La Comunidad Organizada: una respuesta jurídica y política a la crisis civilizatoria

La pandemia que estamos sufriendo a nivel global es un eslabón de una crisis de mayor envergadura y profundidad que se viene manifestando en nuestro planeta desde hace tiempo. Efectivamente, estamos sufriendo la agudización de una crisis socio ecológica global y civilizatoria, sobre la cual se viene alertando desde distintos foros académicos y políticos desde hace un poco más 30 años y que Perón, con notable lucidez, ya había advertido claramente el 21 de febrero de 1972 en su Mensaje a los Pueblos y Gobiernos del Mundo, donde señaló: “El ser humano ya no puede ser concebido independientemente del medio ambiente que él mismo ha creado. Ya es una poderosa fuerza biológica, y si continúa destruyendo los recursos vitales que le brinda la Tierra, sólo puede esperar verdaderas catástrofes sociales para las próximas décadas”.

Más de cuatro décadas después, en medio de la llamada cuarta revolución industrial, resulta penoso que el capitalismo global no haya sido capaz, durante el epicentro de la pandemia en el 2020, de producir suficientes mascarillas, equipos de protección para el personal sanitario, o alcohol en gel para prevenir los efectos del virus. En Europa, en plena crisis, el personal sanitario que trabajaba en primera línea sentía que lo habían enviado a la guerra sin armas ni municiones. El mismo sentimiento existe entre agentes del sector salud en Estados Unidos.[1]

En el año 2015, el Papa Francisco, en la encíclica Laudato si’, formuló una contundente crítica, tanto al paradigma científico tecnológico, como a las formas de poder que derivan del mismo, y lanzó la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso. Cuestionó que se tienda a creer ingenuamente que todo incremento del poder constituye sin más un progreso, un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud de los valores, como si la realidad, el bien y la verdad brotaran espontáneamente del mismo poder tecnológico y económico. Agregó, que el ser humano moderno no está preparado para utilizar el poder con acierto, porque el inmenso crecimiento tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo en responsabilidad, valores y conciencia.

Simultáneamente, en medio de estos cuestionamientos de dimensión civilizatoria, y de las incertidumbres sobre las derivas de la crisis sanitaria, la misma está operando como un gran catalizador de innumerables cuestiones que, pese a su importancia, no formaban parte de la agenda pública y que ahora son relevantes, sobre todo en los grandes debates sociales que hay que dar: cómo pensar la sociedad de aquí en más; cómo salir de la crisis; qué tipo de Estado necesitamos para ello; que modelos social vamos a adoptar; cómo planteamos desde nuestra realidad de país semiperiférico el futuro civilizatorio que se encuentra al borde del colapso sistémico.

Todo indica que la pandemia constituye una fuerte interpelación al actual paradigma del capitalismo global y financiero y su pulsión depredadora. La primera víctima es la creencia de que el actual sistema de producción y consumo era la solución a la mayoría de nuestros problemas. Esa idea es solo una ilusión. Una crisis global, como es una pandemia, requiere un fuerte liderazgo de acciones globales coordinadas. Y esto es lo que ha fallado: ni liderazgo, ni coordinación entre los principales actores mundiales.

Ahora bien, en este contexto de enorme complejidad hay una serie de desafíos que vienen desde largo tiempo atrás y que deben ser abordados en forma urgente. Entre ellos, los más importantes nos parecen: el desarrollo tecnológico de la tecnología digital, de la inteligencia artificial y la biotecnología; la financiarización de la economía; la desigualdad; la injusticia social; y la mercantilización de la vida. Estos desafíos no pueden ser analizados como compartimentos estancos, sino que cada uno de ellos está relacionado con los demás, porque en el fondo estamos frente una crisis civilizatoria.

Estamos inmersos en una crisis que se proyecta tanto al orden global como hacia adentro de los estados nacionales. Por eso nos parece oportuno volver la mirada hacia la comunidad organizada, y buscar en esta extraordinaria concepción elaborada por Juan Domingo Perón algunas respuestas para encarar el futuro próximo. Primero vamos a realizar una síntesis sobre los fundamentos profundos de la comunidad organizada, y luego vamos a señalar los desafíos que afrontamos y a plantear las respuestas que la concepción de la comunidad organizada brinda a nuestro país, a nuestra región y al mundo en su totalidad.

 

La comunidad organizada como fundamento del modelo social, político, jurídico y cultural

Dentro del ideario político del peronismo y de la filosofía justicialista, la concepción de Comunidad Organizada es la principal, porque sobre esta concepción se construye el modelo social, político y cultural al que aspira el peronismo como movimiento político.

La comunidad organizada no es un modelo teórico, sino una concepción que se debe encarnar en la realidad y que se construye en forma ascendente. Es decir, es el pueblo mismo el que debe organizarse por voluntad propia para cumplir su misión común. En esa tarea sustancial, el gobierno es el instrumento administrativo, jurídico y político que fortalece, a través de su acción, a las organizaciones libres que surgen desde el pueblo en el marco de un Estado descentralizado. Si el pueblo se organiza, adquiere poder y se transforma en el actor privilegiado del cambio histórico.

El fundamento de esta concepción se asienta sobre la dignidad eminente que tiene la persona humana como miembro de ese “nosotros” o ente colectivo que es la comunidad organizada. El mismo Perón en el discurso de apertura del Congreso Internacional de Filosofía de 1949 en Mendoza dijo: “Aristóteles nos dice: El hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la ética culmina en la política” (Perón, 1949: 25). La concepción, tanto de la persona humana como de su dignidad, es tomada por Juan Domingo Perón de la tradición jurídica y política grecolatina, sintetizada en el ideal romano de la humanitas. La humanitas, para la concepción romana, “significa, por una parte, el sentido de la dignidad de la personalidad propia, peculiarísima y que se debe cultivar y desarrollar hasta el máximo. Por otra, significa el reconocimiento de la personalidad de los demás y de su derecho a cultivarla, y este reconocimiento implica transigencia, dominio de sí, simpatía y consideración” (Barrow, 2008: 15). Esta elevada concepción de la jerarquía de la persona humana, heredada de griegos y romanos, a su vez fue enriquecida por el aporte del cristianismo. La importancia que para el cristianismo reviste la persona humana fue plasmada en la enseñanza social de la Iglesia: “El principio fundamental de esta concepción consiste en que cada uno de los seres humanos es y debe ser el fundamento, el fin y el sujeto de todas las instituciones en las que se expresa y actúa la vida social: cada uno de los seres humanos visto en lo que es y en lo que debe ser según su naturaleza intrínsecamente social y en el plan providencial de su elevación al orden sobrenatural” (Juan XXIII, Mater et Magistra, 219).

En consecuencia, es sobre la dignidad de la persona humana y su naturaleza eminentemente social –es decir, la persona como perteneciente a un “todo” de manera esencial– es que se edifica la comunidad organizada. Su objetivo es que cada persona se realice de manera integral y plena como miembro activo de una comunidad que también se realiza y plenifica con el aporte de cada uno de sus miembros. Ese esfuerzo común y mancomunado de todos y todas realiza el destino de la comunidad organizada. En tanto ésta se realiza y plenifica, ello produce la realización y la plenificación de cada uno de sus integrantes.

La construcción de la “comunidad organizada” implica el restablecimiento del sentido de la vida en común –el paso del yo al nosotros– y de las verdades últimas de un ser humano vertical en un mundo en el que dominan el desarrollo científico-tecnológico, el individualismo y el consumismo exacerbado, aunque este último –paradójicamente– sólo para unos pocos. El mismo Perón dice: “Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese ‘nosotros’ se realice y perfeccione por el yo” (Perón, 1949: 75).

