América Latina: El retorno de las derechas y odio social

Ignoran que la multitud no odia. Odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”. (Arturo Jauretche, Los profetas del odio).

Durante las sesiones del Congreso Brasileño en el año 2016 para destituir a la presidenta democrática Dilma Rousseff, se oyó a un diputado fundamentar su voto: “en memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Rousseff”. Resulta que el coronel de marras fue uno de los torturadores de la joven militante de izquierdas durante la última dictadura brasileña. Este diputado se llama Jair Bolsonaro y hoy es señalado como el segundo en intención de votos a presidente, luego de Lula Da Silva para las elecciones de este año. Para completar las frases, el diputado Bolsonaro, en una entrevista dada en el año 2011, afirmó que ”sería incapaz de amar a un hijo homosexual” y que prefería que “muera en un accidente a que aparezca con un hombre con bigote por ahí”. Durante un discurso en 2017 en la sociedad Hebraica de Río de Janeiro afirmó: “Los afrodescendientes no hacen nada, creo que ni como reproductores sirven más”, y en referencia a los indígenas brasileños señaló: “indios hediondos, no educados y no hablantes de nuestra lengua”. En un debate parlamentario con una diputada del PT sobre los violadores –a los que justificaba el diputado–, le espetó en la cara: “no te violo porque no te lo merecés”.

José Antonio Kast es un diputado chileno por la derechista Unión Democrática Independiente. Ha sido diputado ininterrumpidamente entre 2002 y 2018, y candidato a presidente de Chile en el año 2017, quedando en cuarto lugar con el 8% de los votos. Declaró: “si un niño que crece en un hogar homoparental lo hará con inseguridad, angustia y tendrá mal rendimiento escolar, ya que la naturaleza dice que éste, para proyectarse, debe tener tanto una imagen paterna como materna”. Sobre la inmigración y los indígenas mapuches: “en los últimos años ha aumentado el número de personas que ingresan al país con visa de turismo, pero terminan realizando actividades remuneradas de manera irregular, apoyando actividades subversivas en la zona de La Araucanía o tráfico de drogas y personas”. Consultado sobre el aborto y las violaciones: “el único inocente en un delito de abuso es el niño que va a nacer”.

En la Argentina, el presidente del Banco Nación designado por el gobierno de Mauricio Macri fue consultado sobre el aumento del índice de pobreza y respondió: “son gente que pasó de estar muy cerca del límite en la parte de arriba a estar muy cerca del límite en la parte de abajo. No es que se le ha empeorado tanto. Es un cálculo un poquito teórico. A mí me gustaría saber qué tan pobres son los pobres”. La gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, se expresó en una reunión pública del Rotary Club, refiriéndose a las universidades estatales nuevas de su provincia, creadas bajo el gobierno de Néstor y Cristina Kirchner: “¿es equidad que durante años hayamos poblado la provincia de Buenos Aires de universidades públicas, cuando todos los que estamos acá sabemos que nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad?”.

No son citas y afirmaciones de sujetos desclasados del sistema político: por el contrario, son funcionarios encumbrados, diputados, gobernadoras, senadores, candidatos a presidente votados por millones de ciudadanos. Hay, a no dudarlo, un retorno de las derechas y un retorno del odio social en América Latina. ¿De dónde proviene ese odio? ¿Por qué decimos que retorna?

El odio, un sentimiento usualmente referido a las relaciones individuales, adquiere otra dimensión cuando se refiere a cuestiones colectivas. El odio colectivo es siempre una construcción cultural que va acompañada de justificaciones, basado en “razones graves” de índole religiosa, “racial”, “científicas”, o posicionamientos sobre el “deber ser” de una determinada sociedad. Es cuando el odio se configura como un “odio social”. En la historia humana el “odio social” –diría Leonardo Boff– ha alimentado los peores procesos políticos y ha sostenido las más terribles experiencias: el odio social se ha revestido de diversos justificativos.

En América Latina, el “odio social” tiene un origen bien determinado cronológicamente: 12 de Octubre de 1492. La invasión europea significó no sólo trasladar las experiencias de odio de larga data de la sociedad europea, sino su “traducción” a la realidad americana: España y Portugal iniciaron en el siglo XVI la construcción de una sociedad “nueva”, en donde ya existían otras sociedades originarias. Eso significaba destruir las sociedades existentes. Y para destruirlas en las dimensiones requeridas era necesario establecerlas como el “enemigo absoluto”. Esa destrucción asignó a las sociedades originarias todas las categorías que habilitaban el odio que ya tenía Europa: los indígenas eran ateos o herejes; su idioma no era parecido a ningún idioma “civilizado”; sus modos de relacionarse no encajaban con “la sagrada familia”… y así un larga lista de “extrañas” realidades sociales que debían ser modificadas y que justificaban precisamente lo que los europeos llamaron “la Guerra Justa” contra los infieles. Odio religioso y odio cultural que conformaron un odio social latinoamericano que aún hoy nos habita: los indígenas, los originarios, son “lo otro”, lo “bárbaro”.

