¿Asistencialismo, aguante o promoción? La Política Social en la pandemia

Toda Política Social conjuga una dimensión promocional y una dimensión asistencial, de acuerdo con la concepción doctrinaria y al programa político en los que se inscribe. La del peronismo fue promocional y de proyección universalista, tributaria de un rediseño amplio y profundo de la sociedad y el Estado. La dimensión asistencial pública –a pesar de su notoriedad y potenciación en recursos y eficacia en contraste con la tradicional beneficencia privada– fue complementaria, dirigida hacia aspectos y sujetos que por razones particulares o excepcionales no eran alcanzados por aquella. Esta relación se invirtió en los regímenes neoliberales, en los que la impronta promocional y universalista desapareció o se contrajo drásticamente y la dimensión asistencial devino asistencialismo: la focalización en casos particulares reemplazó al universalismo.

La ampliación reciente del monto y la cobertura de la Tarjeta Alimentar suscitó críticas de dirigentes de organizaciones sociales del campo popular por el sesgo supuestamente asistencialista y las consiguientes limitaciones de la Política Social del gobierno del Frente de Todos, en el marco de este segundo año de enfrentamiento a la pandemia. En esta nota presento algunas reflexiones respecto de esas críticas y repaso las acciones, los instrumentos y la concepción política desplegados por el gobierno en las presentas circunstancias. La discusión y la valoración de determinados instrumentos de política expresa en realidad la presencia de concepciones diferentes respecto de qué posición tomar frente a las características institucionales y socioeconómicas de nuestra sociedad, y cómo encarar la pandemia con miras a construir escenarios ulteriores menos catastróficos que los que auguran las proyecciones de la realidad actual.

 

Integralidad y fragmentación en la Política Social

La Política Social abarca un arco amplio de áreas y cuestiones referido de variada manera al bienestar de los individuos y las familias; en realidad, del conjunto de la sociedad –por eso se habla de bienestar social. Qué entiende una sociedad por bienestar varía de acuerdo con múltiples factores: la conciencia de justicia predominante, su gravitación en el modo de organización política, la matriz de relaciones de poder, el nivel y el estilo de desarrollo de las fuerzas productivas, el bloque de fuerzas que la conducen políticamente. Seguridad social, salud, vivienda, asistencia, educación, se consideran actualmente áreas integrantes de una concepción amplia del bienestar. Muchas otras cuestiones y campos de intervención que contribuyen a ese fin –empleo, infraestructura, transporte, ambiente– tienen incidencia en la calidad de vida de las personas y familias, pero en general –o en principio– no son consideradas en sí mismas competencia de la Política Social, por más que graviten en ella.

Esto produce efectos en la organización de los gobiernos y en los modos y alcances de la gestión. Algunas de las áreas referidas poseen, desde mucho antes que se hablara de “política social”, niveles propios de desarrollo, complejidad, dotación de recursos, etcétera, o por su contribución al esquema más amplio de desarrollo. A menudo las “sacan” del ámbito de la Política Social, o por lo menos asignan el diseño e implementación de sus acciones a esferas de gobierno específicas: ministerios, secretarías, coordinaciones. Por encima de las discusiones teóricas sobre la asignación de tal o cual área de intervención a tal o cual organismo o nivel jerárquico, suelen registrarse competencias por acceso a recursos y despliegue de carreras institucionales. Esto favorece la persistencia de un enfoque fragmentado más allá de lo que aconsejan la complejidad y especialización de las diferentes áreas, y contribuye a que las necesarias instancias de coordinación –creadas para asegurar coherencia en las acciones y prevenir la dispersión de esfuerzos y otras disfunciones– enfrenten limitaciones en el cumplimiento de sus objetivos. La coordinación resulta en muchos casos una yuxtaposición de aspectos parciales, más que la incorporación de esos elementos en una unidad superior de conducción. Tanto más cuando la instancia de coordinación tiene menor nivel institucional o político que las unidades supuestamente coordinadas.

El problema es importante y obedece a una variedad de factores, pero su análisis excede el objeto de esta nota. Aquí diré solamente que no está causado únicamente por los vericuetos o las urgencias de la gestión, sino ante todo por una conceptualización insatisfactoria de la Política Social. Por razones teóricas o por imperativos prácticos se pierde de vista la integralidad de la Política Social y de su objetivo final –el bienestar social– en detrimento de las políticas sectorialmente consideradas.

El parcelamiento se advierte también en el campo académico: hasta donde me consta, los programas universitarios de Política Social –en cualquiera de sus niveles: grado o posgrado– se orientan explícita o implícitamente hacia la política asistencial. Dejan de lado su necesaria articulación a las restantes áreas que integran con ella una política por encima de parcelas y enfoques sectoriales, y contribuyen por lo tanto a un mismo y amplio fin. Esta desconexión teórico-metodológica abona el terreno para ulteriores disecciones prácticas y asigna a la Política Social una impronta conservadora que desconoce su virtualidad como herramienta de transformación.

