Perón, Evita, la Patria progresista

Hace unos meses, un compañero me invitó a dar una conferencia virtual que decidimos titular “Políticas de prevención de drogas en el peronismo”. El encabezado resultaba un verdadero desafío, puesto que Perón, en su vasto repertorio temático, nunca se refirió de manera directa a la cuestión de las drogas. Sin embargo, el público conectado a la conferencia –que por suerte fue mayoritariamente juvenil y muy numeroso– me fue llevando con sus preguntas hacia otra definición mucho más de fondo, a saber: de qué hablamos cuando hablamos de peronismo hoy. No está de más decir que se trataba de un público militante: cuadros intermedios de una juventud pujante que, en varios casos, ya ocupa lugares de conducción igualmente intermedia en distintas estructuras territoriales de todo el país. Sensibilizados y sensibilizadas por algunas de mis apreciaciones, me interpelaban si yo consideraba que el kirchnerismo era la forma en la que el peronismo se manifestaba en el siglo XXI, o directamente no era peronismo.

Vamos a comenzar con una valoración seguramente polémica: durante los 18 años que duró su exilio y los ocho meses de su tercera presidencia, Perón le hizo un guiño a cada punto cardinal del convulsionado horizonte político de aquellos años. El problema sobrevino mucho tiempo después de su muerte, cuando aquella conveniencia táctica de Perón para no mostrarse políticamente unívoco se convirtió en estrategia para muchos de sus seguidores y seguidoras, que encontraron en la potencia electoral del peronismo la plataforma adecuada para un ascenso rápido a posiciones de poder.

La comodidad de términos como “movimiento” o “sentimiento” –y otros muchos pseudo conceptos, todos terminados en “miento”– fueron fortaleciendo la evitación sistemática de cualquier otro tipo de definiciones de bordes más rígidos. En este sentido, el kirchnerismo puede atribuirse plenos derechos de admisión para reclamar su pertenencia al peronismo, al igual que el cristinismo, el massismo, el menemismo y cualquier otro nombre propio con el posfijo “ismo”, siempre y cuando manifieste cierto grado de adhesión más o menos fervorosa a Perón, levante oportunamente dos dedos en “V” y sea capaz de entonar sin tropiezos al menos las dos primeras estrofas de la marcha.

El problema surge cuando esos nombres propios corresponden a personas que sentaron las bases de principios filosóficos o doctrinarios y dejaron testimonio de ello. Perón, por caso, lideró una revolución y formuló una doctrina –a la que no le puso su nombre– que presentó en el Teatro Independencia de Mendoza, la tarde del sábado 9 de abril de 1949. Ese día, cerró el Primer Congreso de Filosofía que se hacía en tierra latinoamericana y expuso las bases de la Doctrina y de la futura constitución justicialista. En el auditorio, además de Evita, lo escuchaban algunos de los filósofos más destacados de ese momento: los italianos Cornelio Fabro y Nicola Abbagnano, los alemanes Hans-Georg Gadamer y Karl Löwith, el austríaco Ludwig Landgrebe. A Heidegger no se le permitió salir de Alemania, pero igual envió su mensaje de adhesión, junto con el de su compatriota Karl Jaspers, los franceses Gabriel Marcel, Jean Hyppolite y Maurice Blondel, el italiano Michele Federico Sciacca y el letonio Nicolai Hartmann. Entre los latinoamericanos estuvieron presentes Vasconcelos, Ferreira da Silva, Wagner de Reyna y Miró Quesada, y entre los filósofos locales destacaban Astrada, Guerrero, Vassallo, Virasoro, Cossio, Quiles, Derisi y De Anquín.

“El movimiento nacional argentino, que llamamos justicialismo en su concepción integral, tiene una doctrina nacional que encarna los grandes principios teóricos de que os hablaré en seguida y constituye a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cumplidas en la comunidad argentina”. Esa tarde de abril de 1949, Perón presentaba al mundo una doctrina. La Revolución Justicialista ingresaba en una etapa de consolidación doctrinaria que alimentaría ese mismo año la ratificación institucional de las transformaciones políticas, económicas y sociales.

Un segundo elemento fundamental en la discusión sobre los bordes del justicialismo es el acuerdo o no que se tenga sobre la base social de esas transformaciones políticas, económicas y sociales consolidadas en una doctrina y en una constitución. Desde su irrupción en la historia el 17 de octubre de 1945, la columna vertebral del “movimiento nacional argentino que llamamos justicialismo” ha sido el movimiento obrero organizado. La clase trabajadora protagonizó el acto fundacional del peronismo, sostuvo como ningún otro sector sus actos de gobierno y mantuvo viva la llama doctrinaria aún mucho después de su derrocamiento.

Tenemos hasta aquí entonces dos elementos distintivos del justicialismo: una doctrina y un sujeto político. Veamos entonces si ambos aplican a todas las formas de peronismo que hoy se manifiestan. Digamos para empezar que en la práctica revolucionaria un elemento es indisoluble del otro. La doctrina sigue allí, intacta en la letra, pero desde los tiempos de la resistencia el movimiento obrero organizado ha sufrido tres golpes brutales. Uno de ellos, el más reciente y sanguinario, fue el que tuvo lugar entre 1976 y 1983. Se estima hoy que dos de cada tres desaparecidos o desaparecidas eran activistas sindicales, la mayoría de ellos, delegados o delegadas de los gremios industriales intervenidos y de extracción peronista (Fernández, 2001: 69). Hubo antes un primer golpe que provocó el disciplinamiento de al menos una parte de la dirigencia sindical, sin derramamiento de una sola gota de sangre: más allá de los beneficios que hoy tiene para la salud de la clase trabajadora, la Ley 18.610 de Obras Sociales, sancionada en 1970 por el gobierno de facto del General Onganía, tuvo la intención directa de alinear al movimiento obrero con los gobiernos de turno. Así y todo, con sus bajas y traiciones, fue el movimiento obrero peronista el que resistió la dictadura militar, se manifestó en la Plaza de Mayo dos días antes del desembarco en las Malvinas, motorizó la renovación del peronismo tras la derrota electoral de 1983 y presentó un plan de reconstrucción nacional resumido en los 26 puntos de la CGT, con el inolvidable Saúl Ubaldini a la cabeza.