A ese odio inicial, de raíz religiosa-cultural, a finales del siglo XIX las elites latinoamericanas le sumaron un odio que también tenía raíz europea: el “odio” basado en la “ciencia”. Para el positivismo y el cientificismo de fines del siglo XIX, los pueblos indígenas, los esclavos negros y los mestizos de todo tipo eran “racialmente inferiores”, y esto no era una cuestión a discutir, pues provenía de una “comprobación científica”. De allí al genocidio había un paso, que fue dado: entre 1860 y 1930 se desplegaron nuevos genocidios en la Patagonia argentina y chilena, en la Amazonia Brasileña y en casi toda América Central.

Odios sobre odios: en América Latina, los odios no se han eliminado nunca del todo. Más bien se han ido acumulando para conformar un odio social que tiene aristas religiosas (odio dirigido a los pueblos originarios no católicos: herejes o paganos), aristas culturales (odio dirigido a los no hispano hablantes, a los que hablan las lenguas nativas), aristas “raciales” (odio hacia los que no son “blancos”, mestizos, “oscuros y negros”), aristas de género (odio hacia las mujeres, a los que no son “machos”, a quienes se autoperciben en otros géneros). Estos odios, unos sobre otros, articulados, han servido desde la conquista europea a un objetivo mayor: conservar las sociedades latinoamericanas altamente desiguales, inequitativas, en donde quienes son odiados son las mayorías sociales, el pueblo, indígenas, mestizos, negros, mayorías y minorías populares en situación de opresión por parte de minorías blancas, dominantes, patriarcales, terratenientes y capitalistas, porque las minorías latinoamericanas han sido siempre, desde la invasión europea, capitalistas.

Así, el odio de las elites en Latinoamérica no es “solamente odio”: forma parte de los dispositivos de privación de recursos de las mayorías, la pauperización y también del control de los cuerpos y las vidas. Son parte de los intentos por sostener una sociedad jerárquica en donde los ricos sean pocos y quienes sostengan ese orden con sus privaciones y su trabajo sean muchos. El odio social expresado por las elites ha logrado, en momentos específicos de la historia latinoamericana, permear hacia actores sociales no hegemónicos (usualmente las clases medias urbanas y rurales) y de este modo ampliar la base de sustentación de políticas represivas y genocidas. Además, el odio de las elites latinoamericanas se basa en el terror y a su vez crea el terror, el terror “blanco”. Ese terror que vemos en las caras de los barrios ricos o de clases medias de Santiago, Buenos Aires, San Pablo o Lima, cuando ven un mestizo, un indígena o un negro. Ese terror a las movilizaciones, a los sindicatos, a los grupos color de tierra que reclaman, que marchan, que se expresan. Ese terror a las favelas en Brasil, las villas miserias en Argentina, los cantegriles en Uruguay, las vecindades en México… el terror profundo a que ese mundo desigual y privilegiado que se construyó desde la conquista sea destruido por el poder de los pueblos. El terror a lo otro, las otras y los otros, al mundo que cuestiona la sociedad heterosexual y las familias tradicionales como única forma de organización. El terror que sienten los beneficiados con la cúspide de la pirámide social cuando la base se moviliza.

Odio y terror. Pésima combinación para lograr sociedades más igualitarias. Podríamos citar tantos ejemplos de este odio y sus actos barbáricos… Pero tomemos solamente algunos en la larga historia latinoamericana.

 

El Alto Perú, 1781: la Rebelión de Tupac Amaru

Tupac Amaru cometió uno de los peores “delitos” contra el orden colonial español: se levantó en armas junto a mestizos e indígenas para liberar a los pueblos originarios de los Andes. El centro del poder colonial en América (el virreinato del Perú), se conmovió hasta sus cimientos. Tupac Amaru casi lo logra, pero a principios de 1781 fue derrotado y apresado. Su atrevimiento fue reprimido con un odio especial: miles de hombres, mujeres y niños fueron asesinados por orden del virrey Areche. Tupac Amaru fue obligado a observar la ejecución de su esposa –Micaela Bastidas , que sumó a su condición de mestiza un odio especial para el imperio por su rol de líder siendo mujer– y sus dos hijos. Luego fue condenado a morir descuartizado por cuatro caballos. Al no resultar el descuartizamiento, el Virrey ordenó que lo decapitaran y lo corten en trozos que fueron exhibidos en todos los pueblos sublevados contra el poder español. Para cerrar el ciclo represivo fue prohibida la lengua quechua y cualquier referencia a la cultura o el Imperio Inca.

