Nuevo acuerdo social y renta básica universal

Escribo las líneas que siguen movilizado por el artículo que el ingeniero Mario Cafiero ha presentado en el número 12 de la revista Movimiento y teniendo en cuenta unas ideas, ajenas, que he expuesto en la edición número 6 de la misma publicación. Entre estas últimas, básicamente sostuve que las reducciones en la jornada de trabajo o en la edad para acceder al beneficio jubilatorio –entre otras medidas posibles– no iban a ser suficientes en el futuro para que todas las personas que necesiten trabajar puedan hacerlo a cambio de una remuneración. Omití entonces aclarar que mi intervención era efectuada desde la óptica del actual Derecho del Trabajo, desde las inquietudes que nos vienen generando las vertiginosas transformaciones de los procesos productivos –tan precisamente descriptas por Mario Cafiero– y sus consecuencias en términos de organización y contención social. Se trata no sólo de la preocupación por la existencia de nuestra querida disciplina. Lo que está y estará en juego, fundamentalmente, es la subsistencia digna de millones de personas en nuestro país y en el mundo.

Agrego aquí que parto de una postura “tecnopesimista”, aclarando que no concibo un futuro sin trabajo, pero sí un futuro en el que cada vez menos personas podrán trabajar a cambio de un salario. En realidad ese futuro ya es hoy, y nada indica que la tendencia, que se viene consolidando en estos últimos cuarenta años, vaya a revertirse en los próximos. Coincido con Mario Cafiero en que ese futuro impone la reconstrucción del pacto social, de un “nuevo acuerdo social donde los avances científicos y los procesos de innovación tecnológica apalanquen el desarrollo humano y social, y no solo los beneficios de los accionistas del capital”. También comparto que una medida posible, aunque no exenta de cuestionamientos, es la instauración de una Renta Básica Universal (RBU en adelante) para todos los habitantes. Sin embargo, disiento muy respetuosamente con el motivo que Mario Cafiero esgrime para calificarla de polémica, esto es, la supuesta desaparición del “actor del trabajo”. En las líneas siguientes espero poder sustentar ese disenso y aportar al debate algunas otras ideas que se encaminan a demostrar que la RBU, independiente e incondicional de cualquier prestación laboral, constituye una herramienta valiosa de cara a nuestro futuro como sociedad.

 

Por qué una renta básica universal: algunos motivos económicos y políticos

En perspectiva estrictamente económica, existe consenso respecto al carácter redistributivo de la RBU. Esa condición es la que, fundamentalmente, motiva las adhesiones desde la izquierda política más o menos radicalizada. Al mismo tiempo, la derecha no omite reconocer las bondades de la iniciativa, ponderando en este caso su potencialidad para estimular el consumo, contribuyendo de ese modo a la reafirmación del sistema de producción imperante en el mundo. Esas variopintas adhesiones conducen a muchos, por derecha y por izquierda también, a desconfiar en definitiva de la viabilidad y conveniencia de la RBU. Sin embargo, me parece que esa desconfianza –también en ambos casos– se nutre más del temor de estar de acuerdo con una posición ideológicamente contraria, que de motivos intrínsecos a la implementación de la RBU.

Por mi parte, resalto los beneficios económicos que desde ambas tribunas ideológicas se pregonan –redistribución de la renta y estimulación del consumo interno– y consulto al lector si esas no constituyen, justamente, dos de las principales consignas económicas del peronismo. Quizá para abordar y responder la cuestión, en términos históricos y también en perspectiva actual y futura, pueda resultarle de utilidad la lectura de los artículos que en la edición número 12 de Movimiento se dedican a la “Unidad” y de las metas y desafíos que, en forma concordante, se exponen respecto del próximo gobierno.

Sin embargo, existen también argumentos políticos de peso en favor de la RBU, que se relacionan con la genuina preocupación de los trabajadores como actores sociales. Me refiero, en primer lugar, a la incidencia de la RBU en la asimetría de poder que actualmente existe entre la mano de obra y el capital. Así, como es sabido, la mano de obra requiere vender su fuerza de trabajo para obtener lo necesario para sobrevivir. En estos días son muchas las personas que no pueden trabajar remuneradamente pese a pretenderlo y necesitarlo; menos son las que tienen permitido escoger qué trabajo desempeñar; muchísimas menos las que pueden elegir directamente no trabajar. La RBU modifica estas condiciones, otorgando a los trabajadores actuales –ocupados y desocupados voluntaria e involuntariamente– medios de subsistencia que no dependen de la demanda de mano de obra, permitiéndoles de ese modo elegir entre trabajar –en forma remunerada– o no. En definitiva, la RBU libera de los aspectos coercitivos al trabajo remunerado, desemercantiliza parcialmente la fuerza productiva y transforma la relación política entre mano de obra y capital, empoderando a los actuales sujetos trabajadores.[1]

