La igualdad de géneros: componente indispensable de la justicia social

La recuperación de los resortes del Estado argentino se planteó como una necesidad indispensable para concretar, entre muchas otras, las luchas de un feminismo que no se dejó amedrentar durante cuatro años de neoliberalismo. El resultado electoral del pasado octubre permitió renovar las esperanzas de reconstrucción de una patria con mayores niveles de equidad, a la vez que nos permitía ir desplegando la faja de clausura sobre un proceso de saqueo, ajuste, hambre y exclusión que para los sectores más postergados significó un capítulo que parecía mucho más largo de lo que dura un mandato presidencial.

Así, transitamos los últimos meses del año 2019 con energías renovadoras, perspectivas de redistribución económica y anuncios de un gabinete no tan paritario como lo hubiésemos soñado. Pero a pocos meses de esa fugaz bocanada de aire, la irrupción de una emergencia sanitaria cambió drásticamente el mapa de reclamos, dando lugar a nuevos debates dentro de los cuales se permite también la licencia de ir pensando un nuevo mundo que logre, en un futuro cercano, dejar atrás las angustias de la Pandemia 2020, mitigando también algunas de las consecuencias del neoliberalismo reciente.

En muchos discursos aún es una incógnita sin resolver la conjugación de dos movimientos con identidades históricas y reclamos con muchas más vertientes en común que las que está dispuesto a asumir el discurso separatista: el feminismo y el peronismo. Alegato que no resiste, en rigor de verdad, análisis histórico alguno, más que en la voz del pensamiento dominante que proyecta el sostenimiento de su prosperidad como ideología en boga, a través del trazado de líneas divisorias dentro del campo popular.

Sin lugar a dudas, el peronismo histórico, a través de la labor de numerosas militantes políticas, comenzó a tejer las redes necesarias para la incorporación de una embrionaria perspectiva de género. Al menos, así podemos nombrar en la actualidad a lo que aquel entonces fue una noción más inclusiva que la que se veía practicando hasta el momento. Ello no implica que la totalidad de sus banderas en la materia fuera novedosa –dicha afirmación implicaría una negación obtusa de una parte de la historia, ya negada en la voz de los relatores oficiales del pasado– sino porque por vez primera esos reclamos sectoriales serían incorporados al entramado de gobierno. Por supuesto, esto no implica que en las décadas del 40 y del 50 se abordaran las problemáticas de género con una óptica siquiera asimilable a la que construimos en la actualidad, pero tampoco resulta un obstáculo a la hora de contar la historia con un lenguaje propio, permitiéndonos entendernos como parte integrante de una continuidad que ha sabido tenernos como protagonistas, aun en una época en la que ni siquiera éramos ciudadanas.

 

Los reclamos sectoriales en el campo de las luchas de masas

El campo militante, activista, movilizado, se encuentra atravesado constantemente por decenas de discusiones, cuyo acaecimiento redunda en el trazado de propuestas superadoras. Su objetivo es impedir que estos debates transformen el curso de los ríos en lagunas estancadas que no desembocan en ningún puerto útil.

Ni el feminismo ni el peronismo, como conceptos independientes más allá de su profunda e innegable retroalimentación, están exentos de estas discusiones, que han sido comidilla de “los grupos enemigos” a la hora de señalar –con el dedo acusador de la verdad absolutista– que, al fin de cuentas, “no estamos todos (o todas) tan de acuerdo” en numerosas aristas de lo que hace a nuestra lucha cotidiana. Como si una eventual falta de acuerdos se tradujese, insoslayablemente, en propuestas contradictorias entre sí, o lisa y llanamente en la ausencia de propuestas.

