Alberto Fernández y el problema del progresismo

El presidente Alberto Fernández ha cumplido un año de gestión y conviven en su gobierno diferentes líneas. Consideramos que algunas funcionan como factores convergentes y le brindan fortaleza. Pero también observamos que otras tienen un papel divergente: lo debilitan y hacen peligrar la unidad peronista que tanto costó conseguir.

Alberto Fernández no era candidato para casi nadie hasta la mañana del 18 de mayo de 2019, cuando Cristina Fernández de Kirchner anunció que lo había designado como candidato a presidente de la Nación y que ella lo acompañaría como candidata a la Vicepresidencia de la Nación. Así las cosas, en las últimas elecciones Alberto Fernández lideró sólo nominalmente una lista, cuya mayoría de los votos fueron aportados por su compañera de fórmula.

De Principatibus novis qui armis propriis et virtute acquiruntur se titula la lección que Nicolás Maquiavelo dedicó al asunto de los gobernantes que alcanzaban el poder por fortuna o debido a las armas ajenas. El genial florentino señala, en su obra más famosa, que les cuesta mucho mantener el gobierno a quienes lo obtienen por decisiones de otras personas. Expresa que, cuanto mayor sea la cuota de fortuna para adquirir el poder, menores son las posibilidades de conservarlo. Llegan sin mucho esfuerzo, pero dependen en gran medida de la voluntad de quienes los han colocado allí. Es decir, consiguen el poder fácilmente, pero pueden perderlo con la misma rapidez, porque les resulta muy complicado retenerlo. “Lo que fácil viene, fácil se va”, enseña el refrán. En general, los nuevos “príncipes” que ascienden al poder de ese modo no saben preservar el gobierno, porque –a diferencia de quienes lo hacen luego de un denodado trabajo y gracias a sus propios medios– lo han logrado más por azar que por mérito personal. Las dificultades que no hubo en el camino para tomar el mando aparecen cuando se encuentran ahí. Pero el mismo Maquiavelo indica que una manera de romper esa dependencia y superar la endeblez de ese dominio es conquistando un poder propio. Esa tarea requiere de una gran capacidad. A tal efecto, es fundamental elegir correctamente. El autor de El Príncipe expone el ejemplo de Cesar Borgia y su empeño en conformar una fuerza propia y en tener la capacidad de destruir la ajena. Marca determinados éxitos en la tarea de armar los propios medios y demoler a las partes contrarias, pero asevera que cometió un grave error en el cónclave que resolvió la sucesión de su padre, Alejandro VI, y esa equivocación lo llevó a la ruina definitiva.

Y ya que estamos hablando de Papas, consideramos que ha sido un error del presidente de la Nación acelerar el tratamiento de la legalización del aborto, toda vez que la aprobación de ese proyecto seguramente debilite, dañe o hasta llegue a quebrar el vínculo que mantenía con el Papa Francisco, quien aparecía como el principal aliado que había cosechado el presidente argentino a nivel mundial. Hubo sectores que han querido emparentar esta iniciativa con otras “ampliaciones de derecho”, como la sanción de la ley del divorcio vincular en 1954 y la del llamado “matrimonio igualitario” en 2010. No nos parece pertinente ni prudente la automática asociación. Debe recordarse que ambas decisiones se dieron en el marco de un enfrentamiento o, por lo menos, de una tensión, entre los gobiernos peronistas y la jerarquía de la Iglesia Católica. En cambio, ahora se produce en un contexto totalmente distinto y bajo relaciones cordiales, lo que hace todavía menos entendible la oportunidad de la medida. Del mismo modo, la nueva normativa lo pone en posición divergente con muchos gobernadores peronistas o del Frente de Todos que explícitamente han mostrado su desacuerdo con la práctica ahora legalizada. Entre ellos podemos mencionar a Sergio Uñac (San Juan), Jorge Capitanich (Chaco), Juan Manzur (Tucumán), Gildo Insfrán (Formosa) y Gerardo Zamora (Santiago del Estero). Más allá de que, por diversas circunstancias, los líderes provinciales no fueron tan activos en la oposición al aborto como sí lo habían sido en otras oportunidades, la realidad es que los senadores y las senadoras que responden a los gobernadores de San Juan, Chaco, Tucumán, Formosa y Santiago del Estero, entre otros, votaron en contra del proyecto presentado por el Poder Ejecutivo Nacional. En el mismo sentido, debe indicarse que el gobierno nacional avanzó en una postura que es abrumadoramente rechazada en las provincias del NOA (Noroeste argentino) y el NEA (noreste argentino), que son, precisamente, las regiones donde Alberto Fernández obtuvo el mayor porcentaje de votos, cercano al 60%. Por lo dicho, reiteramos que evaluamos equivocada –o por lo menos, temeraria– su política de avanzar en la legalización del aborto, independientemente de la posición que se tenga con respecto a la llamada ley de interrupción voluntaria del embarazo.

