Pánico pandémico y posverdad

El nuevo proceso de globalización, apoyado en la revolución tecnológica, ha posibilitado la difusión masiva de emociones. La difusión de recurrentes anuncios de acontecimientos catastróficos que amenazan alterar la naturaleza y la vida social o física de individuos y familias ha expandido una sensación de “temor” en una gran parte de la población mundial. Una saturación de noticias y datos, gran cantidad de los cuales transmiten malas o inquietantes informaciones, produce en la psiquis de millones de personas un “temor” larvado ante posibles acontecimientos que amenazarían su vida física o social. Hechos, alertas o peligros, reales o ficticios, se suceden de continuo, fragilizando la seguridad de los individuos y sus familias: intervenciones militares –Kosovo, Irak, Siria, inquietantes flotas que se mueven en océanos lejanos, etcétera–, amenazas al medio ambiente –incumplimiento de los Acuerdos de París, aumento del nivel de los océanos, expansión del agujero de la capa de ozono, degradación acelerada del medio ambiente, etcétera–, ataques ecológicos –incendios en la Amazonia e Indonesia, polución en las grandes ciudades–, pestes y enfermedades nuevas –aviar, SIDA–, infecciones como el Ébola y el cólera, y regreso de algunas enfermedades infecciosas que se creía extinguidas, así como anuncios de que algunos países están preparando virus artificiales para iniciar lo que imprudentemente se anuncia como guerra biológica y otras amenazas a la salud humana. También se anuncia que se preparan vacunas para hacer frente a inminentes peligros que presentan nuevas enfermedades.

Desde la niñez, el temor de agresiones, accidentes o desastres está sustentado en prestigiosas investigaciones y se difunde en frecuentes películas comerciales con zombis y personajes que suscitan miedo, no con la inocencia de los antiguos cuentos de niños, sino con la frialdad de un juego de poder y aniquilación.

La aparición del coronavirus abrirá un nuevo capítulo en la historia de los hechos sociales, por haber despertado en algunos casos un verdadero pánico frente a una enfermedad sin duda letal, pero no más grave que muchas otras que provocan millones de muertes. Sin embargo, es la primera vez que se percibe el contagio de una enfermedad como una amenaza global. El hombre ha convivido con virus, bacterias y hongos desde la antigüedad. Se registran tétricos recuerdos que costaron la vida a millones de seres humanos: Tucídides habla de la peste de las Guerras del Peloponeso que mató a Pericles; la de la época de los Antoninos mató a miles en Roma, entre ellos al emperador Marco Aurelio; la del Medioevo en el siglo XIV se llevó un tercio de la población europea; la fiebre amarilla asoló a barrios enteros de Buenos Aires en el siglo XIX; y no podemos olvidar la terrible gripe española que mató a más de 20 millones de seres humanos al finalizar la Primera Guerra Mundial.

¿Por qué razón aquellas pestes más letales que el Coronavirus no tuvieron las consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que tendrá globalmente la pandemia desatada a principios del 2020? En seis meses veremos en muchos países un colapso económico y social del que surgirán millones de pobres, el resurgimiento de tentaciones totalitarias y muy diversos sectores humanos anonadados por el miedo desconocido que los inhibirá por algún tiempo largo. Ha sucedido algo distinto en esa eterna dialéctica entre la salud humana y la enfermedad.

La cultura del mundo globalizado de la actualidad ha dejado atrás el ancestral criterio de “verdad” que guió a los pueblos hacia la libertad y el conocimiento, para dar espacio a lo que se ha dado en llamar la “posverdad”. Grandes pensadores señalan esa desconexión. Algunos hablan de sociedad “líquida”, en donde todo es provisorio y puede transformarse en lo contrario.

