Pavana por la muerte de la razón

Durante dos años, la pandemia del COVID-19 ha sido familiar para todas las agendas: política, social, ambiental, comercial, económica y, por supuesto, de salud.[1] En foros multilaterales y regionales observó las distancias, se puso la mascarilla y se puso cómodo, como quien está en su casa. En las relaciones bilaterales se mezclaba con notas, manchas de café y alcohol en gel. Torrencialmente, los medios inundaron las noticias con estadísticas, mapas, opiniones y comentarios de las máximas autoridades. En las conversaciones diarias era inevitable. Todos tenían algo que decir, y algunos, con el tiempo, incluso se convirtieron en expertos, aunque no tuvieran especialización alguna. Otros, más modestos, se contentaban con ser portavoces, a veces de oscuros brujos. La COVID-19 era como el pan nuestro de cada día, pero con el signo al revés.

No faltaron quienes dijeron que se había abierto una nueva etapa en la historia. Que la pandemia fue en realidad una sindemia, rica en causas y efectos que ya no se podía dejar de lado en nombre de algún ideal pragmático. Que, como fenómeno nuevo, la sindemia ha hecho añicos ideas, creencias y certezas, y ha cambiado el mundo para siempre como ningún otro evento. Que nuestra realidad, siendo sindémica, inauguró la era de la razón sindémica.

Ante una situación tan compleja y urgente, tendría mucho sentido que la Asamblea General de las Naciones Unidas, el máximo foro político multilateral, convocara una reunión de alto nivel. El propósito sería claro: examinar esta nueva realidad, sus riesgos, amenazas y oportunidades desde el ángulo de la multicausalidad de las políticas y con una mirada crítica sobre los posibles impactos en la salud humana, animal y vegetal. ¡Todavía no lo ha hecho!

Tal vez haya sido su secretario general, Antonio Guterres, quien mejor expresó la singularidad de la situación y la amenaza terrible que acarreaba: la raza humana está exhausta y el tejido social se está desgarrando. El agotamiento revela una condición radical. Las piernas se doblan, los brazos caen, los ojos se cierran. Terminado. No hay más energía. Guterres, sin embargo, no se conforma con el agotamiento, y continúa: el tejido social se está desgarrando. Los nudos se rompen, los hilos se deshacen y se separan, revelando lo contrario de la convivencia, lo contrario de la civilización. Lazos desatados que no se van a retomar, porque estás agotado. Nadie más tuvo el coraje de hablar con tanta franqueza, con la pureza de un niño. El mundo se acaba cuando ya no se puede arreglar, no porque sea imposible, sino porque ya no hay más fuerzas.

Muchos habrán visto exageraciones en la expresión del secretario general. Imagen fuerte para despertar conciencias, para actuar a partir de nuevas premisas y entendimientos, y así trazar el camino que llevará a un futuro mejor, como tantas veces se prometió. Exagerado o no, había un sentido compartido de urgencia. Era necesaria la acción, pero en dos años lo que se vio fue el fracaso de los líderes en todos los foros. Fracaso del G-7, del G-20, con sus mediocres respuestas ante la enormidad del desafío. Fracaso de la OMC, incapaz de comprender la necesidad de flexibilizar las reglas comerciales ante la mayor emergencia sanitaria jamás conocida. Fracaso de la OMS, que, al debatir la conveniencia de un tratado sobre pandemias, se contentó con extender la decisión sobre algún texto básico a negociar hasta 2024, lo que podría llevar años. Fracaso de la AGNU, que continúa con la triste rutina de aprobar resoluciones que buscan rescatar el espíritu de la Agenda 2030 y despejar el horizonte para los ODS, lo cual no se logrará, porque el tejido social se está desgarrando y nadie más tiene energía. Fracaso del Consejo de Seguridad, que limita la comprensión de la seguridad a la estrechez de la amenaza a la paz por vía militar, cuando la mayor amenaza es el cambio climático y la consecuente posibilidad de aparición de nuevas pandemias. Fracaso de los y las líderes, a quienes parece no importarles el aumento de las desigualdades, siempre que el mercado no se oponga. Quizás el tiempo, esa nivelación de sentimientos, ha disipado el miedo en otra perspectiva, en la que esas urgencias ya no son urgentes.

Llegó marzo y, como por arte de magia, el COVID-19 dejó las noticias y las conversaciones cotidianas. Relegadas a un segundo plano durante la pandemia, las tensiones geopolíticas acapararon toda la atención y prácticamente se suspendieron las referencias a la pandemia. La COVID-19, sin embargo, sigue con nosotros, al igual que el cambio climático, el deterioro del medio ambiente, la pérdida de la biodiversidad, las crecientes desigualdades, el continuo desprecio por los derechos humanos, la irresponsabilidad de las grandes corporaciones, la locura, en fin. El tejido social se está desgarrando. Pero no importa, al parecer. Lo que importa ahora es reaccionar ante la agresión. Como en ningún momento durante la pandemia, los líderes han respondido a la nueva crisis de manera coordinada. Bajo el recitado de ‘flagrante violación del derecho internacional’ –que tiene un je ne sais quoi de ironía– los líderes de la OTAN anunciaron que no se podía admitir la inobservancia del sacrosanto principio de la inviolabilidad de las fronteras. Se implementarían medidas duras.