Una cuestión importante –frente a cualquier idea posnacional o cosmopolita– es que esta comunidad organizada a la que aspiramos está situada en un tiempo y en un espacio determinado. Al agregarse estas dos dimensiones, la comunidad organizada se transforma en la patria concebida como morada, como pertenencia, como devenir y destino colectivo. Devenir y destino colectivo cuyo desarrollo es función principal del Estado, el cual se concibe como conciencia histórica y política de la Patria. La persona como miembro de una comunidad queda ligada a un paisaje, a un grupo humano, a un lenguaje y a una cultura histórica. Este es un aspecto sustancial de la comunidad organizada. La geografía que habita esta comunidad organizada se transforma en geocultura –como para Kusch–, espacio cargado de significación, ámbito en donde opera la relación con los otros y donde se juega el destino colectivo, y que es para quienes lo habitan “el rincón más risueño de la tierra”, pues allí se sitúan las vivencias más íntimas y significativas del ser humano (Maturo, 1999: 268). La vivencia que se opera dentro de la comunidad de poseer un origen en común, una historia y un destino colectivo, brota de la coordenada temporal. De allí surge la noción de Pueblo como conjunto fraternal, no gregario, construido sobre la noción cristiana de persona. El Pueblo es el sujeto histórico y colectivo que realiza el destino común. Parafraseando a Marechal, la construcción de una comunidad organizada es “transformar una masa numeral en un pueblo esencial” (Andrés, 1990: 49).

Es importante remarcar que la concepción peronista de la comunidad organizada toma sus contornos de la herencia cultural griega y romana. Esencialmente, de la noción acerca de cómo a través de la acción política se ponen en contacto el mundo divino y el mundo humano, que luego fue incorporada por el cristianismo. Nos parece importante desarrollar este punto, porque vivimos inmersos en un paradigma tecnocientífico y económico que limita y restringe mucho la visión de la realidad, y en consecuencia de la acción política. El mismo Perón señalaba que el ser humano, cegado por el espejismo de la tecnología, ha olvidado las verdades que están en la base de su existencia. Así, mientras consigue logros extraordinarios y conocimientos fabulosos en dicho campo, al mismo tiempo mata el oxígeno que respira, el agua que bebe y el suelo que le da de comer, y eleva constantemente la temperatura del medio en que vive sin medir sus consecuencias biológicas (Perón, 1974: 62). Paradigma tecnocientífico que actualmente es insostenible, porque está generando una crisis socioambiental que no tiene precedentes en la historia del ser humano. Por ello es necesario recuperar una visión integral del ser humano, de la naturaleza –del cosmos, diríamos– y consecuentemente de la acción política.

Para Hesíodo, la comunidad política se funda en un acto de inspiración, es decir, se traslada aquello que está en el orden divino de las musas hacia el orden humano. El gobernante no puede entender el acto de conducción política, sino a través del principio de inspiración, y no puede ordenar armoniosamente la comunidad, sino como un acto de interiorización que se traslada a la realidad política. De esa realización íntima procede el desarrollo de la comunidad humana y política, tal como la entiende el griego: una comunidad como realidad nueva incorporada a la realidad cósmica. Realidad cósmica donde hay interdependencia entre la naturaleza humana y la no humana, y también donde interactúan lo visible y lo invisible. La comunidad política queda de esa forma inserta en una realidad mayor y sobrenatural (Disandro, 2004: 75).

Por su parte, en la religión romana interesa, en primer lugar, la intervención activa del ser humano en el cosmos, como creador de un espacio sacro –templum– en el que se ponen en contacto el mundo divino, invisible, misterioso, con el mundo de nuestra experiencia, con la tierra, con el cosmos. El ser humano posibilita ese vínculo en la medida en que realiza una acción sagrada. Esa relación entre ambas esferas, para los romanos, se debe plasmar en el orden de la comunidad humana y política. Es el carácter activo de la persona a través de su acción lo que le permite ser intermediaria entre lo divino y lo humano, nexo entre ambas dimensiones. El rasgo característico de esta actividad sagrada lo da su condición de fundador de ciudades, de la “civitas”, el denominado “homo conditor”, según la célebre frase de Cicerón. El carácter fundador se da principalmente en la construcción de la comunidad política, que es para el romano el verdadero ámbito donde se ponen en contacto lo divino, lo humano y lo cósmico. Ese vínculo con lo numinoso, con lo divino, debe expresarse en un orden social y político, tal como lo expresara para la inmortalidad Cicerón (51ac): “en realidad no hay ninguna cosa en la cual la virtud humana se acerque más al numen de los dioses que el hecho, o de fundar ciudades nuevas o de conservar la ya fundadas”.

Nos detendremos en algunos conceptos de Cicerón, debido a que logró una acertada síntesis y claridad sobre algunas instituciones que provienen de la tradición romana y que fueron incorporadas al justicialismo. La primera es su definición de Pueblo. Cicerón dice que el pueblo no debe entenderse como simple agregado humano, sino como sociedad que se sirve de un derecho común. Este agregado natural –unión de personas o de muchedumbre– no es todavía propiamente un “pueblo”, sino solamente cuando existe un derecho común del que todos pueden servirse. Cicerón habla aquí de iuris consensus y de communio utilitatis. No se trata de que los seres humanos se pongan de acuerdo en un derecho –pues esta idea consensualista o pactista es contraria al pensamiento de Cicerón–, sino de que se rijan por un derecho común: un derecho asumido conscientemente para todo el Pueblo, y del que éste puede servirse comúnmente. Esta disponibilidad del derecho es precisamente la utilitas, cuya comunión exige Cicerón para que se pueda hablar de populus. Consiguientemente, el derecho común al servicio de todos es lo que hace que un agregado humano natural se convierta en “pueblo” y se pueda hablar de “gobierno público” o “república”, una conceptualización muy diferente a la que popularizaron los teóricos iluministas de la revolución francesa.

Cicerón parte de la naturalidad de un agregado humano, no pactado, sino espontáneo, pero considera que tal agregado sólo constituye un “pueblo” propiamente dicho cuando dispone de un orden común, de un consensus iuris, y que, por lo tanto, sólo entonces se puede hablar de que existe un gobierno común, una “res pública”, propia de ese populus. Vale señalar que ese consensus iuris debe expresar la realidad e idiosincrasia del pueblo. Cuando el gobierno es tal que esa comunidad del derecho desaparece, como ocurre en las formas de gobierno degradadas –anaciclosis–, la república también desaparece, pero no ocurre así cuando hay un mínimo de comunidad jurídica (Alvaro d’Ors, 2010). Tanto la comunidad de derecho como la comunidad de intereses son para Cicerón rasgos distintivos de un pueblo. De ahí viene un segundo concepto muy importante que es la concordia ordinum. La concordia que defiende Cicerón se basa fundamentalmente en que cada ciudadano acepte el lugar que le corresponde dentro de la comunidad, y se asocia claramente con la conservación del orden establecido.

Ahora bien, esta categoría del ius romanun es reinterpretada por Perón, que le da un alcance mayor y más profundo. Para el justicialismo, la concordia ordinum ya no es exclusivamente respetar el lugar correspondiente dentro de la comunidad, sino que consiste en la alianza y la colaboración de clases basada en la búsqueda del bien común y de la justicia social. Lo que Juan Perón llamó, con indudable estilo político, concertación por la justicia social (Disandro, 1985). Esta es la única forma de alcanzar una verdadera democracia social.

En síntesis, el ideal político del peronismo pasa por la construcción de una comunidad organizada. Esta noción es un legado de la cultura política y jurídica grecorromana, quienes consideraban que la actividad política era la más alta y la más noble de las actividades humanas, a tal punto que los ponía en contacto con el mundo de los dioses. La comunidad debe ser conscientemente organizada y adecuada a nuestra propia cultura e idiosincrasia. Señala Perón que los pueblos que carecen de organización pueden ser sometidos a cualquier tiranía. Se tiraniza lo inorgánico, pero es imposible tiranizar lo organizado. Además, la organización es lo único que va más allá del tiempo y que triunfa sobre él. Para que esto sea posible deberemos alcanzar un alto grado de conciencia social, que en gran medida se debe a que las personas identifiquen sus derechos inviolables, sin enajenar la compresión de sus deberes.

