Reflexiones de un viajero

Ciertas circunstancias personales, de índole familiar, nos llevaron a la vieja Europa entre agosto y setiembre de este año. Viajar a Europa siempre supone una experiencia muy interesante, porque significa enfrentarse con algo que bien podría pensarse como origen, en el sentido más amplio del término. Claro está que origen no debería confundirse con idéntico. El diccionario de la RAE define a origen como “principio, nacimiento, manantial, raíz y causa de algo”, mientras que a idéntico lo define como algo “que es igual que otro con que se compara”. Y si bien Europa puede pensarse como el origen de lo que por acá somos, en modo alguno ello supone que seamos idénticos a los europeos. Es más: Argentina –como Latinoamérica toda– podría pensarse como algo que proviene de orígenes diversos, puesto que nuestras raíces son tanto europeas como ancestralmente nativas, y es por ello, precisamente, que suele hablarse de comunidades y culturas originarias. Que no lograron ser exterminadas por completo por la colonización europea, a pesar de los procesos genocidas desarrollados por siglos sobre todo el continente. Razón por la cual lo que existe hoy en día en nuestros países es algo que podría definirse en términos de sincretismo, cuando no de hibridación, a nivel cultural. Pese a ello, muchos argentinos tendemos a vernos como meros vástagos de Europa. Y esa visión atraviesa al conjunto de los estratos sociales, generando una ilusoria identificación por la cual se supone que somos, en definitiva, la más remota manifestación de la cultura europea.

Sin duda, esa es una mirada colonialista, impuesta por los europeos sobre los latinoamericanos, de un modo para nada inocente. Porque la vieja Europa se siente, todavía, como un paradigma civilizatorio. Sus valores, sus instituciones, sus prácticas políticas, representan para ella un modelo insuperable. Su parlamentarismo campea por doquier, y la democracia representativa es el marco donde tramita la gestión de la sociedad. Buena parte de los europeos, y de su dirigencia, pueden ser xenófobos, negadores de lo otro, racistas, machistas y dogmáticos en sus opiniones. Sin embargo, Europa esconde muchos de esos rasgos tras un discurso público hegemónico que reivindica el valor de la democracia, la diversidad y la libertad. Así, no resulta sorprendente que una ministra socialista del gobierno español justifique los ataques políticos y militares a la ocupación rusa de buena parte de Ucrania, pero que no se pronuncie sobre tantas otras ocupaciones militares en otras partes del mundo. El alineamiento europeo con los Estados Unidos es absoluto, y por ello el viejo mundo hace suyas las causas geopolíticas que sostiene la gran potencia de Occidente. Ello tiene incluso manifestaciones simbólicas llamativas: en Berlín, por ejemplo, sobre todos los edificios públicos flamea la bandera ucraniana.

Las sociedades europeas, como las nuestras, tienen lo suyo a nivel de la conflictividad social. Pero el grado de desarrollo alcanzado por sus economías, amparadas todas bajo la égida del euro, y arrastradas por la fenomenal locomotora alemana que conduce al mundo comunitario, logran –al menos hasta ahora, el después está por verse– que los sectores mayoritarios de su población se mantengan en una posición de aceptación y tolerancia del statu quo existente. Es que Europa es –hasta ahora, insistimos, sin aventurar hipótesis sobre su futuro– un continente donde sus habitantes –los legales, desde ya no los otros– son, antes que ciudadanas y ciudadanos, consumidores. Consumidores de todo tipo de mercancías que el capitalismo actual ofrece, materiales o inmateriales, con lo cual se logra adormecer a las poblaciones en usos y prácticas inevitablemente conformistas y adaptativos.

Un rasgo distintivo de muchos países europeos es su carácter monárquico. A pesar de que, desde hace siglos, las monarquías plenas o absolutas desaparecieron en Europa, la institución monárquica sobrevive, acaso como signo identitario. Parecería que a muchos pueblos europeos –o en todo caso, y para ser más precisos, a buena parte de cada uno de esos pueblos– les encanta contar con un rey, o una reina. No deja de resultar paradójico –por no decir contradictorio– que, habiendo superado el estadio de la soberanía concentrada en una única persona para asumir formas de soberanía popular de carácter republicano, haya tantos europeos que encuentran en los reyes y las reinas unas figuras donde reconocerse y sentirse representados como comunidad nacional. Es una extraña combinación donde monarquía y republicanismo se funden –y confunden–, como si fuese posible que el poder real siguiera tutelando, aunque sea imaginariamente, a las instituciones republicanas: tal la potencia de las tradiciones nobiliarias y monárquicas sobre la organización política de muchos estados europeos. Por ello, reyes y reinas forman parte no sólo de los imaginarios nacionales, sino también, y de manera notoria, de las prácticas de cotilleo instaladas tanto en el ámbito de la vida privada como la pública, especialmente en la esfera de los medios de comunicación.

