Reconocer el trabajo en la economía popular, ampliar derechos y atender las necesidades sociales

En el artículo “Políticas públicas para la economía popular, social y solidaria: potencialidades y desafíos en la Argentina actual”, publicado en el número 33 de esta revista, analizamos el proceso de institucionalización de las políticas de promoción de la economía popular, social y solidaria en Argentina. Allí señalamos dos nudos problemáticos que limitan el desarrollo, la sostenibilidad y el reconocimiento social y cultural de estas actividades en tanto trabajo y, a partir de ello, el acceso a derechos laborales.

El primero de estos nudos problemáticos refiere al modo en que se piensa el trabajo en estas políticas, tensionado entre su promoción como medio de integración social y su uso como un recurso de la asistencia. Esta tensión atraviesa la forma en que se conciben las protecciones e intervenciones estatales, reactualizando la dicotomía entre trabajadores y asistidos y (re)produciendo desigualdades sociales y laborales, principalmente respecto de las condiciones del trabajo asalariado.

El segundo, se vincula con los límites del trabajo asalariado como horizonte de sentido en la definición del sujeto de la protección social, en la organización de las políticas públicas y como espacio privilegiado de la integración social de personas y grupos que han sido marginados y excluidos del mercado de empleo formal. Ya hace tiempo distintos especialistas señalan que el problema de la desocupación y los bajos ingresos no puede ser resuelto simplemente a partir del crecimiento económico. Las transformaciones tecnológicas y del mundo del trabajo a nivel global y local marcan límites a la integración del conjunto de los trabajadores y las trabajadoras a la sociedad de mercado, y tampoco es posible “volver” a la sociedad salarial de pleno empleo –que además en América Latina nunca existió plenamente. Para algunos y algunas, esto no sería ni siquiera deseable.

En junio de 2020 se puso en marcha el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (RENATEP), creado en 2016 a partir de la sanción de la Ley de Emergencia Social, con el objetivo de reconocer, formalizar y garantizar los derechos de las trabajadoras y los trabajadores de la economía popular. Este registro es una de las principales políticas de reconocimiento y su implementación efectiva se dio a partir de la incorporación de referentes de las organizaciones del sector a las estructuras del Estado, en particular en la Secretaría de Economía Social del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Se trata de un sistema de información laboral y sociodemográfica que busca constituirse en una herramienta clave, tanto para el registro de estos trabajos, como para la planificación y gestión de políticas destinadas al fortalecimiento y la protección del sector. Por primera vez, la economía popular cuenta con datos oficiales que permiten cuantificarla y caracterizarla de forma más precisa.

A pesar de las múltiples dificultades que planteó el contexto de la pandemia y la consiguiente necesidad de realizar la inscripción de forma virtual –con los límites que esto supone para una población que muchas veces carece de los recursos y la conectividad necesarios para ello– desde su puesta en marcha se han inscripto 2.830.520 de personas en todo el país. Se estima que la economía popular integra a 4,5 millones de trabajadores y trabajadoras (RENATEP, 2021a, 2021)

Se trata de personas que cotidianamente inventan sus propios trabajos a partir de saberes, capacidades y prácticas invisibilizadas y débilmente reconocidas, pero que viabilizan la reproducción de la vida de una parte muy significativa de los hogares del país. La pandemia y las medidas para hacer frente a la emergencia sanitaria pusieron al desnudo las transformaciones del mundo del trabajo hacia la exclusión y la precarización, las desigualdades y la desprotección. Como contracara se puso en evidencia la centralidad de estas economías para el sostenimiento de la vida, tanto por su capacidad de reinventar el propio trabajo, como por el amplio despliegue de estrategias de apoyo a los hogares cuyos ingresos se vieron drásticamente reducidos por la imposibilidad de salir a trabajar, en un contexto de profunda crisis económica. También a partir de su rol esencial en la implementación de políticas sociales: organizando la distribución y preparación de los alimentos; manteniendo las condiciones de higiene, seguridad y cuidado en los comedores y espacios comunitarios; organizando ámbitos de formación, trabajo y acompañamiento de situaciones de violencia de género; entre otras tareas, que hacen posible que los recursos estatales lleguen efectivamente a sus destinatarios y destinatarias, y agregando valor a los recursos que proveen las políticas, que muchas veces resultan insuficientes o inadecuados para atender a las necesidades y abordar los problemas que se proponen. Son ellas y ellos quienes se pusieron al hombro la ardua tarea de acompañar, sostener y cuidar en los momentos más difíciles de la pandemia, cuando los espacios escolares, de sociabilidad y de cuidado estuvieron cerrados o fuertemente limitados para evitar la expansión del COVID-19. Del total de personas inscriptas en el RENATEP a agosto de 2021, 737.114 (28,8%) se dedican a la rama de servicios socio-comunitarios, y en su mayoría son mujeres cuya labor es esencial para el sostenimiento de la vida (RENATEP, 2021).