Por último, para Perón un factor aglutinante es la solidaridad social, que opera como fuerza poderosa de cohesión y que sólo un pueblo maduro puede hacer germinar. Cuando la comunidad argentina esté completamente organizada, será posible realizar la misión fundamental de todos los ciudadanos y las ciudadanas: hacer triunfar la fuerza del derecho y no el derecho de la fuerza (Perón, 1974: 28).

Como puede observarse, la construcción de la comunidad organizada es una tarea de máxima importancia y de máximo nivel, que corresponde a la alta política y que en cada época y en cada período histórico debe enfrentar nuevos desafíos estratégicos y nuevos problemas que conspiran contra su identidad, unidad, dinamismo y cohesión interior.

Una vez aclarada la concepción de la comunidad organizada en todas sus dimensiones, sus fundamentos y antecedentes, a continuación se expondrán algunos desafíos que se presentan para la construcción y el mantenimiento de la comunidad organizada en esta crisis global y civilizatoria.

 

Los cambios tecnológicos y los desafíos que ponen en crisis la dignidad de la persona como fundamento de los derechos humanos

Tal como señalamos, la dignidad humana es uno de los fundamentos de la comunidad organizada y también de los derechos fundamentales. Sin embargo, desde hace tiempo, los cambios tecnológicos, algunos de ellos acelerados por la pandemia, están poniendo en jaque la relevancia de la dignidad humana y vaciando de contenido el concepto de persona.

El primer ámbito donde se dan los grandes cambios es en el de las tecnologías de la información y la comunicación, que generan una interconexión efectiva y global de carácter económico, cultural, turístico, científico, técnico y comunicativo. A este proceso se lo denomina globalización y abarca los procesos económicos, mediáticos, técnicos y culturales que se desprenden de dicha globalidad. Cabe señalar, por un lado, que estos procesos se realizan a veces de forma espontánea, pero también de modo premeditado y planificado, y que tienen un ritmo particular: por momentos se aceleran y por momento se desaceleran, como sucede actualmente. Es decir que operan en forma simultánea dinámicas de globalización y de desglobalización. Los cambios económicos, sociales y tecnológicos que generan estos procesos requieren de una continua adaptación política e institucional para responder a las nuevas necesidades y para aprovechar las oportunidades que se abren en un sistema mundial. Por ello, los cambios y la necesidad de adaptación del derecho a ellos constituyen inequívocamente un factor de incertidumbre y de crisis en los ordenamientos jurídicos, especialmente cuando no respetan la idiosincrasia y la cultura de los pueblos. Asimismo, dentro de este proceso, herramientas como Internet, las redes sociales, los videos documentales y la educación virtual han acelerado cambios políticos, han reducido las desventajas de información de los grupos marginados y han facilitado el surgimiento de nuevos movimientos sociales. Sin embargo, simultáneamente con el desarrollo de la inteligencia artificial y el análisis de los macro datos ha permitido que Estados y empresas controlen y manipulen la información personal y vigilen la vida de los ciudadanos y las ciudadanas, que se fragmente cada vez más el tejido social, y que derechos básicos –como la privacidad, la intimidad, el honor, la autodeterminación informativa y la libertad de opinión y de expresión– queden en entredicho. Por último, estos desarrollos de la tecnología de la información han generado una interacción creciente con el ser humano, produciendo que la frontera entre persona y máquina se haya tornado mucho más borrosa y difusa, con la lógica afectación de la concepción que tenemos sobre la persona humana y su dignidad. Como ya había señalado el sociólogo Manuel Castells (2001: 59): “La integración creciente entre mentes y máquinas, está borrando lo que se denomina ‘la cuarta discontinuidad’ (la existente entre humanos y máquinas), alterando de forma fundamental el modo en que nacemos, vivimos, aprendemos, trabajamos, producimos, consumimos, soñamos, luchamos o morimos”.

El segundo de los ámbitos donde se dan grandes cambios es en el de la biotecnología o tecnologías de la vida. En este campo, desde la década de 1990 la capacidad educativa e investigadora se ha incrementado exponencialmente y ha acelerado la revolución biotecnológica. Esto significa que se ha incrementado el poder del ser humano sobre la vida en el planeta a un nivel que se ha tornado terriblemente imprecisa la frontera entre naturaleza y tecnología. A tal punto es así, que el poder tecnológico desarrollado en la actualidad alcanza la posibilidad de manipular incluso la vida humana. Este avance tecnológico reviste una importancia singular, porque significa que el ser humano podría borrar los límites de su propia condición humana (Castells, 2001: 74). Una consecuencia de todo esto es que, conforme aumenta la capacidad tecnológica, aumenta simultáneamente el imperativo tecnológico. Esto es: que todo avance, solamente por ser posible en el campo de los hechos, se vuelve inmediatamente deseable en el campo axiológico (Szlajen, 2019). Este imperativo tecnológico está desmantelando la misma visión del mundo que en el pasado alentó, a través de la modernidad occidental y su paradigma científico tecnológico: que el ser humano deja de ser el centro y se subordina a este paradigma. Estamos frente a una paradoja sorprendente: el ser humano es a la vez un creador omnipotente que descubrió cómo dominar el misterio de la vida y cómo producirla en un laboratorio, pero simultáneamente pierde su eco de eternidad y se convierte en un puro objeto técnico. Se trata de un cruce de límites en la concepción occidental del ser humano que necesariamente se traslada al campo jurídico (Supiot, 2012: 41).

Por otra parte, la aparición de estas nuevas tecnologías y el desarrollo de la inteligencia artificial por la vía de la apropiación del conocimiento y la generación de sistemas concentrados, han generado la acumulación de recursos en los países altamente desarrollados, en detrimento de los países periféricos o semiperiféricos como el nuestro. Por lo tanto, mientras advertimos estos cambios colosales en materia tecnológica, al mismo tiempo percibimos la gravedad cada vez mayor de la cuestión de la desigualdad y de la pobreza consiguientes, que afectan gravemente a la dignidad humana. La pobreza extrema se puede definir mejor como una condición en la que la gran mayoría de los derechos humanos no tiene posibilidad alguna de hacerse realidad: la desigualdad y la injusticia social no es solamente una cuestión económica, sino también una cuestión de privación de derechos humanos básicos.

 

El riesgo de la relativización de la dignidad humana afecta a la Comunidad Organizada

El principio de la dignidad de la persona está reconocido como fundamento último de los derechos humanos y surge clara y expresamente de la Carta de las Naciones Unidas y de la Declaración Universal de Derechos Humanos.[2] Sin embargo, paradójicamente, este principio es justamente el que está puesto en crisis actualmente.

Ahora bien, para recuperar la potencia de este principio no bastan solamente las declaraciones ni las enunciaciones. Esto debe ser tenido debidamente presente, porque, pese a la proliferación de declaraciones y tratados internacionales de derechos humanos, lo cierto es que a diario se daña seriamente la dignidad del ser humano y se violan los derechos humanos más elementales de cientos de miles de personas, con el agravante de que se trata de una realidad completamente naturalizada. Ello se debe, según nuestra opinión, a una creciente devaluación de la importancia de la dignidad humana y a su paulatina relativización, es decir que ya no se considera que la dignidad humana sea un principio absoluto que reside en todo hombre o mujer, sin importar su condición, por el solo hecho de ser persona.

¿Y qué entendemos por persona? Cuando nos referimos a la categoría de persona, estamos aludiendo a que la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible, por eso la persona merece ser nombrada con un nombre propio, porque no es algo, sino alguien, eso que significamos con los términos “yo”, “tú”, “nosotros”. De ahí que la persona no sea intercambiable, como ocurre con las cosas o con otros seres vivos (Quiles, 1980: 35). Por otra parte, la persona tiene una dimensión social, intersubjetiva y relacional que es inherente a su naturaleza. La sociedad está integrada por personas. La persona aparece en la sociedad como en su ámbito natural, y solo en la sociedad se realiza en toda su perfección.