 

Argentina, 1952: el peronismo y el odio a Evita

Como bien señala Luis Bruchstein (Página 12, 27-7-2011), “Evita fue la más querida y la más odiada… La historia del odio contra Evita ilustra mucho el pensamiento del antiperonismo, expone las miserias de fondo de una cultura que se impuso tras el golpe del 55 y se sostuvo varias décadas sobre la base de la negación física del otro en una sociedad asentada en la violencia. La forma en que los antiperonistas ocultaron su cadáver, lo sacaron de Argentina y lo llevaron de un país a otro tiene un aire de familia con el odio que produjo más tarde a los desaparecidos”. El “odio social” a Evita fue un odio profundo de las clases altas, de la oligarquía que se sintió agredida por el peronismo y que además tenía que “soportar” a esta mujer de origen humilde, de familia “de segunda”, que no se resignó a ser solo la “amante” de un oscuro coronel y que se lanzó a la conducción de los más desposeídos de los desposeídos. También la odiaron las clases medias, no porque el peronismo los afectara –al contrario, mejoraron su situación con el primer peronismo–, sino porque Evita representaba el trastocamiento profundo de aquel orden social en donde las clases medias se sentían cómodas: en la pirámide social de la Argentina oligárquica, obreros y trabajadores estaban en la ancha base, y Evita mostraba con su vida y con su política que esa pirámide podía transformarse “acercando” los obreros a las clases medias. Es difícil dimensionar ese odio elitista, pero baste con decir que el cadáver de Evita estuvo “desaparecido” –o sea secuestrado– durante 17 años, como trofeo de guerra de los dictadores civiles y militares.

 

Venezuela, 2013: el odio infinito al comandante Chávez

Dictador, demagogo populista, perseguidor de la prensa libre, una figura comparada –aún en los días de su enfermedad y muerte– con Hitler, Mussolini o Stalin. Un odio que los medios de las elites venezolanas reprodujeron una y mil veces durante las presidencias de Hugo Chávez, y que no tuvo respiro ni freno aún frente a su muerte natural en marzo de 2013. Chávez ha sido durante todo su mandato –desde 1999 hasta 2013– el presidente más votado de América Latina. Fue electo una y otra vez, hizo votar la sanción de una nueva constitución y creó un poder nuevo –el poder electoral– que garantizó la democracia efectiva y real en Venezuela. ¿Por qué tanto odio entonces? Chávez reúne en sí los odios raciales y sociales. Mestizo, “negro” para los estándares de la elite venezolana, Chávez encarna –en una sociedad que durante la colonia hizo de la “blancura” una cuestión central de su razón de ser– el atrevimiento de los que están destinados a cumplir las tareas que les encomiendan los dueños tradicionales del país. Era aceptable como coronel que hiciera el trabajo sucio para la elite blanca venezolana, pero inaceptable como presidente. Encima, este mestizo imaginó una Venezuela donde todos mejoraran sus vidas, sin exclusiones. ¿Cómo era eso posible? Reorientando la renta petrolera venezolana, en manos desde décadas atrás de los partidos de la democracia del “Pacto de Punto Fijo”. La democracia petrolera venezolana tenía una elite que vivía como estadounidenses ricos y un pueblo que no tenía viviendas, ni salud, ni educación pública. Todos los odios que desató Chávez –expresados en concreto en el golpe empresarial de 2002; en las marchas opositoras que asesinaban a sus propios ciudadanos; en las famosas guarimbas que aterrorizaban al pueblo venezolano– se expresaron también en los medios hegemónicos de Venezuela y de América toda. Porque el odio social tiene siempre una pata mediática y en Venezuela fue fundamental para destratar la figura del presidente bolivariano. Chávez fue todo “lo que no debía ser” en la máxima magistratura de Venezuela: mestizo, democrático, popular, antiimperialista, pro-latinoamericano, inteligente, nacionalista en lo económico y en lo cultural.

