convendría leer lo que dice el último informe científico publicado por la Plataforma Intergubernamental Independiente sobre Biodiversidad y Servicios de Ecosistemas. Allí se menciona que “los servicios ambientales que ofrece la naturaleza del continente americano generan las mayores contribuciones para la calidad de vida de las personas. No hay otro lugar en el mundo con ecosistemas tan generosos, capaces de proporcionar alimentos, medicinas, aire y agua suficientes y de calidad, energía y territorios aptos para producir y habitar”. Sin embargo, continúa diciendo el informe, la deficiente administración del patrimonio natural y las arbitrariedades detectadas en el sistema productivo muestran que, en muchos casos, se dilapida el mayor bien con el que podríamos contar”.

 

Conformación del campo argentino y los sistemas productivos

Al ya complejo andamiaje para intentar analizar el panorama de la producción y los desórdenes ambientales hay que agregarle el carril de los sistemas o modelos productivos. Ser latifundista no está mal de por sí. Pretender hacer negocios con la producción agropecuaria tampoco entraría en la categoría de pecado capital. El conflicto aparece cuando la producción va en desmedro de recursos naturales o genera situaciones sociales injustas. La evidencia histórica dice que hay más posibilidades de que esto ocurra cuando se pondera el lucro sobre otros fines.

Sin embargo, la cuestión es más compleja aún, puesto que quizá no sea apropiado hablar de sistemas productivos a secas, descontextualizados. Lo que ocurre en lo meramente productivo está atravesado por los mismos resortes socio políticos que atraviesan toda la existencia humana en nuestra región. Los sectores involucrados en los diferentes sistemas productivos son también poseedores de cosmovisiones muchas veces contrapuestas. Para graficarlo de alguna manera simplista, podríamos decir que no es lo mismo cómo se para ante la vida un campesino que un productor de soja.

La conformación del sector productivo agropecuario en nuestro país tiene una larga historia, arrastrando desde sus orígenes situaciones de profundas injusticias sociales. Mempo Giardinelli y Pedro Peretti en su obra conjunta La Argentina agropecuaria señalan que “la gran victoria cultural de la oligarquía argentina es invisibilizar la presencia del latifundio, que es uno de los obstáculos culturales y materiales para el desarrollo de las fuerzas productivas del país”. Obviamente que hay todo un gradiente de posibilidades, pero para la mayoría de los productores del sector agropecuario hegemónico la producción es un fin en sí mismo: el resto de la vida pasa por otro lado. Existe una suerte de desconexión entre el negocio productivo y el resto de la existencia, tanto la personal como la socioambiental. Además, en general, este sector actúa como si tuviera más derechos que el resto de la sociedad, especialmente de los sectores más pobres. Esto podría ilustrarse citando recientes declaraciones de un productor ante medidas del gobierno para mediar en el precio de la carne: las medidas son vistas como una “apropiación de la producción de las provincias ganaderas para favorecer al conurbano bonaerense”. Frase que resume un profundo concepto de lo que para ciertos sectores de nuestro país significa el ser nacional.

En las antípodas del campo hegemónico está el otro campo. Las personas que viven allí no intentan hacer grandes negocios con la tierra y sus frutos. A pesar de vivir –y producir– en condiciones adversas, saben que la vida pasa por otro lado muy distante del lucro. Para una familia campesina, chacarera o de pueblos originarios, la vida en el campo incluye la producción, pero ésta no es un fin en sí mismo: la producción forma parte de su existencia, al igual que otras áreas de su vida. A deferencia del campo hegemónico, en el campo profundo la vida y la producción van por la misma senda.

