¿Quiénes se quedan con los beneficios de las innovaciones tecnológicas?

Cada vez que recibo por Internet una factura electrónica me pongo a pensar en qué medida los profesionales como yo –en mi caso, desde hace más de medio siglo– hemos contribuido a que eso sucediese. Siento entonces –lo reconozco– un cierto orgullo por haber participado activamente en el formidable cambio social que han producido las tecnologías TIC, esas que algunos se empeñan en seguir llamando “nuevas”, aunque hace rato que dejaron de serlo.

Pero también me asalta una inquietud a la que he intentado, sin lograrlo, encontrar una respuesta satisfactoria: ¿quiénes se quedan con los beneficios de las innovaciones tecnológicas? Pienso a qué se dedicarán ahora los trabajadores y las empresas que tenían a su cargo la impresión y la distribución de esas facturas. También en el destino de los empleados que han desaparecido de oficinas y sucursales bancarias semivacías, en las que el inhumano rostro de los cajeros automáticos ha reemplazado hace ya tiempo al cajero que –a veces amablemente y otras no tanto– nos ayudaba a endosar correctamente un cheque y era el responsable de realizar las tareas que hoy debemos hacer los clientes, en esos fortificados recintos donde muchas veces buscan refugio las personas sin techo y sin trabajo.

Pienso también en los cientos de miles de usuarios que el recibir por Internet su factura mensual le han sumado el trabajo –impago e irreconocido– de imprimirla e imprimir también el consecuente pago, además del costo de los insumos utilizados –papel, tinta, servicio de Internet– y del equipamiento necesario para realizar esa tarea. Pequeñas imposiciones individuales que pasan casi inadvertidas, pero que cuando suman a millones se vuelven significativas y mueven los amperímetros de la economía, y también de la justicia distributiva.

Concluyo entonces que la innovación tecnológica, cuyo uso he contribuido a multiplicar, ha generado desempleo, creado trabajo inadvertido y no remunerado, y beneficiando principalmente a las instituciones y empresas que –privilegiando su beneficio– decidieron su implementación y su consecuente desarrollo.

No debería ser así, pero lo es. ¿Es posible que no lo siga siendo? Advierto, en este indeseable resultado de la incorporación de innovaciones tecnológicas, la existencia de dos cuestiones diferentes pero concatenadas: quiénes deben decidir el sentido del desarrollo tecnológico y quiénes deben ser los propietarios de la innovación.

¿Quiénes deben decidir el sentido del desarrollo tecnológico? Para discutirlo hay que entender que no existe un único camino para ese desarrollo. Es cierto que existen procesos de desarrollo que sólo pueden producir un único resultado: el de una semilla de naranjo sólo nos puede dar naranjas. Esto no sucede con la tecnología: su desarrollo es resultado de decisiones que determinan que el sentido sea uno y no otro. Esas decisiones se toman desde el poder, muchos años antes de que las innovaciones se hagan visibles para modificar los sistemas de producción y las condiciones laborales. Es allí donde se resuelve qué va a pasar con la producción y el trabajo muchos años después. Es una dimensión en la que se decide quiénes conducen el cambio tecnológico, hacia dónde se dirige, qué beneficios trae y quiénes lo aprovechan.

El papa Francisco nos dice en Laudato si’: “Los objetos producto de la técnica no son neutros y orientan las posibilidades sociales en la línea de los intereses de determinados grupos de poder”. Es un proceso político, que debe resolverse políticamente. Y no puede ser solamente la decisión –razonable pero parcial– de quienes tienen como único objetivo maximizar ganancias.

¿Quiénes deben ser los beneficiarios de la innovación tecnológica? Un empresario incorpora una innovación a su línea de producción con la que reduce en un 50% su personal e incrementa significativamente su productividad y su ganancia. A los trabajadores despedidos les paga los montos que fija la ley en tiempo y forma. Cumple con la ley. ¿Es un derecho empresarial soberano decidir el cambio tecnológico? Sí y no. Depende del contexto social en el que se realice y las características de la innovación que incorpore. En la actual situación, resulta inadmisible sostener la lógica de “maximizar ganancias” como único motor del cambio productivo. Se plantea entonces la necesidad de discutir quiénes deben ser los beneficiarios: un tema trascendental en la construcción de la nueva matriz productiva con la que la Argentina debe encarar su posicionamiento como nación ante su pueblo y ante el resto de los pueblos del mundo.

Pocas son las ideas que se levantan en esta dirección. Entre ellas, las del dirigente obrero y senador provincial Omar Plaini, que en su documento La revolución tecnológica y su impacto en el futuro del trabajo afirma que “nos sentimos también convocados por las oportunidades excepcionales que surgen, así como la posibilidad que los trabajadores podamos aportar en este cambio, de una manera inteligente y organizada. El avance tecnológico es irrefrenable y no es la primera vez en la historia que existen cambios tan profundos en los esquemas productivos. Será cuestión de posibilitar incidir y prepararnos”.

El dirigente político y economista Guillermo Moreno, refiriéndose a la tensión que produce la incorporación de tecnología que expulsa mano de obra, afirma que “se resuelve con la participación del movimiento obrero organizado, tanto en la reflexión sobre la función de producción como en la propiedad de esa tecnología”.

El trabajo en la era digital apareció como preocupación en la Jornada por el Trabajo y la Producción Nacional realizada a mediados de 2019 en SMATA, organizada por el Frente Sindical, la Corriente Federal de Trabajadores, las dos CTA y las 62 Organizaciones. Allí se expresó que las decisiones sobre “el sentido que debe tomar el desarrollo tecnológico se toman desde el poder… es allí donde el movimiento obrero argentino debe hacer oír su voz”.

Son voces todavía aisladas, pero coincidentes. Transitan un camino que ilumina la palabra del papa Francisco. Inician un debate hoy necesario, en poco tiempo imprescindible. Ojalá no nos acordemos de profundizarlo cuando poco o nada quede por hacer.

 

Jorge Zaccagnini es asesor de la Presidencia de la Auditoría General de la Nación. Coordinador General del Comité de Seguridad de la Información de la Universidad Tecnológica Nacional. Director de la editorial MI Club Tecnológico.

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