Al contrario, una concepción integral permite elaborar un diseño estratégico de la Política Social de acuerdo con sus objetivos de bienestar y las articulaciones recíprocas de las diferentes áreas y políticas sectoriales, así como una valoración de conjunto por encima de los logros o falencias de cada una de las políticas: toda acción política requiere una política general. En ausencia de esa visión general, la mira se centra en una parte o área de la política, y a partir de esa parte se predica sobre el todo, o el todo se diluye en alguna de las políticas sectoriales, o incluso en acciones o instrumentos particulares. Algo de esto está presente en las discusiones sobre los alcances y limitaciones de la Tarjeta Alimentar a las que me refiero en la sección siguiente.

Integralidad no es solo asunto de administración o de diseño normativo. Para que uno y otro sean efectivos deben sustentarse en una concepción de unidad de propósito del Estado y la acción pública. Esa concepción, más doctrinaria que meramente ideológica, dota de fuerza espiritual, coherencia e inspiración a la construcción normativa, y ofrece una interpretación de la realidad y una perspectiva de futuro, unidas por el imperativo de la acción. Si esa concepción doctrinaria no existe, ninguna ingeniería administrativa o jurídica podrá traerla a la vida. En la Europa de la segunda posguerra del siglo pasado esa concepción nutrió al Estado de Bienestar en todas sus variantes. En Argentina constituyó el eje doctrinario del peronismo: la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación; la Justicia Social sustentada en la Soberanía Política y la Independencia Económica. Las regresiones oligárquicas, las piruetas desarrollistas, las metamorfosis del capitalismo y las tropelías represivas no alcanzaron para desarraigarla de la conciencia popular.

En la década de 1980 la Política Social dejó de ser un modo de organización del Estado –y por tanto de sus vinculaciones con el conjunto de la sociedad– para reducirse a política hacia los pobres. La reconversión fue detonada por el crecimiento exponencial del empobrecimiento de grandes sectores de la población; el acelerado deterioro del mercado de trabajo y de los sistemas de salud y educación públicas y de seguridad social; y la profundización de las desigualdades, en escenarios de reciente y problemática recuperación de los sistemas democrático-representativos. El sesgo promocional, la vocación universalista y la integralidad fueron remplazadas por la contención, la focalización y la fragmentación. La orientación hacia el bienestar fue sustituida por el combate a la pobreza y los programas de emergencia. Enmarcada por un vertiginoso y muy agresivo programa de privatizaciones, la asistencia social se convirtió en la cara visible de lo que alcanzó a sobrevivir de una Política Social, minimizada ahora a administración de programas diseñados “llave en mano” por los organismos financieros que promovían el ajuste. La prioridad ya no era el bienestar, sino la continuidad de los pagos a los acreedores externos y la contención del malestar social.

En una sociedad fragmentada por el impacto del “Consenso de Washington” y los efectos estructurales de la reconfiguración capitalista, con el surgimiento de nuevos actores sociales y el retroceso de otros, la integralidad en materia de Política Social resurgió en la Argentina de las primeras décadas de este siglo en los gobiernos peronistas de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. El tema ha sido ampliamente estudiado y debatido en textos propios y ajenos por muchos especialistas, compañeras, compañeros y colegas de diferentes orientaciones políticas y académicas. También cuenta con trabajos ampliamente difundidos el examen de la contratendencia desatada durante el cuatrienio del gobierno macrista, las características del escenario socioeconómico, fiscal y financiero, y las condiciones de vida en que se hallaban grandes porciones de la población cuando ese gobierno resultó derrotado en las elecciones de octubre 2015 y asumió dos meses después el gobierno del Frente de Todos: dos años sucesivos de recesión económica (-2,6% en 2018 y -2,1% en 2019); inflación alta y en aumento (47% en 2018 y 53% en 2019); crecimiento de la pobreza (41% de la población total y 63% de la población infantil); casi 10% de desocupación en el sistema registrado de empleo; dos quintos de la fuerza laboral desempeñándose de manera informal; una deuda externa que creció de 52,6% del PBI al 91,6% entre finales de 2015 y finales de 2019, predominantemente en dólares, con tasas de interés muy superiores a las vigentes en los mercados internacionales de crédito y con un calendario de pagos que comenzaba a regir pocos meses después de la inauguración del nuevo gobierno. Pocas semanas después llegó la pandemia.