Para continuar con este análisis podríamos –de forma también muy simplificada– dividir los sistemas productivos en convencionales y alternativos, con una enorme gama de grises entre medio. Los sistemas convencionales toman herramientas provenientes de los avances tecnológicos, y también de los sistemas alternativos. Asimismo, los alternativos tienen, por lo general, como sistema de base un sistema productivo tradicional o convencional. Dentro de los sistemas alternativos, o como contraposición a los convencionales –o más genéricamente, a los agronegocios– se habla hoy de sistemas productivos agroecológicos, o agroecología. Como ocurre a veces, cuando aparecen nuevas tendencias, a la agroecología se la presenta como un sistema innovador, cuando en realidad podría ser un “volver a las fuentes”. Es probable que, si un campesino escuchara las premisas básicas de un sistema agroecológico, pensaría “así es como he venido produciendo toda la vida”. Se presentan como innovadores determinados paradigmas productivos, invisibilizando al mismo tiempo a otros sectores y modelos productivos de larga data que ya contenían las premisas que ahora se presentan como transformadoras. Muchas veces, cuando un establecimiento productivo, bajo un sistema de producción convencional, se reconvierte a un sistema más sustentable, tendiendo a la agroecología, se lo señala como un modelo a seguir. Se hacen exhaustas notas periodísticas en medios –hegemónicos– especializados y se lo presenta como innovador y merecedor de premios. Desde ya, es bueno que modelos productivos convencionales tiendan a la reconversión hacia sistemas agroecológicos. Sin embargo, en los mismos círculos donde se piensan estos temas es muy raro escuchar sobre las bondades de los sistemas productivos de otros sectores, de lo que podríamos denominar el otro campo, un campo muchas veces silenciado en los medios y en las esferas estatales. Nuestro territorio está habitado por millares de chacareros y campesinos que desde siempre han producido con estándares que hoy podrían acercarse mucho a los planteados por la agroecología. Sería un acto de reparación histórica que, cuando se piensa en promover sistemas productivos sustentables, se tenga más presente la realidad de todo ese campo profundo que tiene mucho para enseñar y compartir, tal como está plasmado en una ley que divaga, al día de hoy, aun sin reglamentación.

 

COVID-19 y otras enfermedades emergentes

Al entrecruzar producción y medio ambiente aparecen en escena temas ligados a la salud pública veterinaria, al incremento de enfermedades que afectan a los animales salvajes, a los domésticos y a las personas. Especialmente, las de origen zoonótico que se transmiten desde los animales a la población humana, tal el caso de la COVID-19. Según la FAO, el crecimiento de enfermedades animales emergentes están ligadas “al incremento del movimiento de personas, bienes y animales domésticos”, léase globalización; “a los cambios en los sistemas productivos”, léase producción intensiva; y a “el debilitamiento de los sistemas de sanidad animal”, léase privatizaciones y desregulaciones.

En las ultimas décadas la frecuencia de patógenos con potencial pandémico se ha venido incrementando y hay una correlación directa entre la ocurrencia de enfermedades emergentes con la densidad poblacional –expansión de la frontera agrícola, apertura de rutas, comercio, cambios en el uso de la tierra– y la pérdida de biodiversidad. La evidencia sugiere que la humanidad está expuesta hoy a una mayor variedad de patógenos, con capacidad de evolucionar y potencialmente incrementar su patogenicidad.

En base a datos de enfermedades infecciosas conocidas desde 1940, se ha configurado una predicción de patógenos con potencial pandémico, y se viene notando que la ocurrencia de zoonosis está vinculada al crecimiento de la interacción de actividades humanas en zonas de interfase entre fauna salvaje, animales domésticos, actividades agropecuarias y pérdida de biodiversidad.

En nuestra región existe una zoonosis transmitida por murciélagos conocida como rabia paresiante, enfermedad que afecta a numerosos animales domésticos como bovinos, porcinos, caprinos y equinos. Esta enfermedad se ha venido incrementando con el aumento de la concentración de ganado desde la llegada de los colonizadores –el ganado representa una fuente de sangre más fácilmente accesible que la de los animales salvajes–, el aumento de los refugios para murciélagos con las edificaciones, la deforestación y la reforestación. Otro ejemplo de enfermedades emergentes vinculada a los sistemas productivos es la influenza aviar, enfermedad zoonótica que tiene en vilo a los sistemas de vigilancia epidemiológica mundiales. Los cerdos pueden ser portadores tanto del virus de la influenza –o gripe– de las aves como del de los humanos. Estos virus pueden recombinarse, haciendo un traspaso de genes y mutando hacia una nueva forma que podría transmitirse fácilmente entre las personas. Cuando aumenta la cantidad de cerdos criados en confinamiento, en sistemas intensivos, aumentan los riesgos de recombinación del virus de influenza y de que adquiera características pandémicas. Siguiendo con la producción porcina, hoy, en regiones de Asia, ocurre una zoonosis producida por el virus Nipha, transmitido por murciélagos fructívoros que se alimentan cerca de granjas porcinas: virus capaz de infectar un amplio rango de huéspedes animales y de alta letalidad para las personas.