Estando nosotros en Europa murió la reina Isabel de Inglaterra. Ese hecho generó un imponente dispositivo de reverencia y honra a sus despojos, que incluyó la presencia de dignatarios y reyes de numerosos países, entre los que se destacaban el actual rey de España, Felipe IV, y su antecesor, su padre, el exrey Juan Carlos I, cuya presencia no dejó de representar un incordio para su hijo y sucesor. Pero la inhumación de la reina exigía que la realeza europea acudiese en masa a las exequias, con el fin de realzar el significado de ese acto. En un gesto que acaso representaba la póstuma voluntad de la reina muerta, autoridades y monarcas extranjeros debieron viajar hacia ella en aviones de línea y autobuses públicos, igualando hacia abajo la posición que todos debían ocupar en ese momento. Parecía que, desde el más allá, la reina Isabel seguía diciendo que ninguna potestad ni realeza podía hacerle sombra.

Pocos días antes ocurrió otro suceso que habría de conmocionar a nuestro propio país: el intento de asesinato de la actual vicepresidenta. Fue un intento fallido de magnicidio que permitió contrastar nítidamente las características culturales, sociales y políticas que nos separan de los europeos, por no hablar de las realidades económicas en las que vivimos unos y otros. Porque el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner vino a poner sobre el tapete los niveles de precariedad y fragilidad que hacen a la institucionalidad política argentina, aunque podría agregarse –asimismo– a la latinoamericana. Así, si la muerte de la reina de Inglaterra posibilitaba una unánime manifestación de veneración y tributo hacia su figura, la intención de matar a Cristina exponía una escena de odio que no por conocida dejaba de impactar a quienes nos negamos a aceptar la barbarie como forma de vida.

Y en ese contraste se revelaba una pregunta insoslayable, de no fácil respuesta: ¿por qué querrían matarla? Está claro que para ese interrogante no existe una respuesta única, ni menos aún inequívoca. Pero es posible ensayar algunas réplicas que puedan resultar mínimamente satisfactorias. Por ejemplo: a Cristina quisieron –quieren– matarla por lo que representa como manifestación de intereses, aspiraciones y derechos de los sectores populares y las mayorías nacionales. O también: a Cristina quisieron –quieren– matarla porque en esa representación los sectores dominantes visualizan un peligro cierto para sus históricos privilegios. Del mismo modo, podría decirse que en ese intento fallido de magnicidio se revela un proceder característico de los poderosos en el país y la región: la imposición de su poder menos por una hegemonía que por la bruta fuerza. Claro está que esa modalidad no es privativa de los países de este lado del mundo: fuerza bruta, barbarie y exterminio de los otros es algo que se observa en muchos lugares del planeta. Pero no de manera principal en territorio europeo: allí parece primar –al menos hasta ahora, insistimos– una suerte de convivencia civilizada, regulada por unas instituciones que –con sus más y sus menos– no dejan de ser las proyecciones actuales de un orden nacido a partir de la Ilustración y la Modernidad gestadas por su burguesía. Lo cual permite aventurar una tesis que explica los contrastes que se advierten entre nuestra región y Europa: la Razón Europea sólo puede –pudo– ser a partir de la Sin-Razón latinoamericana y tercermundista.

Las ideas, los textos, los conceptos, no son cosas que se sostengan por alguna clase de peso específico, o de densidad de sentido que les es propia. En realidad, no se sostienen por sí mismos, ya que son sostenidos por los entornos, las circunstancias o los contextos en los que irrumpen o retornan. Es así que aquello que en un determinado momento de la historia ocupa el primer plano en los discursos públicos, en otro queda relegado a un lugar secundario y escasamente visible. Ello ocurrió, por ejemplo, con la obra y el pensamiento de Frantz Fanon, un autor muy leído y discutido en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Fanon fue un psiquiatra martiniqués que participó activamente de la guerra de liberación nacional llevada adelante por el pueblo argelino en contra de la colonización francesa. No pretendemos exponer aquí –ni siquiera como sinopsis– las líneas directrices de su pensamiento, pero sí querríamos señalar una idea fundamental que aparece a lo largo de su obra: la colonización de los países no europeos por parte de Europa se basa, inexorablemente, en el ejercicio de la violencia. Para Fanon, no existe otro vínculo entre colonizadores y colonizados que no sea ese. Lo cual supone no sólo una negación de la cultura de los nativos –comprendiendo en esto su lengua, su arte, sus costumbres y sus creencias– sino además la imposición, igualmente violenta, de la cultura colonialista. De ello se desprende una consecuencia no exenta de fundamentos dialécticos: para que los colonizados puedan acceder a una condición verdaderamente humana, es necesario que se liberen del sometimiento colonial, desalienándose. Y la única vía que posibilita ese pasaje de lo no humano a lo humano –por parte de los nativos colonizados– es asimismo el ejercicio de la violencia. De un modo si se quiere guevarista, Fanon decía que, para que nazca el ser humano nuevo –el nativo liberado de la enajenación colonial– debe morir el ser humano viejo –el colonialista europeo. Cabe recordar que esa postura radical fue presentada y celebrada por Jean Paul Sartre en el célebre prólogo que escribiera para la edición de Los condenados de la tierra, título que reproduce el primer verso de La Internacional.

