Quizás un nuevo ciclo: la gestión de la política social

La política social, como espacio de acción del Estado que puede diferenciarse de otras políticas, no nació por voluntad propia. La desestructuración que provocó la implementación de las recetas neoliberales, primero en la dictadura y luego en el gobierno de Carlos Menem, lograron un efecto clave señalado tempranamente por Pierre Rosanvallon: la separación entre lo económico y lo social que, según el autor, era uno de los triunfos del avance neoliberal. De un momento a otro las condiciones de vida de millones de personas dejaron de ser un tema de política económica, para desplazarse al naciente mundo de las políticas sociales. Es cierto, también algunas particularidades etarias o situacionales empujaron el nacimiento de esta especificidad, pero es algo difícil de comprender sin observar las realidades de exclusión social que aquellas reformas provocaron. Entonces, la reflexión sobre la situación social y la construcción de políticas a tal efecto significaron dos procesos en uno, con mucho de ensayo y error.

En términos generales podría decirse que hubo dos grandes períodos de la política social. El primero estuvo dominado por la implementación de las políticas focalizadas en detrimento de la universalidad, considerada un criterio de ineficacia. Todo ello se sostenía en una idea base: se trataba de recomponer capacidades individuales, de modo que cada persona debía diseñar su propia estrategia para reinsertarse en el mercado laboral, ser empleable. Al mismo tiempo, realidades tan diversas generaron numerosos programas sociales, muchos de ellos enlatados, sin que se supiera exactamente su impacto. Se referían a una reconstrucción, pero inevitablemente corrían detrás de las emergencias.

Lentamente se inició un viraje hacia un nuevo diseño, empujado por la grave situación social desbordada por programas que pensaban en un largo plazo, en un contexto de deterioro económico. Se asumió que la estrategia debía consistir en otorgar a las personas simplemente dinero. Nacen así las Transferencias de Renta Condicionada (TRC) a cambio de alguna contraprestación: ciudadanía desempleada recibiría una suma por parte del Estado. También sobre esto existe mucha literatura y experiencias. Por lo pronto, es evidente que en situaciones críticas –como la crisis de 2001 en Argentina– lograba un efecto inmediato: las familias podían hacerse de los bienes imprescindibles para su alimentación. El Plan Jefas y Jefes, por otra parte, incorporó una perspectiva de género en su denominación, no presente hasta ese momento. Las TRC crecieron en toda la región con distintos diseños, lidiando con la cuestión del empleo y sus nuevas definiciones, como así también con el modo en que ello se organizaba –o no.

Con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno y más precisamente en los gobiernos de Cristina Fernández, se buscó una nueva orientación del área. En ese sentido hay cierta tensión que recorre el período: por una parte, la certeza respecto de que la cuestión social requiere de políticas que fomenten el comunitarismo, la participación y la organización social, alentada desde el Estado. Por la otra, la implementación de políticas de transferencia, aunque en otra concepción –que ya mencionaré. Desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (MDSN) se alentaron iniciativas que tuvieran que ver con la organización social. Mi impresión es que los Centros de Integración Comunitaria (CIC) fueron la iniciativa más relevante y novedosa, articulando tres dimensiones de la política social que buscaban implementar: posibilitar políticas de distintos niveles del Estado en un solo espacio, fomentar la participación social y –la más relevante– generar una nueva presencia del Estado nacional en el territorio. Esta política estuvo acompañada por otras, como los Centros de Referencia, prácticas que aplicaron también distintos ministerios: una suerte de reterritorialización del Estado-nación, estableciendo presencia en el territorio y desandando –de alguna manera o en algunos aspectos– los anteriores procesos de descentralización.

La otra dimensión, como decía, refiere a la transferencia de ingresos. En 2009 nació la Asignación Universal por Hijo (AUH) que garantiza el pago a padres o madres sin empleo formal de una asignación por cada hijo o hija menor de edad, replicando el ya histórico salario familiar que reciben quienes poseen un empleo registrado. Se trató de equiparar un derecho, pero aun cuando ello ya era un salto cualitativo, implicó algo más: leer que la situación de informalidad en la que trabajan millones de personas está lejos de ser un fenómeno coyuntural, y estructura ya parte de la economía nacional. Es una pésima noticia, pero no es algo de lo que saldremos en el mediano plazo. La salida individual que pregona el neoliberalismo desde los 90 choca inevitablemente contra las realidades estructurales. La AUH es el resultado de asumir esa realidad: es una respuesta institucional de carácter estable para quienes trabajan en la informalidad, y también es un dato el tiempo en que esa lectura demoró en llegar al Estado.