Volviendo a nuestro país, y siguiendo con el impacto de enfermedades emergentes vinculadas a la producción, el incremento en la incidencia del síndrome urémico hemolítico causado por una toxina producida por la bacteria Escherichia colli se encuentra relacionado con la intensificación de la producción ganadera, especialmente la de carne bovina en sistemas de engorde a corral o feedlots.

Lamentablemente, la lista de enfermedades zoonóticas emergentes es extensa, pero todas ellas, de algún modo u otro, señalan la interrelación existente entre los sistemas de producción animal y el medio ambiente.

La pandemia actual se considera una enfermedad de origen zoonótico estrechamente vinculada a la pérdida de biodiversidad. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dice que el SARS-CoV-2 demuestra el impacto que pueden tener estas enfermedades zoonóticas emergentes y que, para prevenirlas, es esencial conocer cómo se originan. La explicación científica más probable al día de hoy es que el virus de la COVID-19, circulante en una población animal, en determinado ecosistema se haya visto obligado a dejar ese nicho para pasar a circular y adaptarse a una nueva especie y nuevas condiciones. Lo mismo ocurrió con otras recientes epidemias producidas por coronavirus como el SARS- CoV (2003) y el MERS-CoV (2012). Cabe preguntarse si nos daremos el espacio y el tiempo para pensar las razones que originaron la COVID-19, y si una vez identificadas las causas podremos activar los mecanismos necesarios para comenzar a revertir los escenarios de riesgo. Para esto sería importante que diferentes estamentos de la administración pública comiencen a juntarse y, desde la instancia pública, pasar a un espacio de reflexión en conjunto con otros actores para analizar acciones a desarrollar. Dados los intereses económicos en juego, hará falta trabajar mucho en consensos y en alianzas multisectoriales, como así también en fortalecer todas las iniciativas globales que en este aspecto se estén gestando. Nos deberíamos preguntar por qué, a pesar de que lo que estamos viviendo con la pandemia tiene características como pocas veces hemos enfrentado, la respuesta no abarca el análisis profundo de su origen y causas. Además, deberíamos también animarnos a mirar de frente la interrelación existente entre la ocurrencia de enfermedades con los sistemas productivos y el medio ambiente. Como dice Jean-Luc Nancy en su libro Un virus demasiado humano: “No basta con erradicar el virus, otras pandemias amenazan si la maquinaria sigue funcionando igual”.

No puedo cerrar este capítulo sin al menos nombrar el tema del uso indebido de agroquímicos. Lo haré plasmando el panorama vertido en el libro Transformaciones en los modos de enfermar y morir en la región agroindustrial de Argentina, del Instituto de Salud Socioambiental de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Rosario. Este ensayo da cuenta de relevamientos sanitarios en pueblos y ciudades de la provincia de Santa Fe, señalando los siguientes daños colaterales de la producción: malformaciones congénitas, problemas respiratorios y pulmonares, enfermedades oncológicas, abortos espontáneos. No está en el objetivo de este artículo, por lo extenso y complejo del tema, pero es indudable que el sistema productivo imperante en nuestro país, basado en altas –y descontroladas– demandas de agroquímicos, necesita al menos una urgente revisión.