Sin embargo, el debilitamiento del movimiento obrero argentino tal vez no dependa de ninguno de los dos golpes mencionados. Entre ambos, en 1975 López Rega ubica en el Ministerio de Economía a Celestino Rodrigo y con él, dentro de su equipo, al huevo de la serpiente que aniquilaría la matriz productiva industrial del modelo peronista. La CGT respondió con un paro general de 48 horas y una gigantesca movilización a Plaza de Mayo que obligó al gobierno de Isabel Martínez de Perón a homologar los convenios colectivos anulados por Rodrigo, provocó la renuncia del ministro y de José López Rega. Sin embargo, Ricardo Mansueto Zinn y Pedro Pou, los guionistas del rodrigazo, siguieron siendo figuras protagónicas y funcionarios en gobiernos posteriores de este y de aquel lado de la Constitución. Ese largo proceso significó para el movimiento obrero argentino un cambio cuantitativo y también cualitativo. A la reducción del número de trabajadoras y trabajadores sindicalizados se le asoció el cambio de perfil en la composición del movimiento obrero organizado, con una transferencia de las ramas industriales a los sectores de servicios, lo que conlleva a un cambio en la conciencia y el compromiso objetivo con los modelos de desarrollo nacional.

Sintéticamente descripto, la retracción de la base social y política del peronismo tradicional podría explicar también, para algunos, la caducidad de sus principios doctrinarios. Este es precisamente el punto en discusión. Paralelamente con este proceso de debilitamiento cualitativo y cuantitativo del movimiento obrero organizado, varios organismos internacionales (Albert, 1991) vienen mostrando su preocupación por el rápido y constante aumento de la población en algunas regiones del planeta, particularmente en África, el Medio Oriente y en la mayoría de los países de América Latina. El crecimiento demográfico se concentra en los países pobres, en los que tienen lugar más del 90% de los nacimientos. En los próximos diez años, la población del mundo no industrializado crecerá 20 veces más que en los países industrializados. La brecha entre incluidos y excluidos se hace cada vez más profunda de la mano de modelos de producción cada vez más automatizados y el concepto de “excedente demográfico” va tomando cada vez más cuerpo. La producción de la riqueza ya no demanda mano de obra. En el siglo XXI, los ricos no necesitan de los pobres y la pandemia del COVID-19 ha expuesto y acelerado esta realidad.

Mientras el coronavirus potencia a las empresas con habilidades algorítmicas a medida que los negocios de la vieja economía se cierran y las personas se ven obligadas a quedarse en sus casas, las empresas que menos dependen de sus empleados o empleadas han superado en 2020 a las que son más intensivas en mano de obra en 37 puntos porcentuales. Con los balances a la vista es fácil concluir que, junto con la industria farmacéutica, las empresas de tecnología serán las ganadoras de la pandemia: el Nasdaq-100 subió 33% y se generaliza entre los analistas la opinión de que las empresas que dependen menos de los empleados y las empleadas son las que van a quedar mejor paradas.

Como vamos, en diez años el mundo tendrá 10.000 millones de habitantes. Solo una parte relativamente pequeña de ellos y ellas estarán incluidos en el sistema por la vía del trabajo, y una gran parte probablemente tendrá dificultades de acceso aun a los alimentos. Mientras tanto, el capital se sigue alejando cada vez más de las personas, el abismo entre incluidos y excluidos se ensancha aceleradamente y el modelo distributivo mundializado parece no ofrecer las condiciones para realizar un proyecto político integrador en lo social que sea viable y generalizable en lo económico. Hoy mismo, las 200 empresas del planeta que concentran el 25% de la actividad económica mundial emplean apenas a 18,8 millones de trabajadores, es decir, el 0,75% de la mano de obra disponible en el planeta. Dicho de otra manera, un cuarto de la riqueza producida en el mundo se genera con menos del uno por ciento del total de la fuerza de trabajo.

Mientras iba terminando mi conferencia virtual sobre la política de prevención, me hacía a la idea de que a Perón no solo no tuvo que convivir con el derrame de las drogas con su función global de dopaje y exterminio: la escala planetaria de la exclusión apenas se sospechaba en 1974, cuando la pobreza en Argentina no superaba el 5%. Hoy, justicialismo y kirchnerismo no expresan a las mismas bases sociales. La de uno se achica y la del otro no para de crecer. El kirchnerismo enfrenta con doctrinas prestadas de las metrópolis el desafío de resolver en la periferia cómo produce lo que distribuye. En sus usinas de origen esas doctrinas homologan la exclusión a minorías y enarbolan banderas selectivas que no mueven el amperímetro de la matriz. El justicialismo, mientras tanto, se aferra a una doctrina que supo resolver en el pasado un modelo productivo y un modelo distributivo, cuando el trabajo era el puente que unía lo uno con lo otro, pero que hoy debe demostrar que sigue siendo, 70 años después del Congreso de Filosofía, la solución a lo que el resto del mundo se muestra incapaz de resolver: qué hacer con los descartados.

 

Referencias

Fernández N (2001): “24 de marzo de 1976. 25 años después”. Milenio, 5, Buenos Aires, marzo.  Albert JL (1991): Food, Nutrition and Agriculture. 1. Food for the Future. FAO.

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