El segundo aspecto relacionado con la implementación de la RBU es que transforma la precariedad y el desempleo, claramente constitutivos de situaciones de inseguridad existencial para los trabajadores, en un estado de flexibilidad voluntaria –en este caso promovida por los propios obreros– que les permite compatibilizar labores productivas y creativas con proyectos personales, familiares y comunitarios. Estas circunstancias acarrean incluso valiosas consecuencias en términos de salud –costos sanitarios– y “productividad”, tal como lo han demostrado experiencias pilotos de RBU en distintos países.[2]

Otra cuestión relevante de la RBU se vincula con el necesario replanteamiento de los valores que se atribuyen al trabajo –al hecho de trabajar– en general, y a los distintos tipos de trabajo en particular. Lo primero ostenta aristas éticas y religiosas que deberían ser abordadas y debatidas para ampliar los consensos respecto a la viabilidad y conveniencia de la RBU. Sin embargo, ese tratamiento excede la pretensión de estas líneas. Por el contrario, la distinta valoración según los tipos de trabajo merece aquí algunas consideraciones adicionales, pues en definitiva se trata de reafirmar la presencia de los trabajadores como actores sociales, en conjunción con el inevitable desarrollo tecnológico.

En la actualidad, quienes pueden trabajar muchas veces se ven forzados a aceptar cualquier empleo, sea éste muy mal pagado, denigrante o poco digno. Los empleos mal remunerados suelen hacerse en condiciones extremas y sin derecho alguno. Con un programa de RBU es poco probable que muchos trabajadores estén dispuestos a desempeñarse en ese tipo de empleos, lo que ocasionaría la suba de los salarios ofrecidos para ellos. La medida de valor del trabajo pasaría entonces a ser la de su naturaleza y no la de su rentabilidad, circunstancia que también incidiría en la valorización y visibilización de las tareas domésticas y de cuidado personal. El resultado de esa revalorización implicaría además que, conforme aumentaran los salarios para los peores trabajos, habría nuevos incentivos al capital para automatizarlos. De ese modo la RBU constituiría un ciclo de retroalimentación positiva junto con la demanda de automatización plena.

Finalmente, la cuestión de género no estaría ausente en la RBU, y de allí que se afirme que se trata de una propuesta fundamentalmente feminista. El hecho que desestime la división de género en el trabajo le permite superar algunos de los sesgos del Estado de Bienestar tradicional, que se predicaban sobre la figura del varón proveedor. La independencia económica que vendría de la mano de una RBU sería crucial para desarrollar la libertad sintética de las actuales mujeres trabajadores, circunstancia de notable incidencia en la actual problemática de la violencia de género.

En suma, si bien una RBU puede parecer reformista en términos económicos –dada su directa incidencia en la redistribución de la renta y en la estimulación del consumo interno–, sus implicaciones políticas serían en el mediano y largo plazo muy significativas, dando respuestas satisfactorias a varias de las cuestiones que hoy ya nos interpelan como sociedad.

¿Utopía? Sí, hoy sin dudas. Pero también alguna vez fueron utopías la jornada laboral de ocho horas, el derecho de los trabajadores a la huelga y el voto femenino.

[1] Michal Kalecki reconoció esto hace muchísimos años, cuando a mediados del siglo pasado explicaba las resistencias de los capitalistas a las políticas de pleno empleo: si todo trabajador estuviera empleado, la amenaza de ser despedido perdería su carácter disciplinario porque habría otros empleos esperando a ese trabajador. Los trabajadores tendrían la ventaja y el capital perdería su poder político. La misma dinámica puede sostenerse hoy para la RBU: al eliminar la dependencia respecto del trabajo remunerado, los trabajadores asumen el control sobre la cantidad de mano de obra que suministran, lo cual les da un poder significativo en el denominado “mercado laboral”.

[2] Entre tales experiencias, puede citarse el proyecto quinquenal materializado con fondos federales en la localidad canadiense de Dauphin (entre 1974 y 1978), que se convirtió en un éxito imprevisto en todos los aspectos. Cuando se garantizó un ingreso por encima de la línea de pobreza (alrededor de 19.000 dólares anuales para una familia de cuatro personas), se observó una permanencia más prolongada en la escuela y más tiempo en familia, a la vez que se redujeron los casos de hospitalización, violencia doméstica y consultas por problemas de salud mental.

Share this content:

Deja una respuesta