 

Aguante, asistencia, promoción

La aceleración de los tiempos generada por la globalización del COVID-19 agravó las tensiones entre lo que hay que hacer y las herramientas para hacerlo: rigideces y demoras administrativas, inadecuación de la información disponible, lenta renovación de personal en posiciones clave para el diseño y ejecución de las políticas.

En un número anterior de Movimiento (número 23, julio 2020) analicé las principales políticas de cara al impacto social de la pandemia. Una visión de conjunto cuestiona la caracterización de la Política Social como mero asistencialismo, aunque es cierto que persiste una fuerte e inevitable preocupación por atender los efectos más urgentes en los grupos más vulnerables, muchos de los cuales ya venían severamente castigados durante el cuatrienio precedente. Existe una continuidad entre las acciones emprendidas durante 2020 y 2021 en el escenario de deterioro social agravado por la pandemia, y también una gran diferencia: el desarrollo de vacunas, la celebración por parte del Estado de convenios con los laboratorios para su adquisición y el inicio de la vacunación. La disponibilidad y la aplicación de vacunas contra la COVID-19 define en este sentido un punto de inflexión en las respuestas de política a la pandemia.

A riesgo de incurrir en esquematismo, diría que durante 2020 las acciones del gobierno tuvieron claro énfasis en materias de asistencia y seguridad social: transferencias de ingresos vía AUH, AUE, IFE, ATP, REPRO, Tarjeta Alimentar, distribución de bolsones de alimentos, apoyo a la economía social –“Potenciar Trabajo” y otros–, restricciones temporales en el ejercicio del derecho de propiedad y en las relaciones laborales –suspensión de despidos sin causa o por menor nivel de actividad, suspensión de desalojos de unidades de vivienda, etcétera. ANSES, Ministerio de Desarrollo Social y Ministerio del Trabajo fueron las agencias dinámicas de ese primer momento. En 2021 el acceso a vacunas colocó junto a esas agencias al Ministerio de Salud.

La diversidad de campos de acción y la pluralidad de agencias de gobierno que intervienen en ellos desde sus respectivas incumbencias sectoriales potencia la relevancia estratégica de una visión de conjunto de las acciones de gobierno en escenarios político-institucionales en los que distintos actores proyectan objetivos no siempre compatibles, y en interlocuciones en las que con frecuencia las disputas sobre los instrumentos de la acción política son en realidad disputas sobre las políticas y sus objetivos. La discusión reciente sobre la Tarjeta Alimentar ilustra bien la presencia de este sesgo a la vez fragmentario y descontextualizador.

La creación de la Tarjeta Alimentar, anunciada durante la campaña electoral del Frente de Todos en 2019, tiene por objetivo contribuir a enfrentar la dimensión más lacerante de la pobreza extrema –el hambre– en las apremiantes condiciones de inminente vencimiento de tramos de repago del endeudamiento generado por el gobierno anterior y, poco después, el agravamiento de las condiciones económicas y sociales como efecto de la pandemia. Sus destinatarios y destinatarias se desempeñan en actividades de la economía popular o informal. Depende del Ministerio de Desarrollo Social y se financia a través de los mayores ingresos recaudados por el aporte tributario extraordinario a las grandes fortunas y el aumento de la recaudación impositiva. Coherente con su objetivo, la tarjeta sólo puede ser utilizada para la compra de alimentos. No suplanta a la AUH ni a otras políticas preexistentes.

Las opiniones favorables o las críticas que se han difundido acerca de la tarjeta revelan mucho más que una valoración de su desempeño específico. Explícita o tácitamente, con mayor o menor intensidad discursiva, todas expresan una opinión acerca de la vinculación de la Tarjeta Alimentar con determinadas consideraciones respecto de la generación de los escenarios o las condiciones de contexto o los sesgos estructurales –como se prefiera llamarlos desde diferentes opciones teóricas– que hacen posibles, eventualmente necesarios y no solo accidentales el empobrecimiento de grandes porciones de la población y la desigualdad extrema. Es decir, la degradación del bienestar social a bienestar de algunos, algunas o algunes.

Tanto el informe del Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana Tarjeta Alimentar: una ayuda necesaria pero insuficiente (ISEPCi, 2020) como el del Observatorio de la Deuda Social La Tarjeta Alimentar a un año de su implementación (ODS, 2021) coinciden en su principal conclusión: la tarjeta ayuda, pero no resuelve. La cantidad y la calidad de alimentos al alcance de los hogares vulnerables que accedieron a ella mejoraron. Sin embargo, el problema está lejos de ser superado, y no sólo porque la cobertura es parcial. ISEPCi señala la gravitación de la inflación de precios en la detracción del poder adquisitivo de la tarjeta y su monto reducido –monto y cobertura fueron ampliados en abril pasado. ODS presenta las principales variables sociodemográficas que configuran las unidades de consumo.