 

Brasil, el odio se hace prisión: Lula 2018

Como tan bien lo expresa Leonardo Boff, “nuestro malestar es singular y se deriva de las varias victorias del PT con sus políticas de inclusión social que beneficiaron a 36 millones de personas y elevaron 44 millones a la clase media. Los privilegiados históricos, la clase alta y también la clase media, se asustaron con un poco de igualdad lograda por los del piso de abajo. El hecho es que, por un lado, ve una concentración espantosa de ingresos y, por otro, una desigualdad social que se cuenta entre las más grandes del mundo. Esta desigualdad, según Marcio Pochmann en el segundo volumen de su Atlas de la Exclusión social en Brasil, disminuyó significativamente en los últimos diez años, pero es todavía muy profunda, factor permanente de desestabilización social”. Para el gran teólogo de la Liberación, “tal hecho (las mejoras en las condiciones de los pobres) hizo surgir un fenómeno nunca visto antes en Brasil, un odio colectivo de la clase alta, de los ricos a un partido y a un presidente. No es preocupación o miedo, es odio. La lucha de clases volvió con fuerza, no por parte de los trabajadores, sino por parte de la burguesía insatisfecha. (…) Lo que se esconde tras este odio al PT es la emergencia de millones que eran los ceros económicos y que comenzaron a ganar dignidad y espacios de participación social, ocupando los lugares antes exclusivos de las clases beneficiadas. Esto provocó rabia y odio a los pobres, a los nordestinos, a los negros y a los miembros de la nueva clase media”. El PT y Lula expresan en una sociedad de raíz esclavócrata (la última en abolir la esclavitud en el mundo) todo lo que no debe ser: negros y mestizos en lugares reservados a los “blancos”; mayores cargas impositivas para los dueños del capital y programas de apoyo al desempleo; programas sociales de alimentación para familias pobres e indigentes y planes para acompañar el transitar de la educación pública para negros y mestizos… Lula mismo es para la elite brasileña una imposibilidad que nunca debió haber ocurrido: un hombre de orígenes humildísimos, obrero metalúrgico y líder sindical. Lula debía ser un obrero a destajo, nunca presidente. Si un obrero sindicalista podía ser presidente del Brasil, no renegar de sus sueños y seguir siendo popular, ¿qué podría esperarse en el futuro? ¿Cuánto tiempo tardarían los de abajo en sublevarse? ¿Y encima dejar de presidenta a una mujer? La gota que derramó el vaso de la elite machista: negros, mestizos, obreros y mujeres a cargo del Estado. La respuesta del odio social fue el golpe sin ningún motivo o prueba contra Dilma Rousseff y la cárcel viciada de toda legalidad a Lula. Aquí aparece en toda su profundidad el odio social de la elite capitalista brasileña y sus aliados, los medios oligopólicos de comunicación.

 

Argentina 2016, el retorno oligárquico y el odio social: Milagro Sala

Si hay una muestra actual de este odio cultural, racial, de clase, en fin: “social”, es la situación en nuestro país de Milagro Sala, la organización político-social Tupac Amaru y sus líderes y lideresas. Milagro Sala y sus compañeras y compañeros de organización están detenidas sin que haya condena, sin garantías de debido proceso y sometidos a arbitrariedades, destratos y una feroz campaña de deslegitimación mediática por parte de los medios hegemónicos de comunicación. El “delito” de Milagro y la Tupac ha sido el de probar que aquellos que están “destinados” a servir, “trabajar para” o simplemente a conformarse con simplemente “estar ahí”, son capaces de tomar el destino en sus manos, organizarse, trabajar colectivamente y lograr el disfrute de un trabajo digno, una vivienda adecuada, el goce de la cultura propia, la alegría del deporte y el esparcimiento… en fin, Milagro y la Tupac son la muestra de que lo “otro, oscuro, indígena, bárbaro, mestizo, mujer” tiene una potencia y una capacidad transformadora que discute e interpela el orden elitista capitalista y semifeudal a la vez de provincias y territorios como Jujuy y el norte argentino. Allí, en esa comprobación de que la organización popular es real y posible, es cuando el odio social se expresa con toda su brutalidad. El gobernador Gerardo Morales es la expresión política de ese odio que busca custodiar los privilegios, aun si éstos no están directamente amenazados. El gobernador Morales expresa la intención de borrar los símbolos, los nombres, las experiencias de la organización colectiva del pueblo jujeño expresado en la Tupac. El Poder Judicial adicto al gobernador expresa ese odio de elite con sus arbitrariedades, y el poder comunicacional complementa la tarea con la denigración y la deslegitimación, informando desde la mentira y el ocultamiento. No importan los métodos, el odio social busca en este caso –como en tantos otros– no sólo frenar a las Milagro Sala de nuestro país, sino evitar que tamaña experiencia vuelva a repetirse.

Han retornado las derechas en América Latina. Queremos decir que han retornado al poder político, pues nunca dejaron de estar y actuar, y con ellas ha retornado el odio social. El desafío de construir un poder popular, heterogéneo, plural, no patriarcal, de aceptación de todas las expresiones originarias y de todos los modos del ser, está aún abierto. Esperanzadoramente, debemos decir también que en la experiencia histórica latinoamericana el odio social nunca ha logrado totalmente su objetivo, y lo que ha buscado reprimir, ocultar y terminar vuelve, temprano o tarde, a dar nuevamente la batalla por el poder popular.

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