El “feminismo popular” fue repensado en los últimos años como esa vuelta de tuerca necesaria en los movimientos populares para abrazar banderas que, si bien no son tan jóvenes como se configuran etariamente las propias bases que lo llevan adelante, se muestran a veces lo suficientemente modernas como para confundir en el pensamiento estanco estos reclamos legítimos con cartas plastificadas de la posmodernidad fashionista. Por eso, la necesidad de su recuperación histórica se hace indispensable, tanto desde una simbología icónica como desde la valorización de los hitos organizativos notables: el Congreso Feminista de 1910, la participación electoral local de las mujeres de la Provincia de San Juan, el empadronamiento provisorio junto al simulacro de votación en la Plaza Flores de 1920 y, por supuesto, el tratamiento parlamentario de un voto femenino que no llegó a la Cámara Alta sino hasta el peronismo, previa incorporación de las mujeres a la vida laboral, a la dinámica social y a la categoría de sujetos de derecho, con una igualdad de condiciones inusitada para la época.

Lo popular, lo justo y lo feminista comulgan entonces en una praxis política que consiste en aunar tantos esfuerzos como sean posibles, para que no quede un solo reclamo por fuera de la enorme fuerza colectiva que aportan los movimientos organizados. Para que no quede una sola voz acallada en el silencio de una individualidad solitaria, que nunca logrará garantizar ese pequeño grano de justicia, si no es en el marco de un colectivo mucho más grande que la suma de las individualidades que lo conforman.

Los avances y los retrocesos de un mundo en donde se globalizan las técnicas de dominación a la vez que se focalizan las luchas, terminaron por dar lugar a un argumento que, analizado por fuera de los parámetros de la igualdad de géneros, no resistiría la discusión de ningún discursero, mucho menos el de alguien que se asuma parte de ese campo popular, tan gigante como –muchas veces– invertebrado. Y que no es otro que el argumento de “mayorías versus minorías”.

El resurgir de la pregunta “por qué reclamar por los derechos de una minoría cuando hay tantas mayorías sin derechos”, no solo constituye una falacia en sí misma, que parte de la poco empírica premisa de que ambas luchas son excluyentes, sino que también abre la puerta al enemigo más peligroso del ejército de la justicia social: la jerarquización de reclamos con base en una presunta –y altamente subjetiva– legitimidad. Basándose, para colmo, en el antecedente teórico de que “la garantía de los derechos de unos pocos va en franco detrimento de la vigencia de los derechos de muchos”.

¿Bajo qué parámetros es posible afirmar que los reclamos del feminismo afectan derechos adquiridos de otros sujetos, constituyendo su concreción en una nueva configuración de injusticias? ¿Qué derechos básicos afecta, específicamente, el pedido de presupuesto para luchar contra la violencia de género, la conformación de listas electorales paritarias o el acceso irrestricto a las prestaciones de salud integral, entre las cuales se enmarca la lucha por el aborto legal, seguro y gratuito? ¿Contra qué derechos arremete la batalla de estudiantes y docentes por la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral, y qué gravámenes irreparables ocasionaría la concreción de un cupo laboral mínimo a favor de la población trans-travesti, histórica y materialmente excluida casi en su totalidad del mundo formal del trabajo?

Las preguntas previamente enunciadas no tienen un carácter retórico, sino una formulación que es necesaria a la hora de conjugar hábilmente los reclamos del feminismo movilizado con el ideal de patria que trabajamos por construir los, las y les peronistas. No pocas veces, la resistencia a la incorporación de estas propuestas eminentemente sectoriales ha encontrado su caballito de batalla en esa falsa discusión dicotómica: la de las mayorías y las minorías. Idéntica vara con la que podría medirse, negativa y excluyentemente, muchos otros reclamos detrás de los cuales nos hemos encolumnado sin reserva alguna, como el de una rama específica del trabajo organizado. No necesariamente todas las personas que apoyan, impulsan y difunden la lucha de un grupo de trabajadores pueden ostentar una filiación laboral a su misma rama. Sin embargo, la conciencia conservadora no suele hacer cuestionamientos del tipo aritméticos al expresar su sincera solidaridad en esos casos.