¿Estamos postulando, al evocar a Fanon, una confrontación bélica con el ocupante colonialista en nuestro país? En modo alguno, entre otras razones porque no existe en nuestro caso un ocupante con semejantes características. Porque, aunque nos hallemos sometidos por el poder imperial de las grandes corporaciones transnacionales y por los vínculos geopolíticos impuestos por Estados Unidos en la región, no somos una colonia al estilo de la Argelia dominada por Francia.

Viene a cuento, en función de esto, evocar a otro pensador que supo tener también difusión y publicidad por aquellos años en que se leía a Fanon, en este caso argentino, llamado Jorge Abelardo Ramos, que definió a la Argentina –y al resto de los países latinoamericanos– como semi-colonias. Tributaria de la tradición marxo-trotsquista, esa categoría intentaba precisar las características de un conjunto de países que, habiendo logrado su independencia política en el siglo XIX, conservaban en el presente una estructura dependiente a nivel de sus economías. Desde esa perspectiva, la condición o el carácter semicolonial de los países latinoamericanos determinaba otras estrategias emancipadoras, y otros modos de concebir a las y los protagonistas de las luchas por la liberación nacional y social. De todos modos, semi-colonia en lugar de colonia, también para Ramos el dominio imperialista sobre nuestra patria se basaba en mecanismos coactivos o coercitivos, aunque su sustancia fuese preponderantemente simbólica y no militar. Lo cual tal vez nos permita re-pensar, aunque sea con formas un tanto vetustas, lo que suele llamarse la realidad nacional, es decir, la naturaleza material y simbólica, y la trama de lazos humanos que configuran aquello que representa, para nosotros, nuestra histórica comunidad.

Podría pensarse que nuestra percepción en territorio europeo de dos hechos prácticamente simultáneos –la muerte de la reina de Inglaterra y el intento de asesinato de nuestra vicepresidenta– ha provocado una deriva reflexiva un tanto caótica, e incluso arbitraria, como esta. Es posible que así sea. Pero más allá de los reparos que nuestras reflexiones puedan suscitar, nos parece evidente que un conjunto de vínculos empíricos y abstractos, materiales e inmateriales, enlazan esos hechos para proponer una evidencia: el poder que se ejerce sobre nuestro pueblo, y sus formas autoritarias y violentas, no podría entenderse si no se lo mira como la consecuencia de un poder imperial –o neocolonial– que el corazón de Occidente impone sobre nosotros. En ese corazón se sostiene el fundamento de la rapiña y la explotación que se propagan sobre los pueblos latinoamericanos y del tercer mundo. Quienes ejecutan entre nosotros esas prácticas depredadoras no son sino mandatarios de los verdaderos sujetos que sostienen al ordenamiento neoliberal del mundo actual.

Tamaña proposición no puede menos que generar nuevos interrogantes, en el decurso de nuestro pensar y decir, como, por ejemplo: ¿qué se puede hacer ante ello? En rigor, no lo sabemos, porque las respuestas a semejante pregunta la habrán de plasmar millones de almas cuando logren emprender su recorrido salvífico. Lo que sí podemos saber, en todo caso, es que no serán las fórmulas y las prescripciones del pensamiento dominante las que nos permitan atravesar y trascender las calamidades propias de la hora. Podremos valernos de ellas, indudablemente, para la búsqueda y el ensayo de posibles salidas, sin perder de vista que sólo el pueblo salvará al pueblo. Lo demás seguirá siendo, fatalmente, el reino de los encantos y las fantasmagorías con los que siempre intentan capturarnos.

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