Del carácter único e irrepetible y de su naturaleza social deriva la dignidad humana como fundamento de los derechos humanos. La referencia de la dignidad humana siempre es la existencia concreta e incomunicable de cada persona particular. El mismo Perón sostuvo que la filosofía justicialista insistió siempre en los valores y principios permanentes como fundamento espiritual insoslayable. Para él, la persona de nuestra tierra debe integrar la esencia de cualquier persona de bien: autenticidad, creatividad y responsabilidad. Pero agregaba que sólo una existencia impregnada de espiritualidad, en plena posesión de su conciencia moral, puede asumir estos principios, que son el fundamento único de la más alta libertad humana, sin la cual el ser humano pierde su condición de tal (Perón, 1974: 41). Por ello, si se relativiza la importancia de la dignidad humana, se relativiza la base antropológica de los derechos humanos y de la comunidad organizada. Los derechos y deberes del ser humano, al carecer de una base sólida de sustentación, se debilitan y entonces aumenta el peligro de “instrumentalización” de la persona, que corre el riesgo de terminar convertida en esclava del más fuerte. Y el más fuerte puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, oligarquía financiera o avasallamiento por parte de los medios de comunicación social (Juan Pablo II, 1993: 14).

¿Qué entendemos por relativización de la dignidad humana? Significa que se la considere sólo como un concepto, como una mera abstracción, o como un elemento puramente nominal. Esta concepción devaluada del ser humano y de su dignidad provoca que el sistema de derechos humanos pierda su potencia protectoria. El peligro de esta situación es que esta relativización y devaluación de la dignidad humana pueda convertirse en un mecanismo de paulatino dominio sobre el mismo ser humano. Hannah Arendt (1974: 542), por ejemplo, extrajo de la experiencia del totalitarismo que un paso esencial en el camino que conduce a la dominación total del ser humano, a su sometimiento, consiste en suprimir a la persona jurídica en él: “La destrucción de los derechos del hombre, la muerte en el hombre de la persona jurídica es un prerrequisito para dominarle enteramente”.

Hoy sigue existiendo el riesgo de los totalitarismos. Quizás un totalitarismo diferente al que hacía referencia Hannah Arendt, pero no menos peligroso. Nos referimos al riesgo de caer en un totalitarismo del mercado que, a su vez, esté dominado por el imperativo tecnológico. De esta forma, la unión de mercado e imperativo tecnológico pueden terminar subordinando al ser humano a su propia lógica de lucro a cualquier costo. Por ello juzgamos de tan relevante importancia la defensa de su dignidad, como punto de partida para una reflexión profunda acerca del ser humano y de su lugar en la sociedad y, consecuentemente, la necesidad de construir la comunidad organizada.

Ahora bien, en la actualidad dicha lección pareciera haber sido olvidada por algunos y algunas juristas (Aparisi Miralles, 2013: 204) que sostienen que la persona jurídica es un mero artefacto sin relación con el ser humano concreto. Esto significaría que hay seres humanos que no alcanzan el estatus jurídico de persona, como sería el caso, por ejemplo, de los seres humanos en gestación. Contra esta unidad entre ser humano y persona apuntan quienes hoy procuran descalificar al sujeto de derecho para poder aprehender al ser humano como una simple unidad contable y tratarlo como una pura abstracción. Esta concepción que relativiza a la persona humana y su dignidad nos pone frente al riesgo de perder de vista el rostro concreto de cada persona y reducir su existencia a una fría estadística. Tal reducción empeora, si además va acompañada por la dinámica del cálculo que proviene del paradigma actual del capitalismo y de la ciencia moderna. Con este mismo criterio muchas veces se interpreta el principio jurídico de la igualdad. La igualdad algebraica autoriza la no diferenciación. Así pues, la igualdad puede resultar objeto de interpretaciones insensatas cuando, bajo el dominio de la cantidad, se pone el acento en la abstracción del número por encima de la cualidad de los seres enumerados (Supiot, 2012: 12).

Esta reducción del ser humano que analizamos es consecuencia del predominio de una racionalidad instrumental-economicista que explica la realidad exclusivamente en términos de un interés individual y material. Para esta racionalidad, la interpretación de la existencia se realiza solamente en términos de valores económicos –crecimiento, eficiencia, productividad, capacidad de consumo– y se erige como el discurso hegemónico, al mismo tiempo que desestima cualquier interpretación diferente (Font, 2016). Esta racionalidad instrumental-economicista convierte al ser humano no ya sólo en un instrumento, sino incluso en una mera circunstancia o cifra coyuntural, en el marco de un proceso económico y tecnológico que se erige como instancia de justificación última de toda la realidad.

Estas características señaladas –el predominio de la racionalidad instrumental-economicista; la consideración de la persona humana como una mera abstracción; que se evalúe el principio de la igualdad jurídica exclusivamente en términos algebraicos; etcétera– son las cuestiones centrales que denotan que nos encontramos frente a una crisis profunda de base antropológica, cuya consecuencia es la relativización y la erosión de la dignidad humana. El contexto descripto genera que el ser humano paulatinamente se vaya transformando en un instrumento y, por ende, que la persona humana vaya perdiendo su centralidad. Esta instrumentalización que señalamos se ve incrementada porque el desarrollo de las tecnologías de la vida –como hemos esbozado– le da al ser humano cada vez mayor poder para transformar la realidad, a tal punto que ahora está en condiciones de hacer seres humanos, de producirlos, por así decir, en el tubo de ensayo. De este modo, el ser humano se convierte en un producto, y así muda de raíz la relación consigo mismo.

La combinación entre el predominio de la racionalidad instrumental-economicista y el poder tecnológico que ha desarrollado el ser humano sobre su vida agravan enormemente el problema. Con el desarrollo de la biotecnología, el ser humano ha logrado descifrar los trasfondos de un poder tan extraordinario como peligroso, y ello plantea un nuevo desafío de dimensión civilizatoria. Nos referimos al poder de generar vida humana y de manipular los ámbitos de su propia existencia. Con este poder, la tentación de ponerse a construir entonces al ser humano adecuado –al ser humano que hay que construir–, la tentación de experimentar con el ser humano, la tentación también de considerar quizá al ser humano o a cierto grupo de personas como basura, como sobrantes, y dejarlas de lado y excluirlas, ya no es ninguna fantasía de moralistas hostiles al progreso (Ratzinger, 2004: 56). La consecuencia de todo ello es el riesgo de que el ser humano deje de ser el principio y el fundamento del orden jurídico, político, cultural, económico y social, y que se produzca una paulatina deshumanización de nuestras sociedades y la consiguiente dificultad para edificar la comunidad organizada. De esta forma, el relativismo y el desarrollo tecnológico, en vez de producir la liberación o la plenificación del ser humano, producen lo contrario: que el mismo ser humano se transforme en una víctima de una dominación cada vez más ominosa.

 

El riesgo del avance del mercado sobre la vida humana

Otro de los desafíos en torno la edificación de la comunidad organizada –que a nuestro juicio está vinculado con la relación entre derecho e ideología y al que calificamos como uno de los más importantes– es el del avance del mercado sobre la vida en general, y sobre la vida humana en particular. Nos referimos concretamente al peligro de la sociedad del hiperconsumo y a una de sus consecuencias: la subordinación de la persona humana a las leyes del mercado.