 

Marco legal y rol del Estado

A modo de paréntesis comienzo este capítulo con un dato histórico que ilustra cómo se forjó el campo argentino: el 17 de febrero de 1922 en estancias de la provincia de Santa Cruz se produjo una trágica represión militar a trabajadores agrarios en huelga: episodio que hoy en día está caracterizado como un crimen de lesa humanidad y que dejó un saldo de 1.500 personas fusiladas por el ejército enviado por el presidente Yrigoyen. A esa postal sumemos toda la masacre de la mal denominada “Conquista del Desierto”, y vengámonos a hoy y los litigios generados en escondidos lagos patagónicos. Nuestra historia rural es tristísimamente injusta…

Otro elemento que compone el rompecabezas vinculado a la producción de alimentos es la conformación del marco legal que ampara la producción y la comercialización de los productos agropecuarios en nuestro país. Este marco fue generado, casi en su totalidad, por gobiernos antidemocráticos y atravesados por políticas netamente antipopulares: Ley de Policía Sanitaria de los Animales, 1906; Reglamento de Inspección de Productos de Origen Animal, 1968; Código Alimentario Argentino, 1971; Ley Federal de Carnes, 1981. Ya más cerca de este siglo, por el decreto 815 de 1999, durante el último mandato de Menem, se creó el Sistema Nacional de Control de Alimentos con el “objetivo de asegurar el fiel cumplimiento del Código Alimentario Argentino”. Además, todo este sistema fue pensado para un país netamente agroexportador. Fue –en cierta manera lo sigue siendo– motorizado por sectores que se benefician en forma directa de las exportaciones. Este sistema de alimentos, que tiene en cuenta solamente ciertos sectores privilegiados, no solo es injusto, sino que además genera condiciones que, fomentando la informalidad de sectores productivos menos favorecidos, pone en riesgo la sanidad de los productos agropecuarios –y con ello la producción, la comercialización y las exportaciones.

Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), un sistema de vigilancia epidemiológica tiene entre otros objetivos identificar las modificaciones que se puedan estar produciendo en la población respecto a las enfermedades transmisibles, los factores de riesgo, los cambios medioambientales –ecológicos y sociales–, los procedimientos, la calidad de los servicios de salud y los indicadores del estado de salud. Además, se hace hincapié en la interacción entre los niveles locales, provinciales y nacionales y la dinámica entre los sectores públicos y privados.

Nuestro país cuenta con un sistema de atención pública veterinaria a lo largo de todo el territorio nacional conformado por organismos estatales nacionales (SENASA), provinciales y municipales. El SENASA es uno de los organismos públicos nacionales con mayor llegada territorial. Sin embargo, su accionar no está apropiadamente acompañado por sus contrapartes provinciales y municipales, debido a la carencia de recursos en dichas jurisdicciones. En todo este sistema de vigilancia epidemiológica también juegan un rol preponderante el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y las universidades de Ciencias Veterinarias, como así también los productores agropecuarios y la industria proveedora de alimentos.

Un sistema de vigilancia eficiente debe contar con acciones coordinadas y de participación entre las autoridades municipales, provinciales y nacionales, tanto en el ámbito de la salud pública como en el de la sanidad animal. Asimismo, debe haber una ligazón entre la investigación y los ámbitos educativos con el mundo concreto de la producción y la elaboración de alimentos. Como ya dijimos, desde sus orígenes nuestro sistema de salud pública veterinaria tuvo una fuerte impronta sesgada hacia la exportación, orientada al control de enfermedades que afectan la comercialización –por ejemplo, la Fiebre Aftosa. Es por esto que nuestro país históricamente no ha hecho suficientes esfuerzos en fortalecer los sistemas de atención veterinaria local para atender enfermedades que afectan a poblaciones rurales postergadas –no por nada a estas enfermedades se las denomina enfermedades desatendidas: Hidatidosis, Brucelosis caprina, Chagas, etcétera.