La inviolabilidad de las fronteras forma parte del decálogo de principios acordado en el Acta Final de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, celebrada en 1975 en Helsinki. En plena détente –expansión–, el objeto de la conferencia para la Unión Soviética fue el reconocimiento de las fronteras con las incorporaciones realizadas en 1940. Para los europeos, el principal interés residía en el establecimiento de condiciones para garantizar la paz y la seguridad. Estados Unidos no tenía interés y creía que la conferencia terminaría beneficiando solo a la Unión Soviética. Vale la pena señalar que en los documentos de la Biblioteca Presidencial Gerald R. Ford la preocupación de los estadounidenses radica en los tres países bálticos. No hay referencia a Ucrania, por ejemplo, que no era un país como Polonia, Checoslovaquia y Hungría. El Decálogo de la conferencia es una pieza diplomática intrincada, fácil de leer, pero con razones y argumentos que recuerdan las profundidades de la escolástica. Los siguientes son los principios establecidos y acordados: igualdad soberana con respecto a los derechos inherentes a la soberanía; abstenerse de amenazar o usar la fuerza; inviolabilidad de las fronteras; integridad territorial de los Estados; resolución de disputas por medios pacíficos; no intervención en asuntos internos; respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencias; igualdad de derechos y derecho a la libre determinación; cooperación entre Estados; buena fe en el cumplimiento de las obligaciones del derecho internacional. A primera vista parecen simples. Dicen lo que dicen, de forma directa y transparente. No lo son. Los primeros cuatro principios favorecían claramente a la Unión Soviética, que quería asegurar las fronteras con Europa Occidental. El quinto, por un lado constituía la deseada garantía de paz y seguridad para los europeos y, por otro, una moneda de cambio para el Kremlin. Los principios 7 y 8 cumplieron con las demandas occidentales, que creían que la distensión ampliaría la posibilidad de democracia en el espacio soviético. Y los principios 9 y 10 no tenían mayor relevancia: podían favorecer a uno u otro.

Los principios más importantes, para uno o para otro, se contraponían entre sí. Así, por ejemplo, a ojos del Kremlin, la igualdad soberana respecto de los derechos inherentes a la soberanía (1) y la no intervención en los asuntos internos (6) bloquearían cualquier acción derivada de la observancia de los derechos humanos. Este principio, además, se vio debilitado por la restricción del respeto a la libertad de pensamiento, conciencia, religión y creencias, todos asuntos de naturaleza íntima, que no pueden ventilarse en la plaza pública, al menos en el entendimiento de los negociadores de la Unión Soviética. Para los occidentales, los derechos humanos (7) y el derecho a la autodeterminación (8) terminarían por socavar la resistencia a la inviolabilidad de las fronteras (3), con el presunto avance de la distensión. No en vano el secretario de Estado Henry Kissinger dijo, en conversación con su colega Andrei Gromyko, que había que ser estudiante del Talmud para entender las complicaciones de la conferencia. Más importante, sin embargo, es su comentario sobre las demandas aparentemente poco realistas de los europeos, tal vez como las que llevaron a los eventos de hoy. Vale la pena reproducir el discurso del entonces secretario de Estado: “El problema, señor presidente [Gerald Ford], está en nuestros aliados europeos. Hablando con mucha franqueza, todos los países quieren sacar algo de la Unión Soviética. Les he dicho a todos que la Unión Soviética no será derrocada sin darse cuenta, y ciertamente no por cosas como una mayor circulación de periódicos y demás”.

A pesar de las complicaciones talmúdicas y la glotonería europea, la conferencia y sus eventuales resultados no preocuparon a Kissinger, quien le recordó al presidente Ford que el Acta Final sería un acuerdo, no un tratado, y por lo tanto no estaría sujeto a la aprobación del Congreso. It is meaningless [no tiene sentido], dijo, como tantos otros acuerdos firmados pero no ratificados. Aún así, cabe señalar que la Conferencia de Helsinki dio origen a la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE),[2] la mayor organización intergubernamental dedicada a la seguridad.