¡Estamos viviendo uno de los más patéticos escenarios de ensayo de la posverdad! Para no explayarme en su significado, me remito a la definición que ofrece la Real Academia de la Lengua Española: “distorsión deliberada de la realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

Dos factores podrían ser los desencadenantes de una situación que ha dado lugar a lo que llamo un “pánico pandémico”. Una noticia falsa que hizo circular en marzo el informe del director del Imperial College of London Neil Ferguson, anunciando cuarenta millones de muertos y, por otro lado, la denuncia del Gobierno de Washington de que se trataba de un “ataque” proveniente de China, el enemigo de la política norteamericana en estos tiempos. Ambas se expandieron por todo el planeta. Por esos anuncios de marzo, el pánico se apoderó del mundo. El anuncio de muertes masivas fue algo aterrador en esta época, donde el estado físico y la juventud son los bienes más preciados para masas de consumidores. El anuncio de que China había desatado un “ataque con un virus desconocido” puso en alerta la seguridad de muchos gobiernos que se sintieron responsables de la vida de sus pueblos, luego de tanto oír el relato de un monstruo que intentaría dominar el mundo. Ambos miedos se juntaron en respuestas improvisadas –los sistemas de salud no estaban preparados para enfrentar ese tipo de pandemia, como lo declararon muy al principio– en medio de una gran confusión, donde los expertos se contradecían y las informaciones de que se trataba de una “conspiración” partieron a los cuatro vientos del planeta. Si bien la cuarentena nunca fue recomendada por la OMS, parecía ser la medida más impactante y fácil para mostrar autoridad, mientras se preparó una caótica respuesta sanitaria. Se metieron en el mismo corral sanos y enfermos, y se instaló una propaganda masiva para justificar la autoridad de las medidas impuestas por los gobiernos. Las contradicciones son evidentes cuando existe la orden simultánea de “confinar” en los domicilios y “distanciar” en las plazas. Y ni hablar de lo que pasó en Italia, donde el gobierno definía sus estrategias siguiendo las estadísticas de muertes oficiales que las autopsias posteriores declararon tratarse de falsas muertes por coronavirus.

La realidad es que al virus actual se lo llama COVID-19 propuesto por la OMS, porque es de la familia de la “cooronaviadae” vinculado al SARS-COVID2 y otras enfermedades como el ébola. Se le adjuntó 19 por ser el año en que se despertó en China. Todavía no se sabe su origen, aunque es muy posible que venga de los murciélagos vendidos en China, que contagiaron a seres humanos. Se han detectado decena de virus en huevos de murciélago.[1]

Las confusiones sobre su origen y las tesis conspirativas, agravadas por la paranoia antichina, y las estrategias gubernamentales y mediáticas anunciando que futuros “picos” agravarían la pandemia –por ejemplo, contando muertes todos los días– fueron eficaces impulsores de la sensación de miedo. La opinión pública, sometida a tantas contradicciones sobre la realidad científica y sanitaria, se inclinó frente a las autoridades, abandonando sus derechos. Aceptaron en su mayoría que no hubiera debate entre expertos e intelectuales sobre la realidad que se vive en los primeros seis meses desde que apareció la noticia de la existencia del virus –natural o artificial.

Al momento de escribir estas líneas, de acuerdo con mi información, no hay certezas acerca de cómo combatir este virus.[2] Se ha intentado el confinamiento, los barbijos y, en China, hasta un sistema de Big Data que funciona como App para catalogar personas. Lo cierto es que se han adoptado medidas que han destruido las economías de muchos países y se han restringido o anulado derechos individuales que van a dejar graves secuelas laterales. El miedo ha sido una fuerza ecualizadora y disuasiva que ha sometido a millones de seres humanos a las decisiones sanitarias del poder político que en general han carecido de sustento científico.