Igualmente, lo dicho no implica que creamos que el tema del aborto y materias similares funcionen como un clivaje electoral del debate político argentino, como sí puede suceder en algunos Estados de Estados Unidos o en algunos países de Europa, pero puede empezar a dinamitar el apoyo de importantes bases populares. En las elecciones de 2019, por lo menos, no funcionó así, ya que luego del debate parlamentario más agitado de las últimas décadas –desarrollado durante varios meses del año 2018– las opciones electorales embanderadas en posturas exclusivamente “verdes” (FIT) o “celestes” (Frente NOS) apenas obtuvieron alrededor del 2% de los sufragios. Igualmente, sería aconsejable no descartar que esa situación pueda modificarse en algún momento.

El presidente optó por satisfacer una demanda que sólo aparece como prioritaria para al sector progresista. Pensamos que colocar allí el centro de gravedad de su accionar político es una maniobra arriesgada y que puede acarrear un problema en lo que respecta a la unidad del Movimiento Nacional. No parece prudente buscar allí la fuerza propia, en detrimento de gobernadores que se presentan como mejores aliados a la hora de generar poder propio. Del mismo modo, evaluamos que cada vez que se opta por seguir la agenda progresista –podríamos agregar en ella, por ejemplo, la mirada “garantista” en cuestiones de seguridad pública, el desproporcionado énfasis que se le otorga a los asuntos llamados de “diversidad de género”, la obsesiva e infantil vocación contra los sectores empresariales y rurales, la resignación ante la solución “asistencialista”, o cierta simpatía ante la toma de terrenos– el gobierno nacional pierde fuerza al separarse de la mayoría de su base electoral. Se acentúan de esa manera los elementos divergentes. En sentido contrario, conforme se ubica a la producción y al trabajo en el centro de la escena, se promueve un plan de obras públicas en las provincias, o se sigue la estrategia de conformar un espacio en torno al Partido Justicialista a nivel nacional, se produce un avance de factores convergentes.

Hace más de dos años, en el número fundacional de esta publicación –Movimiento, 1, junio de 2018– nos preguntamos si había valido la pena privilegiar la alianza con los sectores llamados progresistas en detrimento de la unidad peronista, e indicamos que nuestra respuesta era negativa. Hoy ratificamos esa opinión. El progresismo propugna una corriente de pensamiento alejada de posiciones mayoritarias de nuestro pueblo. Sus concepciones ideológicas, teñidas muchas veces de anticlericalismo y antimilitarismo –que se extiende a un sentimiento antipolicial que lo aparta del anhelo de seguridad de millones de argentinos y argentinas, especialmente de quienes habitan los grandes centros urbanos–, perjudican la sana intención de ampliar bases de apoyo para el gobierno nacional. Esta situación también se verificó en otras experiencias nacional-populares de América Latina. Por ejemplo, aminoró las posibilidades electorales del PT (Partido de los Trabajadores) en Brasil, al alejarlo de sectores nacionales de las Fuerzas Armadas, sectores empresariales y sectores medios, como se ha verificado en las elecciones presidenciales de 2018. El mismo peronismo lo ha sufrido en carne propia: cuando la estrategia política –a inicios de 2012– priorizó esa orientación en detrimento de componentes esenciales del peronismo –gobernadores, movimiento obrero e intendentes– no obtuvo buenos resultados. La excesiva influencia del sector progresista desperoniza al gobierno y abre una oportunidad para que la alianza opositora pueda sumar sectores peronistas a su armado.

En definitiva, el progresismo puede ser un aliado, pero cuando pasa a ocupar un rol protagónico, es muy probable que sea la causa principal de un nuevo drama, como el que llevó al peronismo a las derrotas de 2013 y 2015.

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