El estéril debate entre ambiente y desarrollo: el costo ambiental de la pobreza y el beneficio ambiental de reducirla

Para las y los peronistas, este tipo de debates sencillamente no existe: muy tempranamente nuestra doctrina destacó e hizo pública la importancia primordial del desarrollo productivo en el marco de las relaciones de la humanidad con la naturaleza, así como las prioridades que sostenemos en modo permanente sobre la creación de empleo con inclusión social y sustentabilidad ambiental.[1] Con sanas intenciones, este debate sí puede tener sentido para algunos seguidores y seguidoras de los otros 20 partidos políticos que integran el Frente de Todos, en especial quienes no conocen o no comparten completamente nuestra doctrina. Ante la reciente difusión de distintos proyectos de desarrollo productivo en nuestro país, la oposición, en un claro intento de dividirnos y de dificultar el éxito de nuestra gestión, viene azuzando ante propios y extraños el resurgimiento de un estéril debate sobre las supuestas contradicciones que se plantearían entre el desarrollo productivo y la preservación del ambiente: entre otros, el caso de la reciente prohibición de la cría de salmones en Tierra del Fuego, o los debates pendientes alrededor del proyecto de las granjas “chinas” para producción porcina a gran escala.

Sin entrar en las particularidades de esos proyectos y mencionando esos casos como simples ejemplos de la problemática, surge la necesidad de puntualizar que esos mismos debates se plantean o deberían plantearse y resolverse respecto de cualquier proyecto de desarrollo productivo, desde la construcción de una central nuclear, pasando por el tendido de un acueducto y hasta la implementación de cualquier programa de desarrollo de la agricultura, sea esta extensiva o familiar. La resolución de esas tensiones es la que permitirá avanzar hacia un desarrollo productivo con inclusión social y sustentabilidad ambiental, objetivos que resultan completamente opuestos a la concepción neoliberal del desarrollo, que asimila al desarrollo como un mero crecimiento económico, con beneficios concentrados en unos pocos a expensas del empobrecimiento de las grandes mayorías, y sin importar el deterioro ambiental.

Volviendo a las tensiones entre desarrollo y ambiente, creo ante todo necesarias dos puntualizaciones. La primera, recordando que el camino del infierno está sembrado de buenas intenciones, refiere a la necesidad de analizar la conveniencia o inconveniencia de cualquier proyecto productivo a la luz de datos objetivos y no de deseos o buenas intenciones, por maravillosas que éstas sean. La segunda es la necesidad de analizar y decidir sobre la viabilidad de cualquier proyecto productivo sobre la base del balance entre los costos y los beneficios económicos, sociales y ambientales que trae aparejados cada proyecto. Mientras que la demostración de los beneficios del desarrollo productivo está normalmente a cargo de los “militantes del desarrollismo”, la exhibición de los costos ambientales normalmente está a cargo a cargo de los “militantes del ambientalismo”. Unos y otros exhiben sus razones y tienen una parte de lo que llamamos verdad. Los problemas comienzan cuando ambas partes ponen sus razones como verdad absoluta, a la vez que descalifican las razones de la otra parte. Esta situación no solo ocurre con frecuencia sin contribuir en lo más mínimo a resolver las tensiones entre desarrollo productivo y ambiente, sino que además genera confusión e incertidumbre social que agrega una presión innecesaria en las y los responsables de administrar la política productiva y la política ambiental. Al respecto, estoy convencido que para diseñar políticas públicas y tomar decisiones respecto de la promoción o la prohibición de cualquier proyecto productivo es necesario un balance integrado de la cuestión, que debería tomar en consideración tanto los beneficios sociales y económicos de cada proyecto –generación de empleo, reducción de la pobreza, generación neta de divisas, etcétera– como sus costos ambientales –contaminación y demás impactos ambientales, como cambio climático, huella de carbono, etcétera. Uno de los problemas a resolver es la asimetría con que hoy se considera el balance de costos y beneficios de cualquier proyecto productivo. Como corresponde, las y los “ambientalistas” ponen sobre la balanza los costos ambientales de cada proyecto productivo, los cuales reducen el balance neto de beneficios económicos y sociales aportados por los “desarrollistas” y que en algunos casos llegan a hacer negativo ese balance, conduciendo al rechazo de esos proyectos.