Uno de los efectos laterales de la llamada pandemia es haber abierto la puerta al “edadismo”, habilitando la posverdad de afirmar lo que no está probado en la realidad, vulnerado así las garantías individuales. Por otra parte, se ha producido una catarata de relatos conspirativos y fake news que las redes sociales difunden sin ningún reparo. Se discrimina a las personas mayores, afirmando que el virus ataca más a quienes tienen más de 60 de años. Esto es falso, porque no hay ninguna evidencia de que el COVID-19 cambie la probabilidad de muerte en personas mayores, por encima de lo que ocurra normalmente. Es evidente que, cuantos más años tenga la persona, tiene más posibilidades de muerte que los jóvenes o niños, pero ello no es por el COVID-19. Esta discriminación por edad es un fragrante atentado a los derechos humanos, a la moral y a las garantías individuales.

Juan Manuel de Faramiñán Gilbert, catedrático de la Universidad de Jaén, destaca que esta pandemia ha provocado un cambio de actitudes y de percepciones que nos ha sumergido en un proceso de ficción permanente, “donde, por un lado, el velo de los bulos y, por otro lado, la devastadora realidad de la epidemia, han modelado un complejo escenario de equívocos e incertidumbres”.[3] Lo ha dicho la Alta Comisión para Derechos Humanos de la ONU: “las medidas de emergencia no deben ser pretextos para la vulneración de derechos”.[4]

Como lo afirma el eminente profesor Faramiñan Gilbert, las respuestas deben centrarse en las personas, no solo en los aspectos médicos. Las medidas de contención o distanciamiento deben tener en cuenta la necesidad de personas que necesitan comer, vestirse y vivir en ambientes sanos. Debemos generar nuestras propias defensas inmunológicas para desarrollar nuestras vidas rodeados de peligros e incertidumbre.

Nadie tuvo la prudencia de esperar a tener un poco más de información antes de sentenciar el peligro, como en la Grecia clásica enseñó Prometeo, quien escondió la prognosis en la Caja de Pandora. Miles de artículos y opiniones –de expertos y fabuladores– parecen haber agregado un poco más de irracionalidad y confusión sobre la realidad de este virus, y perturbado la serenidad de la investigación científica abocada a descifrar ese misterio que encierra la dialéctica entre la salud y la enfermedad del ser humano.

Quizás lo mejor que podría dejarnos este virus, o la “peste”, como se llamaba este tipo de enfermedades en la Edad Media, es reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestro modo de vida alocado e insensible en lo que hace a la destrucción del medio ambiente y preparar una reflexión colectiva, una toma de conciencias para mejorar las condiciones de vida en esta sociedad que está atravesando una nueva revolución industrial. Tomar conciencia de la necesidad de habilitar una nueva valoración ética de nuestras vidas. En fin, volver a concebir un modo de vida en común que nos permita recobrar nuestra condición humana.

 

Juan Archibaldo Lanús es abogado (UBA), diplomático egresado del Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) y doctor en Economía (Universidad de la Sorbona). Fue embajador de Argentina en Francia (1994-2000 y 2002-2006) y ante la Unesco (2002-2003). Publicó varios libros, entre ellos: De Chapultepec al Beagle. Política Exterior Argentina 1945-1980 (1984),​ La causa argentina (1988),​ Un mundo sin orillas: estado-nación y globalización (1996),​ Aquel apogeo: política internacional argentina, 1910-1939 (2001),​ La Argentina inconclusa (2012) y Repensando Malvinas. Una causa nacional (2016).

 

[1] El virólogo Shi Zhangli, director del Instituto de Virología de Wuhan que detectó muchos virus parecidos al Sars, publicó un artículo en el Scientific American.

[2] Social Distancing Strategis: investigaciones sobre el COVID-19 realizadas en las universidades de Zaragoza y Carlos III de Madrid, MIT, Zensei Technologies y Fundación ISI, Italia.

[3] Juan Manuel de Faramiñán Gilbert: “La protección de la salud pública y el respeto a las libertades individuales ante el COVID-19”. Freedom, Security y Justice: European Legal Studies, 2020, 2.

[4] M. Bachelet, Naciones Unidas. Oficina del Alto Comisionado de la ONU, 4 de junio de 2020.

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