Otras de las ramas de actividad de la economía popular registradas por el RENATEP son los servicios personales y otros oficios (32,8%); el comercio popular y el trabajo en espacios públicos (12,1%); la construcción e infraestructura social y mejoramiento ambiental (9,2%); la agricultura familiar y campesina (8,3%); y la recuperación, el reciclado y los servicios ambientales (3,9%). Todas estas actividades generan trabajo y responden a necesidades sociales fundamentales: los circuitos de comercio popular viabilizan el acceso a bienes y servicios en los barrios y en los hogares a precios accesibles, allí donde ni el mercado ni el Estado los garantizan. El trabajo de recuperación de residuos es clave para pensar los desafíos del cuidado y la sostenibilidad del ambiente, y la agricultura familiar y campesina es una pieza fundamental para garantizar el acceso a alimentos saludables a precios justos. En un contexto como el actual, en el que la inflación vuelve a colocar en agenda la disputa por los precios de los alimentos en un mercado fuertemente concentrado, la economía popular es sin dudas un actor clave.[1] La construcción de viviendas, la mejora y la ampliación de la infraestructura social son necesidades urgentes para resolver el déficit habitacional y las condiciones de precariedad de más de cinco millones de personas que habitan en los 4.416 barrios populares del país (RENABAP, 2021).

Estas actividades también forman parte de distintas cadenas de valor que se articulan con la economía formal en un lugar fuertemente subordinado. Algunos ejemplos de ello son el trabajo que realizan los cartoneros que aportan materiales reciclables para la producción industrial; los vendedores ambulantes que comercializan productos de grandes empresas que no podrían ser colocados en otros circuitos comerciales; o los productores de ladrillo artesanal para la construcción, entre otros.

Los datos que aporta el RENATEP hablan claramente de trabajo y de tareas que resultan indispensables o esenciales, tal como se refirió a aquellas actividades impostergables cuyo funcionamiento debía garantizarse en el contexto de aislamiento social, preventivo y obligatorio para hacer frente a la pandemia. A pesar de ello, quienes las llevan adelante muchas veces no son reconocidos como trabajadores y trabajadoras. Esto se expresa en las condiciones de precariedad en las que desarrollan el trabajo; los bajos o nulos ingresos que perciben por las tareas que realizan; la criminalización, principalmente de quienes trabajan en espacios públicos; la discriminación, la estigmatización, el racismo y las barreras de acceso a derechos sociales y laborales que encuentran por distintas razones. De acuerdo con los datos del Primer Informe del RENATEP (2021a) solo el 22,4% de las personas inscriptas –a mayo de 2021– eran titulares de la Asignación Universal por Hijo, y el 22,1% del Programa Potenciar Trabajo. Además, solo el 5,2% se encontraban registradas en alguna categoría tributaria, la mayor parte como monotributistas sociales (4,65%) o de las categorías A y D del régimen simplificado. Esto significa que la gran mayoría no cuenta con aportes para una jubilación futura, ni con cobertura de salud, y tampoco con la posibilidad de tener licencias o asegurarse contra otros riesgos del trabajo.

Para el pequeño grupo que se encuentra registrado podemos señalar los límites de la figura del Monotributo respecto de la baja calidad de las prestaciones que habilita y las desigualdades de protección respecto del trabajo asalariado formal. También el desconocimiento de la especificidad de estos trabajos y del carácter colectivo de muchas de las unidades productivas que conforman la economía popular: 49,5% de las personas inscriptas en el RENATEP manifestaron que realizan su trabajo de forma colectiva: entre las formas predominantes se encuentran las organizaciones sociales y comunitarias. Las cooperativas y los emprendimientos familiares y asociativos también forman parte de las estrategias de organización laboral colectivas que la figura individual del Monotributo desconoce (RENATEP, 2021).

El 18 de octubre de 2021 se firmó el decreto 711 que, de acuerdo a sus considerandos, busca contribuir a uno de los objetivos principales del Gobierno Nacional: “que los distintos programas de empleo, inclusión laboral y desarrollo socioproductivo destinados a personas desempleadas o con trabajos precarizados se transformen en mecanismos que incentiven la incorporación de estas trabajadoras y estos trabajadores al empleo asalariado registrado o a otros modos de desarrollo de actividad productiva ajustados a las formalidades tanto registrales como tributarias”. Uno de los programas alcanzado por esta medida es Potenciar Trabajo, creado en marzo de 2020 mediante la resolución 121 del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (RMDS 121/20), con el propósito de “contribuir al mejoramiento de la empleabilidad y la generación de nuevas propuestas productivas a través de la terminalidad educativa, la formación laboral, la certificación de competencias, así como también la creación, promoción y fortalecimiento de unidades productivas gestionadas por personas físicas que se encuentren en situación de alta vulnerabilidad social y económica, con la finalidad de promover su inclusión social plena y mejoramiento progresivo de ingresos con vistas a alcanzar la autonomía económica”.