De este modo, fueron dos lógicas las que atravesaron la definición de las políticas sociales en el período: estimular la organización comunitaria con apoyo del Estado –que implicó el fuerte crecimiento de la economía social-popular– y garantizar ingresos como derecho –expresado en la AUH y en otras políticas, como el PROGRESAR. El macrismo mantuvo algunas políticas, desfinanciándolas, o bien sin un proyecto político para sostenerlas, a la vez que agravaba la cuestión social.

Todo ello nos trae a este presente. Más de 30 años de políticas sociales ya tienen su propia vida, su historia, sus vueltas. Una de esas marcas la constituyen los actores; la otra, la gestión estatal. No son pocos los actores, ni baja su relevancia. Si bien el Estado nacional desplegó distintas políticas, ha sido notable el incremento de la participación de los gobiernos provinciales y municipales. Arrastrando problemas de recursos de diverso tipo, es notable el incremento tanto cualitativo como cuantitativo en la cuestión social. Diversos trabajos dan cuenta del incremento del gasto en asistencia y promoción social por parte de los municipios, como así también en las áreas de salud y educación en las provincias luego de la descentralización.

La política social se produce en diversos territorios estatales, los cuales impactan con distinta intensidad y varias dimensiones: nación sigue siendo el actor con la mayor cantidad de recursos o capacidades, y municipios y provincias con la presencia permanente, cercana e inmediata. El despliegue de cada uno sin duda produce efectos diversos, por ello vale mencionar su rol como actores por separado. Por otra parte, los actores en la sociedad civil: si el crecimiento del sector informal puede observarse notoriamente desde la década del 90, e incluso un poco antes, la novedad de los últimos 15 años es su capacidad organizativa. Los emprendimientos individuales y grupales se han reproducido sin cesar. Las etapas de expansión del empleo registrado no alcanzaron para incorporar toda la búsqueda de trabajo y el sector fue alcanzando un volumen económico y social –y político– cada vez más relevante.

Resumiendo: hoy la política social se caracteriza por la incidencia de los tres niveles de gobierno con distinto énfasis, llevando adelante políticas que se dividen entre la promoción y la organización social –cooperativas, emprendimientos productivos, comedores, capacitación, es decir, la lógica de fortalecer lazos sociales y tejidos productivos– y que se despliegan articuladas con actores colectivos organizados que representan a buena parte de los sectores excluidos. Por otra parte, se aplican políticas de ingresos directos de distinto diseño –AUH, PROGRESAR, Tarjeta Alimentar o IFE– las cuales establecen una relación directa entre Estado y ciudadana o ciudadano, sin necesidad de organización ni participación social.

La dualidad metodológica que puede observarse en estos dos grandes grupos de políticas posee muy baja o nula articulación, pues parten de concepciones diferenciadas sobre la política social. Esta divergencia se expresa incluso institucionalmente: unas gestionadas por el MDSN y otras por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social a través de la ANSES. Surge aquí lo que entiendo es el aspecto que merece un debate académico y político, que debe incluir la concepción de la política social y el modo de pensar su gestión. Coexisten dos orientaciones de la política social con escasa articulación, aunque con algunos aspectos de complementariedad no siempre concebidos como tales. Esa falta de articulación se expresa en que la cuestión social está conducida desde dos ministerios, con prácticas, tradiciones, burocracias e historias diferentes –sin contar que hay otros programas en varios ministerios más. Es más sencillo decirlo que implementarlo, pero el Estado no debería reproducir la fragmentación social en sus oficinas, atendiendo demandas emergentes con políticas no articuladas o no diseñadas como complementarias unas de otras. Sin duda es una generalización y sobran ejemplos en contrario, pero es un tema de escala –de hecho, el gobierno cuenta con el Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales. Se percibió claramente hace unas semanas, cuando movimientos sociales estuvieron de acuerdo con el aumento en la Tarjeta Alimentar.

Compartimos con François Dubet el principio respecto a que hay que trabajar más por la igualdad de posiciones, pues son insuficiente los frutos de la igualdad de oportunidades. A la vez, sabemos que todos los actores que antes mencionamos son claves en la mejora de la cuestión social. La economía popular-social-solidaria, por su grado de desarrollo, necesita de una política sostenida para definir el lugar que en la economía debe y puede ocupar. O por caso, las políticas de cuidado: la pandemia puso en evidencia el rol preponderante que ocupan en la vida cotidiana y en la economía. Cuando finalice, ¿volveremos a esperar que las mujeres de las familias se ocupen de los cuidados?

Hay agendas urgentes. Para poder procesarlas, mucho más en un contexto crítico, se vuelve necesario encararlas teniendo de fondo una decisión respecto de la gestión de las políticas: dónde debe haber más articulación, pensar relaciones complementarias y, por qué no, unificar agencias de diseño e implementación.

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