Que al feminismo se le hacen preguntas que nunca jamás los mismos cuestionadores osarían realizarle a cualquier otro movimiento organizado, no es una novedad. Basta con advertir el discurso meritocrático que aflora cada vez que hablamos de una paridad en las listas o en el gabinete de gobierno, aunque rara vez se ha cuestionado el mérito suficiente que ostentan los varones cis –es decir, aquellos hombres cuyo sexo asignado al nacer coincide con su identidad de género– para ocupar esos mismos lugares que nosotras, además de ganarnos, tenemos que exigir que se nos garantice mediante leyes que obliguen a un sistema de representación a incorporarnos como sujetos de idéntica representación.

Y como la interseccionalidad del feminismo es un debate para el que parecieran no alcanzar los caracteres de ningún escrito, lo que queda flotando en el aire es esa amarga idea de que, efectivamente, el feminismo es un sendero paralelo al del campo popular que aspira a contenernos a todas, a todes y a todos.

Las mayorías oprimidas numerosas veces se configuran como un agregado de minorías –entendiendo éstas no solo en un sentido aritmético o relativo, sino también en el sentido de la vulneración de derechos frente a la preeminencia de ciertos privilegios– capaces de entender que existe una batalla en común, cuyas posibilidades de éxito están intrínsecamente ligadas a la capacidad de hermanar los reclamos y conjugar las fuerzas existentes, para que el golpe al sistema que queremos derrocar sea el de un solo puño, fortalecido por la enorme multiplicidad de los sectores que lo conformamos.

 

La nueva normalidad

Mucho se ha hablado en estos numerosos días de aislamiento social obligatorio –el cual rige, con estrictez, en algunas zonas del país con excesiva visibilidad mediática, como lo es el AMBA– de una sociedad emergente que sería portadora de nuevos parámetros de “normalidad”, provista de innovadores valores éticos. Este debate presupone, felizmente, que la Argentina en particular ha dado un paso importante en la masificación preponderante del rol interventor del Estado como dispositivo eliminador de ciertas desigualdades, y ya no garante de las mismas.

Difícil es prever, en el actual contexto de incertidumbre pandémica, si el campo de disputa con el equipo de ceos –que en el pasado octubre perdió una parte importante de su representación política– resultará fructífero a los fines de instalar esa tan anhelada nueva normalidad, en donde la solidaridad sea una regla mucho más abarcativa que la limosna donativa de las ropas viejas que las clases con ciertos privilegios económicos alberga en un cajón oscuro de su ropero. Sin perjuicio de lo cual, el feminismo popular, aquel que retoma los lineamientos históricos que han sabido construir escenarios para la conquista de derechos sectoriales, se encuentra también en plena delimitación de objetivos claros que permitan incorporar una perspectiva de género a ese nuevo mundo que se avecina desde la perspectiva más esperanzadora.

En el mismo sentido, si el saldo emergente de la actual emergencia sanitaria es un empuje a la sociedad en su conjunto a revalorizar las estructuras organizativas y los lazos comunitarios, también debe ser oportunidad de replantear sobre qué espaldas recaen las consecuencias –de esta y de cada– crisis: quiénes tienen mayores niveles de precarización laboral, quiénes realizan tareas de cuidado no remuneradas, cómo luchamos contra la segregación vertical –factor que obstaculiza el ascenso jerárquico de las trabajadoras en casi todos los ámbitos laborales– y la segregación horizontal –ligada a prejuicios culturales que nos reducen y limitan a un conjunto de ocupaciones determinadas, generalmente más informalizadas, y una brecha salarial que no logra explicarse únicamente por estas causas precitadas.

Las asimetrías propias del sistema exigen mayor presencia del Estado destinada a legislar para reducir las desigualdades materiales, y diseñar estrategias que tiendan a su erradicación. Más aún, se hace indispensable una perspectiva trasversal de género, sin la cual no podrá evaluarse favorablemente la viabilidad de ninguna política pública. Esa nueva normalidad de la que tanto se está hablando y teorizando no puede soslayar el abordaje que requieren estas desigualdades latentes, y no existe otro movimiento político más capacidad de hacerlo que el peronismo.

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