Potenciar Trabajo integró a quienes percibían el programa Hacemos Futuro y el Salario Social Complementario y ofrece dos tipos de prestaciones: una económica individual, denominada Salario Social Complementario, con el fin de “contribuir a la satisfacción de las necesidades básicas de los beneficiarios y sus familias y promover el sostenimiento, fortalecimiento y sustentabilidad de las actividades que lleven a cabo” –el valor de este ingreso mensual se estableció en la mitad del salario mínimo, vital y móvil–; la segunda prestación fue el otorgamiento de subsidios o créditos destinados a “fortalecer los proyectos socio-productivos, socio-laborales y socio-comunitarios que se ejecuten en el marco del programa” (RMDS 121/20). Como podemos observar, sus lineamientos se vinculan con las luchas por el reconocimiento del trabajo en la economía popular que vienen sosteniendo las organizaciones de representación del sector, hoy nucleadas principalmente en la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP). De allí que la prestación económica mantiene la denominación de Salario Social y se concibe como un complemento de los ingresos generados en estos trabajos informales y precarios.

En la misma dirección que el mencionado decreto se presentó un Proyecto de Ley impulsado por el Ejecutivo y acompañado por algunos sindicatos. En distintos medios de comunicación y en general en el debate público estas iniciativas se presentaron como una propuesta para “convertir los planes sociales en trabajo”. Este tipo de iniciativas no son novedosas en nuestro país. Por el contrario, hace tiempo que forman parte de cierto sentido común –referido a los problemas de desempleo y pobreza– que desconoce quiénes son, qué hacen y qué condiciones de vida tienen las personas que perciben transferencias de ingresos del Estado. Un sentido común que contribuye a la estigmatización de los sectores populares y refuerza un ideal del trabajo asalariado como principal medio de distribución de ingresos, derechos y protecciones que no existe (Meda, 2007). Supone también un mercado laboral y una economía inclusiva, eficaz y virtuosa para la satisfacción de las necesidades que no se corrobora en la práctica.

En otro lugar (Hopp y Lijterman, 2018) señalamos que la obligación de trabajar y, a contraluz, el derecho a depender de forma legítima del trabajo social o de otros, son configuraciones socio-políticas que se constituyen en los procesos de problematización e institucionalización de las políticas sociales. La autovalía no se deriva exclusivamente del trabajo, ni de las condiciones en que éste es realizado, sino de un complejo entramado político-institucional y cultural que sostiene la existencia de los individuos y hace posible –o limita– el desarrollo de las capacidades. Sin embargo, los soportes político-institucionales, sociales y comunitarios que sostienen la vida social e individual se encuentran naturalizados e invisibilizados. La creación del RENATEP y las propuestas para “convertir los planes en trabajo” invitan a volver a problematizar los modos en que las distintas formas laborales y los soportes institucionales que se construyen en relación a ellas son reconocidos o desconocidos, y cuáles son los fundamentos que sostienen su valoración o su impugnación social.

En el caso del RENATEP podemos plantear que se trata de un sistema de información que se institucionaliza y sostiene “desde abajo”, es decir, a partir de la demanda de las propias organizaciones de la economía popular de registrar y visibilizar su actividad con miras a garantizar derechos del trabajo. Algunos de sus referentes se encuentran a cargo de la gestión del Registro y articulan su implementación para hacer posible una inscripción masiva. Este registro participa de la disputa por la definición y la interpretación de los problemas sociales que atañen a quienes conforman la economía popular. La información sociodemográfica y laboral que produce tiene un potencial para contribuir a la construcción de políticas públicas que inscriban a estos sujetos en el espacio del trabajo y del reconocimiento de derechos –más allá de las necesidades acuciantes que sin duda requieren de formas de asistencia social.