Para comprender el fenómeno de la sociedad del hiperconsumo nos vamos a basar en los trabajos e investigaciones de Zygmunt Bauman, quien parte de la hipótesis general de que nos encontramos frente al paso de una sociedad de productores –sociedad sólida– a una sociedad de consumidores –sociedad líquida. Dentro de este periplo opera lo que él denomina la revolución consumista, es decir, el proceso de transformación a través del cual el consumo adquiere una característica central en la vida social, o en la mayoría de las personas del conjunto social. El consumo deja de ser una necesidad existencial o inmanente, y se transforma en una necesidad construida al querer o desear algo. En otras palabras, para la mayoría de las personas se tornó particularmente importante, por no decir central, que la capacidad de querer, desear, anhelar y –en especial– experimentar esas emociones repetidamente sea el fundamento de toda la economía de las relaciones humanas (Bauman, 2011: 44). Agrega Bauman que el consumismo se asienta como un acuerdo social, como una fuerza que opera otras esferas de la vida pública al constituirse como una forma de integración, estratificación y formación del individuo, sobre todo porque adquiere un papel preponderante en procesos de autoidentificación de personas y colectividades. Esto provoca que en la sociedad de consumo los productos se conviertan en mercancía –objeto de transacción– y, consecuentemente, que la mercancía se transforme paulatinamente en el principal organizador de las relaciones sociales, sea como principal vehículo que asegura la interdependencia y la cohesión social, o como principal conductor de los conflictos distributivos. En efecto, en torno de la mercancía se organizan los sistemas distributivos y el mercado del trabajo o de productos y servicios, que exigen y movilizan la constante regulación del Estado. Podemos afirmar que, de alguna manera, el consumismo produce una aceleración de la mercantilización de la sociedad (Bauman, 2011: 47).

En este marco, debemos destacar, como una cuestión de singular importancia, que la sociedad de consumo genera en el individuo nuevos estándares de felicidad, y estos estándares están basados en la libertad de elección individual. Sin embargo, esa felicidad está condicionada por la capacidad del poder adquisitivo: quien decide qué compra es porque tiene los recursos suficientes para estar a la altura de sus propias aspiraciones. Esta característica es la “felicidad paradójica” que genera el hiperconsumo, tal como advierte Gilles Lipovetsky (2007: 10): “Nace un Homo consumericus de tercer tipo, una especie de turbo consumidor desatado, móvil y flexible, liberado en buena medida de las antiguas culturas de clase, con gustos y adquisiciones imprevisibles. Del consumidor sometido a las coerciones sociales (…) se ha pasado al hiperconsumidor al acecho de experiencias emocionales y de mayor bienestar, de calidad de vida y de salud, de marcas y autenticidad, de inmediatez y comunicación. (…) De ahí la condición profundamente paradójica del hiperconsumidor. Por un lado, se afirma como ‘consumactor’, informado y ‘libre’, que ve ampliarse su abanico de opciones, que consulta portales y compradores de costes, aprovecha las ocasiones de comprar barato, se preocupa por optimizar la relación calidad-precio. Por otro lado, los estilos de vida, los placeres y los gustos se muestran cada vez más dependientes del sistema comercial. Cuanto más obtiene el hiperconsumidor un poder que no conocía hasta entonces, más extiende el mercado su influencia tentacular”.

Aquí es pertinente hacer un comentario. Ciertamente, la libertad individual es una necesidad natural de todo ser humano y una de sus características esenciales. Ahora bien, esta característica consiste principalmente en la capacidad de autodeterminación en aras de un fin, de un objetivo que llene de sentido su vida. Pero si esta característica es reducida a la capacidad de elección, obviando el fin último, su para qué, entonces la libertad abre sus puertas a un número infinito de nuevas necesidades y, por tanto, de nuevas posibilidades de mercado. Frente a una nueva necesidad o un nuevo deseo, surgirá siempre un nuevo producto. Cuanto más libre sean o se crean un consumidor o una consumidora, más fácil va a ser diseñar bienes con que tentarles. Asimismo, cuantos menos fines intrínsecos existan en la naturaleza, en sí mismos o en las relaciones sociales y comunitarias, mayor será el horizonte de posibilidad de mercados en continua expansión.

En este mismo orden de ideas, el filósofo Alain Renaut (1993), que define a la modernidad como la era del individuo y de la libertad, considera a ambos bienes respetables y buenos, aunque sostiene que no necesariamente lo son cada uno de los modos en los que han sido adquiridos. Pues si estos bienes quedan reducidos a la libertad de elección y capacidad de consumo, la consecuencia es que los intereses de mercado juegan un importante papel en el reconocimiento de los derechos y las libertades individuales. Por lo tanto, dichas conquistas pronto se tornan contra el propio consumidor o la propia consumidora, que han quedado reducidos a un producto, o a un medio, o a una pieza del engranaje del mercado de consumo.

En otras palabras, la sociedad de consumo define a sus miembros a partir de su capacidad de consumo. El poder adquisitivo en la sociedad de consumidores está invariablemente relacionado con el desempeño individual, ya que consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad. De esta forma, las presiones sociales generan un clima de reproducción de un sistema que vive por, para y desde el consumo. “La presentación tácita que subyace a todo este razonamiento es nuevamente la fórmula ‘para ser consumidor, primero hay que ser producto’. Antes de consumir, hay que convertirse en producto, y es esa transformación la que regula la entrada al mundo del consumo. En primer término, uno debe convertirse en producto para tener por lo menos una oportunidad razonable de ejercer los derechos y cumplir las obligaciones de un consumidor” (Bauman, 2011: 96). Esta faceta social supone –para Bauman– la manera en la que se presentan los individuos en la vida cotidiana. Aquí se hace explícito el paso del sujeto al objeto producto de consumo. El individuo adquiere cualidades que el mercado demanda como conditio sine qua non para alcanzar el éxito de la movilidad social, que hace apenas medio siglo otorgaba el mundo del trabajo industrial.

Otro aspecto de suma relevancia es el impacto sobre el funcionamiento del poder político. El consumismo, la sociedad de consumo, la cultura del consumo, la modernidad líquida, el avance del mercado, han provocado también grandes transformaciones en el poder político en las últimas décadas. Así, para Boaventura Santos (2014: 31) estamos en una fase de “capitalismo desorganizado” en el cual se derrumban muchas de las formas de organización de épocas anteriores, y el principio del mercado alcanza una intensidad sin precedentes que va más allá de lo económico y que pretende colonizar los principios del Estado y la comunidad, con cambios claros en el ámbito de la regulación de los derechos humanos. “Esto es que el aumento de la promiscuidad entre el poder político y económico, las condicionalidades impuestas por los organismos financieros internacionales, el papel predominante de las empresas multinacionales en la economía mundial, la concentración de la riqueza, todo esto ha contribuido a reorganizar el Estado, a diluir su soberanía y someterlo a la creciente influencia de poderosos agentes económicos nacionales e internacionales, lo que hace que los mandatos democráticos sean subvertidos por mandatos de intereses minoritarios pero muy poderosos, con el detrimento que ello causa en el sistema de protección de los derechos humanos”.

En definitiva, de lo que hemos expuesto en este punto –en forma sintética– es posible vislumbrar el nivel de profundidad de la crisis de los derechos humanos que afecta directamente al ser humano y a su vida comunitaria, pues el auge de la lógica del mercado y la mercantilización de las relaciones que genera la cultura consumista aumentan los riesgos de pérdida de sentido, y concomitantemente de exclusión social.

Perón advertía hace casi 50 años que asistíamos a un desolador proceso: la disolución progresiva de los lazos espirituales entre los seres humanos. Y agregaba que este catastrófico fenómeno debe su propulsión a la ideología egoísta e individualista, según la cual toda realización es posible sólo como desarrollo interno de una personalidad clausurada y enfrentada con otras en la lucha por el poder y el placer. Quienes así piensan solo han logrado aislar al ser humano del ser humano, a la familia de la Nación, a la Nación del mundo. Han puesto a unos contra otros en la competencia ambiciosa y la guerra absurda (Perón, 1974: 78).

La consecuencia de ese proceso es la subordinación de la persona al mercado, la prevalencia del más fuerte, el predominio del sistema financiero, la exclusión social de grandes masas de la población, la falta de trabajo, la crisis ambiental y la falta de cobertura frente a las contingencias sociales. La consideración del ser humano como un número o como un bien de consumo nos demuestra la dimensión de la crisis que embarga a la persona, a nuestra sociedad, a nuestra cultura, y por ende a los derechos fundamentales del ser humano.