La salud pública veterinaria se integra dentro del enfoque de Una Sola Salud, interrelacionando los riesgos sanitarios y la preservación de la integridad de los ecosistemas para beneficio de la salud humana y de los animales domésticos y de la biodiversidad. Por eso es imperativo un espacio de trabajo en común entre los estamentos del Estado vinculados a la Sanidad Animal (Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, SENASA), la Salud Pública (Ministerio de Salud) y el Medioambiente (Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible). Por diversas razones que fueron generándose a lo largo de nuestra historia, nuestro país no cuenta a lo largo de todo su territorio con un sistema de vigilancia epidemiológica integral de envergadura para asumir los desafíos sanitarios que podrían acarrear producciones animales a gran escala. En un mundo en el que su población humana va creciendo gradualmente, que a la vez está mejor informada y más interconectada, y que alcanzará los nueve mil millones de habitantes hacia el año 2050, los sistemas industriales de producción de proteínas de origen animal de todo tipo se verán severamente presionados para proveer alimentos pecuarios de alta calidad, contemplando parámetros de seguridad alimentaria, bienestar animal y sustentabilidad ambiental. Es fundamental el rol del Estado para evitar problemas ambientales o sanitarios. También necesitamos un Estado audaz, innovador, y con un trabajo de concientización hacia adentro de sus mismas estructuras, para promover cambios culturales. Los organismos y áreas oficiales del Estado –de todas las jurisdicciones con competencia en la producción agropecuaria– están consustanciados con el modelo de producción hegemónico. Es necesario desarrollar un trabajo en los organismos públicos para que los funcionarios y las funcionarias tengan una visión integral de los desafíos aparejados al desarrollo productivo. El Estado en nuestro país es una poderosa herramienta que –salvo tímidos intentos durante gobiernos progresistas, nacionales y populares– ha estado siempre al servicio de intereses sectoriales de minorías acomodadas de nuestra sociedad.

Uno de los principales objetivos que deberían tener las administraciones del Estado es poder pensar y plasmar políticas públicas, abarcando ejes que contemplen armoniosamente factores económicos, sociales y ambientales. Producir para crecer, crecer para distribuir, distribuir pensando en el bienestar de las mayorías: todo en ciclos virtuosos, donde la generación de divisas sea tan importante como la generación de una mejor calidad de vida para toda la población, preservando la naturaleza.

 

Últimas palabras, abordaje

Para finalizar, quisiera dejar planteadas algunas líneas tendientes a la búsqueda de soluciones. Más allá de las controversias que se generan al encarar desarrollos productivos y su impacto en el medio ambiente, habría que pensar en algo que es previo al proyecto productivo en sí: generar ámbitos adonde se discutan, se definan y se ejecuten dichos proyectos. De algún modo es necesario pavimentar los carriles por donde avancen las iniciativas. Es importante trabajar en los mecanismos que garanticen la participación de todos los actores directa o indirectamente involucrados, y la transparencia en todas las fases del proyecto. En general, ante cualquier emprendimiento productivo a encarar como política pública, cuanta más participación ciudadana exista y cuanto más fluya la información, más posibilidades habrá de plasmar proyectos que cumplan sus metas económicas sin generar inconvenientes sociales o medioambientales “colaterales”. Aunque no es sinónimo de garantía plena, la participación afianza las probabilidades de concreción de cualquier emprendimiento productivo. Participación con ámbitos propicios para ella, y donde se puedan sentar todas las posturas, sin bloquear debates necesarios, respetando las diferencias, haciendo lo imposible para llegar a posturas consensuadas.

La participación va de la mano de la comunicación. Cada tanto se insiste en “aterrizar” proyectos de desarrollos productivos “llave en mano”, donde todo ya ha sido pensado y pareciera estar resuelto. En general, dado que estos proyectos traen aparejadas importantes inversiones, es entendible que generen buenas expectativas en varios sectores, tanto del gobierno como de algunos sectores productivos. Más allá de que muchas veces podría tratarse de proyectos productivos que representarían un beneficio económico importante para el país, el simple hecho de no haber pasado por instancias previas de participación genera condiciones ríspidas que terminan impidiendo o dificultando su implementación. Las mayores resistencias para la ejecución de proyectos que intentan desembarcar ya cerrados y que no han pasado por instancias previas de participación, información o debates se encuentran justamente en haber pasado por alto dichas instancias. Otra vez: nada garantiza que el pasar por instancias previas de participación ciudadana vendrá acompañado de la aceptación y una fácil implementación. Pero el camino inverso conduce con más facilidad a la no concreción del desarrollo productivo. El rol del Estado en la tarea de generar espacios participativos es crucial.

 

Matías Fernández Madero es médico veterinario, master en Medicina Preventiva Veterinaria.

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