Está ausente en ambos estudios una consideración de las variables estructurales, o ambientales, o de contexto, que contribuyen a la producción del empobrecimiento y la desigualdad como fenómenos que la pandemia masifica y profundiza. Se asientan en modelos cuyas variables constitutivas se relacionan entre sí de manera coherente, al mismo tiempo que los factores externos –el contexto, por ejemplo– son tratados como constantes. No se contempla siquiera como hipótesis que esos factores son en realidad variables que actúan en otro nivel de determinación: desde ese nivel definen las condiciones de comportamiento del modelo y la eficacia del instrumento de política para alcanzar su objetivo.

La vinculación entre instrumento, problema y contexto-ambiente-estructura sobresale en cambio en las críticas formuladas por algunos dirigentes de organizaciones sociales, difundidas ampliamente por la prensa. La Tarjeta Alimentar es presentada en ellas como “política emblema del gobierno”, una política asistencialista que no saca a la gente de la pobreza y apunta a generar efectos inmediatos que no aportan respuestas eficaces y de mayor efectividad: “pan para hoy, hambre para mañana”. Estimula la integración de la población como consumidora en mercados altamente concentrados que, a lo sumo, “derraman miguitas” hacia los más necesitados, en escenarios de concentración económica e inflación que reducen el poder real de compra de los usuarios. Además, la bancarización de la tarjeta retrae de la asignación nominal la comisión que cargan las entidades. En resumen, la tarjeta es “un error económico, social y cultural” (Infobae 8, 9 y 10 de mayo de 2021; La Nación, 9-5-2021; Clarín 9-5-2021; El Cronista 10-5-2021).

Hay aquí un estilo de construcción discursiva típico de la militancia política que contrasta con el más distante de la retórica académica de los informes anteriores. Incluso algunos excesos retóricos: la Tarjeta Alimentar no es una política asistencial vertebral, sino complementaria de una política alimentaria, y tampoco es presentada como emblemática en el discurso gubernamental: integra un repertorio amplio de acciones de Política Social preventiva, promocional y no sólo asistencial. También es cuestionable que las compras de alimentos se efectivicen mayoritariamente en las grandes cadenas de supermercados: según el estudio de la ODS, 65% de los hogares destinatarios de la tarjeta declaró realizarlas en pequeños comercios barriales. Menos de 33% elige supermercados de alguna cadena.

Al margen de estos desajustes particulares, es innegable que estas críticas dan en el blanco en lo que toca a las determinaciones externas de la asistencia alimentaria, pero desatienden la especificidad del instrumento y su diferenciación respecto de previas modalidades de transferencias monetarias. Simplificando mucho las cosas, podría decirse que los modelos de transferencias de ingresos apuntan a una reproducción simple de los escenarios: resuelven problemas inmediatos, pero no previenen su reiteración al no enfocar los factores que los generan. Es algo así como la política del aguante: en el atractivo de los resultados inmediatos anida la razón de su insuficiencia. Las críticas de las organizaciones sociales cuestionan este permanente correr detrás de los problemas y proponen modelos de generación de ingresos a partir del empleo: no reparten pescado, enseñan a pescar. El “Plan de Desarrollo Humano Integral” propuesto por una convergencia de organizaciones sindicales y de la economía social epitomiza este enfoque, pero también se inscribe en él el programa “Potenciar Trabajo” del Ministerio de Desarrollo Social. No son lo mismo, ni en escala ni en proyecciones, pero tampoco incompatibles.

 

Conclusión

La pandemia está generando efectos catastróficos en todo el mundo: millones de muertes, empobrecimiento de muchísima gente, crecimiento vertiginoso de la desigualdad y la polarización social, retracción productiva. Minorías que ya estaban bien antes de la pandemia y que ahora están mucho mejor; mayorías que ya estaban mal y que ahora son más numerosas y están peor; gente que se ha quedado sin porvenir y que está peleando el presente.

Una extrapolación de los escenarios actuales a un después de la pandemia no debería desatender la plausibilidad de esos escenarios catastróficos, de los que la historia humana ofrece numerosos ejemplos. Enfrentar la pandemia implica enfrentar aquí y ahora esos escenarios posibles, diseñando y ejecutando políticas que encaren las urgencias del presente como parte de la configuración de escenarios en los que “reine el amor y la igualdad”. O algo así. Ello requiere, sobre todo, traducir las premisas doctrinarias en políticas públicas. En tal sentido, la discusión sobre la Tarjeta Alimentar remite, desde su propia peculiaridad, a la cuestión mucho más peliaguda de los combates por el bienestar en el marco de la pandemia y la configuración de los escenarios post pandémicos.

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