 

¿Qué aportes hace la comunidad organizada frente a estos desafíos?

Frente a los enormes desafíos descriptos, la vida y el mundo de la vida siguen reclamando su lugar central en el nuevo paradigma civilizatorio. La vida, especialmente la vida humana, no se deja someter a la racionalidad instrumental y economicista de la tecnología. En ella siempre hay múltiples planos definidos por el dinamismo, la diversidad y la complejidad, que se dejan captar mejor desde una aproximación múltiple e interdisciplinaria. Es preciso entonces, para preservar el mundo de la vida, por un lado, retomar la vía de exaltar la dignidad de la persona, y por el otro señalar la interdependencia y la intersubjetividad relacional que es constitutiva del mundo de la vida del ser humano y que lo impulsan a construir la comunidad organizada a partir de su célula básica: la familia.

Pese a los embates de una creciente anarquía de los valores esenciales del ser humano y la sociedad que parece brotar en diversas partes del mundo, la familia seguirá siendo –en la comunidad nacional por la que debemos luchar– el núcleo primario, la célula social básica cuya integridad debe ser celosamente resguardada. Aunque parezca prescindible reafirmarlo, el matrimonio sigue siendo la base más importante de constitución y funcionamiento equilibrado y perdurable de la familia. La indispensable legalidad conforme a las leyes nacionales no puede convertirse en requisito único de armonía. Como sostenía Perón, es preciso que nuestros hombres y mujeres comprendan la importancia de la constitución del matrimonio con una insobornable autenticidad, que consiste en comprenderlo no como un mero contrato jurídico, sino como una unión de carácter trascendente (Perón, 1974: 75).

Ahora bien, en el actual marco legal, el modelo de la unión conyugal ha perdido sus atributos de “unidad” y de “institución”, para hacer prevalecer el aspecto de “autonomía de la voluntad”. En él se privilegia la idea de que cada miembro tiene derechos humanos y civiles en las relaciones de familia por sobre la dimensión institucional que se genera a través de la unión conyugal. Esto significa que la familia ya no es concebida como una institución en sí misma, sino como un ámbito de realización personal de cada uno de sus miembros. La opción de este modelo por la libertad y la autonomía de la voluntad incluye privilegiar los proyectos de vida individuales. Es decir que lo que se buscó cuando se sancionó el nuevo Código Civil y Comercial es regular una serie de opciones de vida propias de una sociedad pluralista, pero asentados en los derechos individuales de los contrayentes.[3]

Cuando señalamos que la unión conyugal ha perdido sus atributos de “unidad” y de “institución”, para hacer prevalecer el aspecto de “individualidad”, estamos afirmando que se privilegia la idea de que cada miembro tiene derechos humanos y civiles en las relaciones de familia que están por encima de la dimensión institucional o unitiva que surge a través de la unión conyugal. Esta característica genera como resultado una mayor fragilización de la conyugalidad, que se ve más como un derecho subjetivo de los individuos, que como una institución que presta una serie de servicios sociales o interpersonales en orden al bien común. Esto a pesar de la letra de los tratados internacionales, que indicarían lo contrario.[4]

Así pues, en este contexto de individualismo, de consumismo exacerbado, de debilitamiento de los lazos sociales y de profunda crisis social agravada por la pandemia, el actual modelo jurídico y social de matrimonio y familia puede facilitar la erosión de los vínculos familiares y aumentar la fragmentación social y la desigualdad. Sin embargo, la pandemia y sus graves consecuencias económicas y sociales parecen haber restituido la importancia de la institución familiar como base de la estructura social. Es decir que en estos momentos críticos la familia, independientemente de cómo este conformada, ocupa un papel decisivo como factor de vertebración, como mecanismo impulsor de la solidaridad intrageneracional e intergeneracional, y como ámbito singular para el libre desarrollo de la personalidad de la ciudadanía. En virtud de ello es que planteamos que existe una oportunidad para promover la institucionalidad de la familia, considerando la interrelación profunda entre el bienestar familiar y el desarrollo sostenible. Sobre esta base, por ejemplo, es recomendable que los gobiernos incluyan en sus políticas sociales la atención a la familia como primer agente de bienestar social. No lo planteamos desde una perspectiva tradicional o conservadora, sino precisamente desde su rol fundamental para el desarrollo humano.

En ese sentido, existen múltiples razones para enfocarse en el rol de las políticas públicas orientadas a las familias para el desarrollo en la pospandemia, pues la familia es considerada la unidad natural y elemental de las sociedades modernas. Esta realidad social y política es la que hace comprender que la contribución de la familia al progreso social la constituye en una de las rutas más efectivas para lograr resolver la crisis social y un desarrollo sostenible (Richardson et al, 2020). En el mismo orden de ideas, no hay que titubear al señalar que el amor familiar es el que construye y sostiene las orientaciones altruistas de sus miembros. Orientaciones que pueden activarse y que van más allá de la misma familia, beneficiando a la sociedad. En esta estructura de expectativas mutuas se dan acuerdos de comunicación y de intercambio de bienes y servicios, apuntando a lo más personal con un carácter marcadamente educativo y formativo. Las relaciones dentro de la institución familiar son diferentes a las que se dan en las instituciones características de una sociedad de mercado. Los vínculos que se dan en el ámbito familiar se basan en la reciprocidad; en el mercado, en cambio, se basan en la competencia. Esta característica que brota de la familia facilita la cooperación y la cohesión social.

Las asociaciones de vínculos estables, como la familia, son las instituciones que permiten hacer proyectos que van más allá del interés particular de un individuo. Por eso, en este orden social institucional se expresa con tanta naturalidad el ser humano como persona. La dimensión sociable de las personas se expande como solidaridad, y no solo como mera socialización o adaptación a un grupo o a un entorno (Bernal de Soria, 2005). Una visión de la política que contemple adecuadamente la naturaleza social de la persona humana, con eje en lo comunitario en contraposición al individualismo liberal, entenderá la importancia de la familia como modelo de relación política: es a través de la idea de familia –pese a su lado oscuro, propio de toda institución realmente existente– que aprendemos que es posible entender la realización como recíproca, a diferencia de la manera en que la entendemos en el mercado, que nos muestra la realización de cada uno como independiente de la de los demás (Atria, 2017). La comunidad organizada necesita de la familia por su fecundidad y por la reproducción de la sociabilidad. Las familias asientan la principal vía de interacción entre las generaciones. Asimismo, los lazos intergeneracionales estrechos en las familias pueden dar lugar a una distribución más justa de los recursos y los bienes entre distintas generaciones.

Los derechos de la familia como unidad básica de la sociedad y pilar del desarrollo nacional aparecen por primera vez en la Argentina en la Constitución Nacional de 1949. La concepción política que informa esta revalorización de la familia se asienta en la reacción en lo social contra los desórdenes del individualismo, recuperando el núcleo originario de la sociedad, que no es la sola agrupación de individuos, sino de las familias, defendiendo, a su vez, los intereses de la familia del trabajador y la trabajadora. Perón mismo señalaba que es la solidaridad interna del grupo familiar la que enseña al niño que amar es dar, siendo ese el punto de partida para que el ciudadano o la ciudadana aprendan a dar de sí todo lo que les sea posible en bien de la comunidad. Y agregaba que en esto la mujer argentina tiene reservado un papel fundamental. Es ella, con su enorme capacidad de afecto, la que debe continuar asumiendo la enorme responsabilidad, con la colaboración de los hombres, de ser el centro anímico de la familia (Perón, 1974: 76). Tareas y responsabilidades que lamentablemente son opacadas por ciertos estereotipos e ideologías que difunden los medios de comunicación y las redes sociales que, paradojalmente, son importadas, cosmopolitas y carentes de arraigo popular.