Por el contrario, el marco de intervención que promueven el Decreto 711/2021 y el proyecto de ley presentado reactualizan los nudos problemáticos observados y profundizan la dicotomía entre trabajadores y asistidos, anclada en un ideal del trabajo asalariado que no existe. De este modo –y tal como señalaron las organizaciones del sector–, más allá de las “buenas intenciones” que puedan sostener este tipo de medidas, es necesario discutir la concepción del sujeto de la política social y del trabajo que suponen. Quienes perciben actualmente programas sociales como el Potenciar Trabajo están trabajando –en condiciones de suma precariedad y desprotección– y muchos de ellos y ellas tienen múltiples ocupaciones –mal remuneradas y no remuneradas, como el trabajo doméstico y de cuidados al interior del hogar y en espacios socio-comunitarios– con jornadas laborales muy extensas e intensas. Ningún hogar puede sostenerse con medio salario mínimo y el crecimiento o la reactivación económica no alcanzan para integrar al conjunto de trabajadores y trabajadoras en condiciones aceptables a la vida social. Ante ello, la economía popular ofrece un espacio de trabajo y de reconocimiento para una parte muy significativa de la población, mayormente conformada por mujeres[2] y jóvenes que son quienes mayores dificultades para la inserción laboral encuentran. 57% de personas inscriptas en el RENATEP son mujeres y 64,2% tiene entre 18 y 35 años (RENATEP, 2021).

Más allá de las modificaciones de estos “planes” que buscan impulsarse, el mundo del trabajo ha cambiado y la sociedad salarial –que, como ya mencionamos, en América Latina nunca existió plenamente– está hace tiempo en crisis. Sin embargo, este ideal mantiene una gravitación importante en el diseño de políticas públicas que no logran reconocer plenamente a la economía popular, social y solidaria como un actor económico de relevancia. Desde la perspectiva de la economía social y a partir de un análisis crítico del mundo del trabajo actual, la idea de salario reduce la heterogeneidad de experiencias laborales que se despliegan en la economía popular, considerando una única forma de organización del trabajo y de acceso a la protección social legítima.

Por ello, “el objetivo de convertir las diferentes prestaciones de asistencia a personas desempleadas o con trabajos precarizados en incentivos para la contratación de sus beneficiarios y beneficiarias bajo la forma de empleo asalariado registrado en el sector privado” (Decreto 711/2021) no es un propósito realista ni deseable, tal como está formulado. La mejora de las condiciones de trabajo y de vida de millones de trabajadores y trabajadoras de la economía popular, social y solidaria requiere nuevos diagnósticos que habiliten una lectura compleja y una comprensión de estas formas de trabajo orientadas a la reproducción de la vida, que plantean nuevas formas organizativas, de sociabilidad y de articulación entre las esferas laboral, doméstica y comunitaria, que no son para nada estrategias transitorias.

Este cambio de perspectiva puede contribuir a ampliar nuestra imaginación y nuestra habilidad de construcción de nuevas instituciones de protección que fortalezcan estas economías y potencien su capacidad de dar respuesta a las necesidades sociales esenciales a partir del reconocimiento de su especificidad y las particularidades de cada rama de actividad en que se organizan.

La posibilidad de reconocer, fortalecer y orientar las capacidades y saberes que se ponen en la economía popular hacia la atención de necesidades sociales es una estrategia que permitiría abordar de forma integral distintos problemas sociales y laborales urgentes a través del trabajo que desarrollan cotidianamente estos trabajadores y trabajadoras.

 

Referencias

Hopp M y E Lijterman (2018): “Trabajo, políticas sociales y sujetos merecedores de la asistencia: acuerdos y debates en el nuevo contexto neoliberal en Argentina”. Perspectivas de Políticas Públicas, 8, 15, 139-171.

Meda D (2007): “¿Qué sabemos sobre el trabajo?”. Revista de Trabajo, Buenos Aires, 4, 17-32.

Registro Nacional de Barrios Populares (2021): Informe de gestión. Primer semestre 2021. www.argentina.gob.ar/sites/default/files/informe_primer_semestre_2021-_sisu_9_de_agosto.pdf.

Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (2021): Diagnóstico y perspectivas de la economía popular. Reporte Agosto 2021. www.argentina.gob.ar/sites/default/files/renatep_-_diagnostico_y_perspectivas_de_la_economia_popular_reporte_agosto_2021.pdf.

Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (2021a): Hacia el reconocimiento de las trabajadoras y los trabajadores de la economía popular. Primer informe de implementación. Mayo 2021. www.argentina.gob.ar/sites/default/files/2021/05/informe_completo_renatep.pdf.

 

Malena Victoria Hopp es doctora en Ciencias Sociales, magister en Políticas Sociales y licenciada en Trabajo Social (UBA). Investigadora del CONICET, del Instituto de Investigaciones Gino Germani y del Centro Cultural de la Cooperación. Docente de la Universidad de Buenos Aires.

[1] Tal como señalan diversas organizaciones del sector nucleadas en Ata Red, “el alimento no puede ser un negocio, sino un generador de trabajo digno y precios justos”. https://www.facebook.com/AltaRedPopular/

[2] “La feminización del sector de la economía popular contrasta notablemente con la masculinización de la población trabajadora del mercado laboral asalariado privado, registrado por el Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA) donde las mujeres representan sólo el 32,9%” (RENATEP, 2021: 5).

 

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