Otra cara del problema es el hecho de que ni unos ni otros plantean cuál es el costo social y el impacto ambiental de la falta de desarrollo. En otras palabras, cuál es el impacto ambiental que genera la pobreza, y en el caso de los proyectos productivos, cuáles serán los beneficios ambientales derivados de la reducción de la pobreza. Es difícil evaluar y mucho más cuantificar ese impacto: intervienen gran cantidad de factores, desde las diferencias entre las expectativas de vida de pobres y no pobres –sean éstas medidas como cantidad de años de vida o como expectativas de progreso social para sí mismos y para sus hijos e hijas, acceso a mayores y mejores niveles de alimentación, salud, educación, etcétera–, el impacto ambiental de un mayor alcance en la provisión de agua potable, tratamiento de efluentes, reducción en el uso de combustibles líquidos, entre muchos otros factores.

Un ejemplo relativamente sencillo puede ser de utilidad para ejemplificar la cuestión del interrogante sobre el impacto ambiental de la pobreza y de los beneficios ambientales de reducirla a través de un desarrollo productivo sustentable. A través del programa Tarjeta Alimentar, destinado a mitigar los problemas de desnutrición infantil en nuestro país, el Ministerio de Desarrollo Social destina este año un presupuesto de $184.800 millones para casi cuatro millones de niñas, niños y adolescentes. Como el alcance del programa fue ampliado, ese presupuesto no puede ser aplicado a obras destinadas a mejorar el ambiente en nuestro territorio. La magia de los grandes números siempre esconde la realidad que representan. Trataré de poner en evidencia esa realidad mediante un simple ejemplo: en el curso de 2021 AySA ha llamado a licitación, se encuentran en proceso de preadjudicación o ya están adjudicadas un total de 60 obras de inmediato beneficio ambiental que favorecerán a 1.317.979 habitantes, con una inversión estimada de $66.053 millones. En otras palabras, si la desnutrición infantil fuera superada, sólo el presupuesto de la Tarjeta Alimentar alcanzaría para triplicar cada año el programa de inversiones de AySA o de organismos similares en las demás provincias, y extender sus beneficios a millones de argentinos y argentinas que carecen de las prestaciones ambientales más elementales, como son el agua corriente y la recolección y el tratamiento de residuos cloacales.

Este ejemplo es sólo una parte de una realidad mucho mayor: la asistencia social a la pobreza e indigencia incluye, además de la Tarjeta Alimentar, los aportes a miles de comedores y merenderos existentes en todo nuestro territorio, los subsidios a la energía, al soporte educativo, a los medicamentos y otros bienes y servicios que son imprescindibles para combatir la pobreza y la indigencia en nuestra Patria. Me resulta difícil estimar el monto presupuestario que implica la ejecución de la totalidad de las medidas y programas que resultan imprescindibles para mitigar la pobreza, hoy multiplicada por el impacto de la pandemia y que, a pesar del impacto de las medidas y las asistencias sociales extraordinarias que brinda el gobierno nacional, afecta a casi el 45% de nuestros y nuestras compatriotas. Creo casi innecesario destacar que en ningún momento planteo la eliminación de los planes de asistencia social, y mucho menos de aquellos destinados a aliviar el impacto de la pobreza y la indigencia que sufre una elevada porción de nuestros conciudadanos y conciudadanas. Por el contrario, con este ejemplo busco mostrar el impacto ambiental de la pobreza, que no sólo es cuantioso, sino que por añadidura reduce las posibilidades de ejecutar medidas de protección y de remediación ambiental, así como dificulta la promoción de modelos de desarrollo más sustentables.

En síntesis, es necesario replantear el método de estimar el impacto ambiental de cualquier proyecto de desarrollo productivo. Parece razonable que para realizar ese balance se deba evaluar el impacto ambiental neto de cualquier proyecto productivo, tal como resultaría de considerar el impacto generado por el propio proyecto, del cual habría que reducir los beneficios ambientales que resultarían como resultado de su implementación con motivo de la reducción de la pobreza. Estimo que la aplicación de este criterio contribuirá a facilitar la consecución de los objetivos del Frente de Todos mediante un mayor impulso y una mejor efectividad de un desarrollo productivo con inclusión social, mayor arraigo y mejor equilibrio federal.[2]

[1] Ver el mensaje ambiental de Perón a los pueblos del mundo, 21-2-1972.

[2] Agradezco los enriquecedores aportes que recibí sobre esta cuestión por parte de decenas de compañeros y compañeras que participaron del encuentro de la UB virtual Redes y Paredes de la Comisión de Desarrollo Productivo del Instituto Patria que sobre esta cuestión mantuvimos el 16 de junio pasado. También agradeceré cualquier comentario o aporte que hagan llegar a mi correo josemafumagalli@gmail.com.

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