A su vez, Perón sostenía que la falacia de creer que es posible la realización individual fuera del ámbito de la realización común es una de las causas de la disolución social. Por tanto, no puede concebirse a la familia como un núcleo desgajado de la comunidad, con fines ajenos y hasta contrarios a los que asume la Nación. Ello conduce a la atomización de un pueblo y al debilitamiento de sus energías espirituales, que lo convierten en fácil presa de quienes lo amenazan con el sometimiento y la humillación (Perón, 1974: 77).

No se trata, por tanto, de imponer un perfil determinado de familia, ni menos aún de volver atrás, sino de fortalecer a la familia funcional, que aporta más felicidad a sus miembros, mejor educación a los hijos e hijas y mayor bienestar a la sociedad. Aunque todas las estructuras familiares y sociales sean respetables, no todas aportan los mismos beneficios al bien común.

Las familias siempre llegan más lejos en sus funciones en un entorno político favorable, en el que, por ejemplo, los centros educativos favorezcan la participación de los padres y las madres; las empresas reconozcan las obligaciones familiares de sus trabajadores hombres y mujeres; las organizaciones tengan a la familia como el centro de su ideario y su práctica; y las leyes secunden el papel de los miembros de la familia como cuidadores, padres, madres, cónyuges y trabajadores. Una función esencial de los gobiernos consiste en complementar y apoyar las inversiones privadas que hacen las familias y que benefician a toda la sociedad.

Por todo esto, planteamos que nos encontramos frente a una oportunidad para que desde las políticas públicas podamos encontrar nuevos y creativos caminos de libertad, recreando la conyugalidad a partir del anhelo que hay en cada hombre y cada mujer de formar una familia sólida y duradera, y acoger allí el futuro de la patria (Basset, 2015).

 

La organización de la producción: Consejo Económico y Social

En este punto del trabajo nos parece lo más adecuado referirnos a los principios rectores de la Constitución de 1949, porque muestran la realización jurídica de la comunidad organizada y porque consideramos que esos principios jurídicos todavía conservan su vigencia para afrontar los desafíos actuales. En dicho texto, la función del Estado era actuar como conciencia jurídica y política del pueblo organizado. Es relevante aclarar este punto, porque en la concepción justicialista el protagonista siempre es el pueblo argentino y el Estado es un instrumento de acción. Desde esta perspectiva, el Estado cumplía un rol central en la producción de riqueza y distribución de la renta, con el objetivo de lograr “una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, como se sostenía en el preámbulo.

Con respecto a la organización de la producción, nos parece muy clarificadora la exposición que realizó Arturo Sampay, en su carácter de miembro informante de la reforma constitucional, cuando señaló que a la economía la dirige el Estado a favor del pueblo, o la dirige el mercado a favor de los grupos capitalistas: “La realidad histórica enseña que el postulado de la no intervención del Estado en materia económica, incluyendo la prestación de trabajo, es contradictoria en sí misma, porque la no intervención significa dejar libres las manos a los distintos grupos en sus conflictos sociales y económicos, y por lo mismo, dejar que las soluciones queden libradas a las pujas entre el poder de esos grupos. En tales circunstancias, la no intervención implica la intervención a favor del más fuerte. (…) Frente al capitalismo moderno ya no se plantea la disyuntiva entre economía libre o economía dirigida, sino que el interrogante versa sobre quién dirigirá la economía y hacia qué fin. Porque economía libre, en lo interno y en lo exterior, significa fundamentalmente una economía dirigida por los cartels capitalistas, vale decir, encubre la dominación de una plutocracia que, por eso mismo, coloca en gran parte el poder político al servicio de la economía”.[5]

En la concepción justicialista de la comunidad organizada, la economía debe ponerse al servicio del bienestar del pueblo argentino, y no a la inversa. Por eso, nos parece que, pese al tiempo transcurrido, la cita y los principios allí sostenidos mantienen toda su vigencia. Hoy quizás los cartels capitalistas y la oligarquía plutocrática de la que hablaba Sampay lo constituyan las elites financieras y sus organizaciones internacionales sin fines de lucro, que han aumentado su poder de acción, y que erosionan y devalúan la capacidad del Estados Nación, debilitando a los pueblos para dominarlos. Por esta razón es más necesario que nunca que los Estados Nación se relacionen en las respectivas regiones geográficas donde la vecindad y la similitud de intereses generen “grandes espacios” y evolucionen hacia formas mayores de integración. La inserción del Estado Nacional en grandes espacios geopolíticos es generadora de mayores márgenes de maniobra, al estar integrado en espacios autocentrados y fuertes (Berazategui, 2018). Todo indica que en la actualidad es más necesario que nunca avanzar hacia los estados continentales.

Ahora bien, volviendo nuestra mirada a los principios jurídicos de la Constitución de 1949 que mantienen su vigencia, estimamos que merecen señalarse los siguientes:

  • la propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común (artículo 38);
  • el capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino (artículo 39);
  • la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social (artículo 40).

Asimismo, el texto constitucional detalla la búsqueda por suprimir “la oligarquía plutocrática para poner en manos del pueblo las decisiones y el gobierno”: en lo económico, “suprimir la economía capitalista de explotación reemplazándola por una economía social”, “suprimir el abuso de la propiedad”, “asegurar los derechos del trabajar”, “asegurar el acceso a la cultura y la ciencia” (Perón, 1948). Son valores y principios que operan como una respuesta al exacerbado crecimiento del sistema financiero y del ánimo de lucro que impera en el actual paradigma de producción y consumo.

El otro punto de máxima importancia en lo referido a la organización de la producción es la institucionalidad de un Consejo Económico y Social. En 1974, el entonces presidente Juan Perón lo denominó “Consejo para el Proyecto Nacional” y lo consideró como un instrumento fundamental para lograr la democracia social. Se refirió a él en su mensaje a la Asamblea Legislativa del 1 de mayo de 1974 en los siguientes términos: “Quiero finalmente referirme a la participación dentro de nuestra democracia plena de justicia social. El ciudadano como tal se expresa a través de los partidos políticos, cuyo eficiente funcionamiento ha dado a este recinto su capacidad de elaborar historia. Pero también el hombre se expresa a través de su condición de trabajador, intelectual, empresario, militar, sacerdote, etcétera. Como tal, tiene que participar en otro tipo de recinto: el Consejo para el Proyecto Nacional que habremos de crear, enfocando su tarea sólo hacia esa gran obra en la que todo el país tiene que empeñarse. Ningún partícipe de este consejo ha de ser un emisario que vaya a exponer la posición del Poder Ejecutivo o de cualquier otra autoridad que no sea el grupo social al que represente”.

Para comprender la importancia de este organismo en el funcionamiento de la comunidad organizada nos parece útil referirnos a la actuación del Consejo Nacional de Posguerra (CNP) durante la década del cuarenta. La experiencia del CNP resulta reveladora, pues, además de ser el primer intento orgánico y materializado de planificación en el país, funcionó como un foro de alto nivel en donde empresarios y trabajadores cooperaron para definir el rumbo en el período de la posguerra iniciado en 1945. Presidido por el entonces vicepresidente, Juan Domingo Perón, el CNP concebía una planificación que buscaba incorporar la “colaboración” de empresarios y trabajadores a través de sendas subcomisiones. El Ordenamiento Económico-Social del CNP sentó las bases del futuro Primer Plan Quinquenal 1947-1952. Fue publicado en enero de 1945 y constituye una muestra del consenso que se logró construir en torno a una idea de industrialización liviana, pleno empleo y una activa política social. A través del CNP se institucionalizó la cooperación económica, la cual cumplió una doble función: a) práctica, al formular soluciones efectivas en base a los problemas percibidos por los actores; y b) legitimante, al generar aquiescencia en torno a las políticas. La centralidad doctrinaria de la cooperación económica puede comprenderse en la recurrencia y permanencia que estos organismos ocuparon en la arquitectura estatal de esa época (Sowter, 2015). A través de este instrumento, la economía y la producción se regulan por el trabajo de una democracia social –desarrollándose como comunidad organizada– basada en la paz social y el diálogo abierto como método de trabajo político, en búsqueda de coincidencias con todos los sectores políticos y sociales. Así es como comprendió Juan Domingo Perón la concordia ordinum de los antiguos romanos, adecuándola a las realidades de nuestro país. Mediante la acción de un Consejo Económico y Social, la actividad económica puede y debe dirigirse a fines sociales y no individualistas, respondiendo a los requerimientos del ser humano –integrado en una comunidad– y no a las apetencias personales.