La caída de la Unión Soviética puso fin a la Guerra Fría, debilitando el principio de la inviolabilidad de las fronteras, al mismo tiempo que fortaleció el principio de los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos. En oleadas sucesivas, los países del bloque comunista cayeron en la órbita de Washington y Bruselas. Todos parecían felices, después de todo tendrían acceso a los mismos productos que consumen los occidentales, incluida la democracia y el neoliberalismo. La invitación a la fiesta, sin embargo, no fue para todos, no se sabe por qué. Lo que sí se sabe es que el baile de occidente, que llevaría a la integración con la Unión Europea, ahora incluye a un compañero inconveniente que intenta marcar el ritmo con tambores, trompetas, bombardinos y cornetas.

Surgió la desinteligencia, como era obvio imaginar. El respetado y experimentado diplomático estadounidense George Kennan criticó la expansión de la OTAN. En 1998 expresó su descontento en términos duros que no dejan lugar a dudas sobre el error político de un Senado mal informado y sin interés real en política exterior. “Nuestras diferencias durante la Guerra Fría fueron con el régimen comunista soviético. Ahora le estamos dando la espalda a las mismas personas que hicieron la mayor revolución incruenta de la historia para derrocar al régimen comunista. La democracia rusa está avanzada, o tan avanzada como cualquiera de los países que hemos prometido defender contra Rusia”. Este último punto planteado por el embajador Kennan es fundamental para entender que la democracia es siempre una obra en proceso, imperfecta y con diferentes formas, y no un modelo ejemplar que sólo existe en algunos países como por designio divino. ¿No se sabe por casualidad que en las democracias “tradicionales” quienes mandan y deciden no son necesariamente los y las representantes, sino los dueños del poder, autocráticos, que defienden sus intereses y no los de la comunidad?

Private equity puede ser traducido al español como un fondo de inversión privado. Estos fondos operan de manera opaca, exentos de las reglas establecidas en el mercado financiero. Juntos tendrían una cifra acumulada solo inferior al PIB de Estados Unidos y China. Financian proyectos que dañan el medio ambiente, sin mencionar los derechos humanos de varias comunidades. El diario The Guardian tuvo acceso exclusivo al informe The Private Equity’s Dirty Dozen Report, elaborado por LittleSis y Private Equity Stakeholder Project (Pesp). La lectura del informe ciertamente no cambiará el curso de los acontecimientos mundiales, pero tampoco hará ningún daño, y sobre todo ayudaría a comprender por qué se acumulan fracasos que impiden el cumplimiento de las promesas de un futuro mejor para las próximas generaciones.

Lo que sorprende –o debería sorprender– es la facilidad con la que se ha pasado la página del COVID-19 a la cuestión de Ucrania. El recitativo flagrante de la violación del Derecho Internacional y las manifestaciones de indignación no se desencadenaron ante los continuos fracasos y desastres que amenazan la vida en la Tierra. ¿Son violaciones el incumplimiento de los acuerdos, entendimientos, resoluciones y declaraciones anteriores, aun cuando no hayan contado con la anuencia de los respectivos congresos? El olvido de la pobreza y el hambre, las inequidades obscenas, los conflictos olvidados, la minería irresponsable y depredadora, la pérdida de la biodiversidad, el cambio climático, ¿no son violaciones flagrantes? ¿Por qué la fijación repentina con algo que desvía y distrae la atención de los problemas que exigen la unión de todos para su solución? ¿Por las glotonerías? ¿Son los principios 7 y 8 más importantes que todos los demás? ¿Quién decide qué es lo más importante? Ciertamente no los eventos. ¿Entonces quién? ¿OTAN? ¿Qué pasó con la raza humana exhausta, testigo del desgarramiento indefectible del tejido social?

En septiembre de 2021 Guterres propuso una nueva agenda para ser considerada en los debates de Naciones Unidas. Las propuestas allí contenidas son como puentes para superar las brechas que impiden alcanzar los ODS. Puentes para superar el vacío de la paz, el vacío del clima, el vacío de las inequidades, y tantos otros. Puentes para construir un nuevo contrato social y un acuerdo global centrado en la solidaridad, aunque para algunos no tenga sentido, como siempre.

No faltan los avisos ni las señales de alarma. El tejido que se rasga no se reparará con armas. Y, esta vez, el fracaso no será de la diplomacia, sino de la hipocresía presuntuosa y santurrona de quienes la bloquean y la impiden con estupideces.

 

Santiago Alcázar es brasileño, licenciado en Filosofía (PUC-RJ), miembro del servicio exterior de la República Federativa de Brasil con el nivel de embajador, asesor e investigador del Centro de Relaciones Internacionales en Salud de la Fundación Oswaldo Cruz (CRIS/FIOCRUZ), Brasil.

[1] Pavana es un antiguo baile cortesano de origen italiano, de aire reposado y solemne, y de pasos simples y repetitivos.

[2] La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, firmada el 1 de agosto de 1975, consagra la inviolabilidad de las fronteras europeas y rechaza todo uso de la fuerza y toda injerencia en los asuntos internos.

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