Esta interpretación amplia y solidaria de la actividad económica lleva implícita una definición clara del concepto de beneficio, ubicándolo no ya como un fin en sí mismo –lo que daría como resultado una utilización de los recursos en función de un individuo egoísta– sino como la justa remuneración del factor empresarial por la función social que cumple. Esta concepción del beneficio que emana del justicialismo no solo es fundamental para el logro de la justicia social, sino también para una economía que sea sostenible en el tiempo, considerando la gravedad de la crisis social y ambiental. Para enfrentar esta crisis socio ambiental es fundamental la preservación de los recursos naturales, particularmente los agotables, realizando un permanente control sobre ellos y también sobre el proceso productivo. No sorprende por eso que el mismo Perón sostuviera: “La lucha por la liberación es, en gran medida, lucha también por los recursos y la preservación ecológica, y en ella estamos empeñados” (Perón, 1974: 15).

 

Conclusión

Tal como hemos planteado al inicio del presente trabajo, la pandemia que estamos sufriendo a nivel mundial permite interpelar al paradigma tecnológico y económico imperante. Un paradigma que, hasta ahora, se afianzaba pletórico de un eficientismo abstracto, fundado en la supuesta superioridad de la economía de mercado, en el gran poder de la tecnociencia y en la lógica de la racionalidad instrumental medio-fin, pero que está conduciendo a una crisis socio ambiental sin precedentes y de dimensiones civilizatorias. Ese “orden” hoy en crisis no promete un lugar para todos, sino que exalta la ideología de la competencia y la eficiencia abstracta: el mundo es de ganadores y perdedores. Este orden prescinde de toda referencia a los seres humanos concretos como fuente de legitimidad (Hinkelammert y Mora Jiménez, 2009). Este paradigma pone en peligro cada vez mayor los ámbitos de la vida social y de la naturaleza, y tiene una carga de auto-destructividad creciente que socava las propias condiciones de posibilidad de la vida humana, natural y social.

Para construir una nueva racionalidad son necesarios principios éticos en donde la dignidad humana debe recuperar la centralidad, pero no sólo en las declaraciones, sino en los hechos concretos. Eso es lo que nos permitirá humanizar al mundo y a la tecnología. Uno de ellos es que los derechos y los deberes de las personas con relación a la vida en sociedad se delimitan, se esclarecen y cobran su sentido verdadero a partir del reconocimiento de su dignidad inalienable, de su carácter único e irrepetible, única manera de saber qué lugar se ocupa en el mundo y de reconocer el papel que cumplimos en él (Royo Urrizola, 1999).

El orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. La persona humana es el único ser que es autoconsciente, que está dotado de interioridad, de “in-sistencia” en la terminología del filósofo Ismael Quiles.

Reconocer la dignidad inalienable de la persona humana implica también reconocer que ésta posee una dimensión de intersubjetividad y relacional que le es connatural, que la vincula con el otro y que hace que no permanezca en un recinto estrictamente individual. Por el contrario, en el ser humano existe una simultánea apertura al mundo natural circundante y a la vida comunitaria. Esta apertura lleva necesariamente al mundo concreto de la vida, donde se manifiestan sus necesidades materiales, pero también donde surge el ámbito de la cultura, con sus relaciones sociales, sus formas simbólicas y el espacio de la comunidad espiritual encarnada en un entorno espacio-temporal.

Esta dimensión intersubjetiva y relacional, que es fundamental en el ser humano, marca una característica que se resiste a cualquier reducción que cosifique sus exigencias de fondo. El reconocimiento de este carácter como elemento constitutivo de nuestra identidad humana permite mirar a los demás no como competidores seriales, o como una amenaza, sino como posibles aliados en la construcción de un bien, que no es auténtico si no se refiere, al mismo tiempo, a todos y a cada uno.

En esta comprensión es fundamental fortalecer a la familia como célula básica de la sociedad y como factor necesario para el desarrollo integral. Ello permitirá realizar una apertura que trascienda lo material y oriente hacia un marco de valores como la confianza, la solidaridad y la cooperación. En este proceso de cambio paradigmático y civilizatorio, la comunidad organizada y el justicialismo aportan muchas respuestas políticas y jurídicas para modelar un futuro más humano, donde el centro sea la dignidad humana y donde todos y todas puedan realizarse plenamente en una comunidad que se realiza a su vez.

Se trata de una doctrina que logró integrar los grandes aportes de la cultura clásica, agregándole además la expresión del sentir popular y de su idiosincrasia cultural. De alguna manera, la doctrina justicialista de la comunidad organizada expresa políticamente las entrañas profundas de la patria. Por ello tiene la potencia de constituir un horizonte que se proyecta al futuro para delinear qué tipo de sociedad queremos los argentinos y las argentinas, cómo asumimos el adelanto tecnológico y cómo afrontamos la amenaza de que los mercados impongan su criterio y terminen dominando incluso al mundo de la vida.

Ahora bien, es importante tener muy en cuenta que, así como el mundo se ha transformado en una aldea global, en gran medida como consecuencia de las tecnologías, junto a ellas también operan de forma híbrida dinámicas de desglobalización y reglobalización en forma simultánea. A estas dinámicas debemos tenerlas muy presentes, debido a que el cambio de “orden” global” y de paradigma cosmovisional ya se ha iniciado, pero no será un proceso abrupto y de corto plazo, sino que estamos frente a un proceso histórico.

Como señaló acertadamente Perón, sabemos que la integración del ser humano en esa sociedad presupone y concreta la armonía entre la persona y la comunidad, entre la tecnología y la dignidad humana, entre la economía, la producción y el bien común del pueblo. Por ello, la concepción económica en la comunidad organizada no es aséptica: no puede aplicarse como un conjunto de medidas técnicas si no está integrada en una visión del ser humano y el mundo de carácter radicalmente nacional.

Siguiendo en esto al Papa Francisco (2020), nos parece que estamos frente a una oportunidad para que los gobiernos comprendan que los paradigmas tecnocráticos –sean estado-céntricos o mercado-céntricos– no son suficientes para abordar esta crisis, ni el resto de los grandes problemas de la humanidad. Ahora más que nunca son las personas, las comunidades, los pueblos, quienes deben estar en el centro, unidos para curar, cuidar, trabajar, compartir. Hoy requerimos más comunidad organizada, más pueblo como sujeto político y más un gobierno que esté al servicio de sus intereses.

La propuesta de Perón va dirigida al núcleo trascendente del ser humano argentino: “es hora de superar una visión materialista que amenaza aturdir al ciudadano con incitaciones sensoriales que dispersan su vida interior. La ruta que debemos recorrer activamente es la misma que definen las Escrituras: un camino de fe, de amor y de justicia, para un hombre argentino cada vez más sediento de verdad” (Perón, 1974: 135).

 

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Juan Bautista González Saborido es abogado, especialista en derechos sociales, docente e investigador universitario.

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[1] Ver lo publicado en línea en https://www.nytimes.com/2020/03/19/health/coronavirus-masks-shortage.html.

[2] Adoptada y proclamada por la Asamblea General en su resolución 217 A (III) del 10 de diciembre de 1948.

[3] Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación: www.nuevocodigocivil.com/wp-content/uploads/2015/02/5-Fundamentos-del-Proyecto.pdf.

[4] Ver artículos 17 y 32 de la Convención Americana de Derechos Humanos.

[5] Diario de sesiones de la Convención Nacional Constituyente de 1949. Buenos Aires, Imprenta del Congreso de la Nación: 276.

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