¿EXISTE ALGO ASÍ COMO EL SER O LA IDENTIDAD NACIONAL?

En toda historia nacional, sobre todo en naciones jóvenes, la cuestión del ser o la identidad nacional se configura en un elemento político e ideológico de primer orden. Una de las razones más comunes resulta de pensar dicha cuestión como una necesidad proveniente de la misma juventud de la nación y, por lo tanto, la resolución –siempre inconclusa– de lo que es o debe ser la identidad nacional implicaría un elemento más para la consolidación política de esa nación.

La cuestión del ser nacional (más adelante trataremos de distinguirla de la identidad nacional) va siempre de la mano de los intentos de llevar adelante un “Proyecto Nacional” desde gobiernos de clara orientación populista. Cabe aclarar que concibo lo “populista” como una específica modalidad de institucionalización de un proceso amplio de inclusión social, categoría de análisis político para entender una particular –y por ende irrepetible– etapa de la historia latinoamericana. Así, el populismo se definiría por una situación económica particular (el cerramiento del comercio internacional) y la consecuente necesidad de sustituir importaciones de carácter industrial. La dinámica del proceso, en tanto política de Estado, implicó un orden social en donde apareció un nuevo sujeto político caracterizado por ser fuerza de trabajo asalariada, fuerza de consumo (protección del trabajo y el salario) y, en definitiva, sujeto de derecho. Definitivamente, el populismo debe entenderse como una categoría política, es decir, un instrumento conceptual que permite interpretar una realidad histórica determinada. Este es el sentido del término y no una utilización peyorativa del mismo (tal como clientelismo, demagogia o autoritarismo), apto para definir coyunturas y estilos políticos interesados. Como categoría política, el populismo puede ser entendido como una construcción epistemológica de un “tipo ideal weberiano”, necesaria para acercarse a la etapa histórica que se abre en América Latina luego de la segunda guerra mundial.[1]

En ese sentido, todo proyecto nacional requiere de su sujeto específico: esto es –en abstracto– de un “ser nacional”. Ese abstracto se materializa, en el proyecto populista, en la figura real y movilizada del “pueblo”. El pueblo, como sujeto político del proyecto nacional, cobra entidad en tanto se oponga y supere a un “proyecto no nacional”, y es la condición de posibilidad del desarrollo histórico de una identidad nacional. De una manera apretada se puede situar al “ser nacional” como la figura abstracta –pero políticamente imprescindible– y singular de un plural igualmente abstracto e imprescindible que es la “identidad nacional”. La articulación de un ser singular y una identidad plural en un proyecto histórico es la forma posible de constituir una hegemonía nacional y popular, es decir, el proyecto populista que con tanto énfasis atravesó la política latinoamericana de posguerra. El “ser” es la inscripción de lo “nacional” que cada habitante –queda claro que digo habitante y no ciudadano– de la nación –queda claro que digo nación y no patria o Estado– lleva dentro. La “identidad” es la inscripción de lo “nacional” en el conjunto de esos habitantes: por ejemplo, el pueblo. Así, el pasado –el ser nacional– se articula al presente –la política nacional–, enlazando promisoriamente al futuro en la concreción del proyecto nacional. Debe advertirse, no obstante, que ese futuro encarnado en un proyecto nacional en marcha es en realidad la legitimidad simbólica del presente que se materializa en un programa político puesto en marcha. El proyecto nacional es inacabado en su concreción, porque en sí es presente puro, es política gubernamental, es política democrática en lucha. Si se necesita la materialidad de un proyecto en marcha, es necesario entonces la abstracción de la esencia de ese proyecto en la forma de una difusa pero conducente identidad nacional.

Partiendo de lo antedicho, las preguntas serían: ¿existe algo así como un ser y una identidad nacional, o solo es posible en un proyecto populista? Si así fuera, ¿entonces el ser o identidad nacional no es más que una construcción ideológica tan válida –o no– como la figura del ciudadano, del patriota o –tan vigente hoy– del originario? Por supuesto, seguimos estas líneas en el entendimiento que son solo una perspectiva más para una de las cuestiones políticas y filosóficas irresueltas de nuestra historia. Por las primeras preguntas, la reflexión nos puede llevar a la negación del planteo y, por ende, a la necesidad de buscar en el desarrollo histórico las condiciones y las formas de un ser nacional para toda cosmovisión sociológica que no esté impregnada de populismo. No podría ser de otra manera. El populismo significó una disputa –y una victoria– en una lucha hegemónica entablada a mitad del siglo XX, por la cual definitivamente quedó postergada en la historia democrática la dominación conservadora-agroexportadora constituida en la formación del Estado nacional. Dado el objetivo y el formato de esa lucha –constitución de una nueva hegemonía–, el populismo necesitó configurar una nueva épica política y un nuevo sujeto político. La originalidad de ese nuevo sujeto no descansaría solo en su función política –sujeto de lo popular–, sino también en un origen que devendría del fondo de la historia, del momento constitutivo de la nación. Un sujeto portador de una tradición en germen, de una historia por constituirse, de un pasado sin todavía pasado político. Una identidad todavía no identificable ni identificadora, pero necesaria de ser configurada con la misma premura con que se necesitó configurar la nación independiente. Filosóficamente, el populismo necesitó siempre preguntarse por una identidad nacional que tiene un punto de origen en la historia. Hallarlo fue la condición material para trazar una hermenéutica propia del devenir histórico argentino, y a la vez el trasfondo filosófico-ideológico de lo verdaderamente nacional y –por lo tanto– popular. La identidad nacional configurada fue la entidad distintiva de cualquier otra interpretación de la historia y de cualquier otro proyecto para la historia, es decir político. Para el populismo la búsqueda de la identidad nacional se configuró en un elemento imprescindible a su conformación política, dado que planteó discursivamente la refundación política de la nación. Una búsqueda en el origen para un proyecto político nuevo en una historia en proceso de maduración. Incluso, algunos de los cultores del ser-identidad nacional –piénsese en Hernández Arregui– profundizaron la búsqueda y propusieron la necesidad del desarrollo de una conciencia nacional. Esa conciencia, entidad racional y constructiva, debía ser la base gnoseológica y cultural de un real ser nacional. En la conciencia estaba la posibilidad del ser. Invirtiendo el aserto de Carlos Marx, sería la conciencia lo que determina la existencia: de la conciencia nacional a una vida nacional y a la constitución de una nación.

Cualquier otra construcción de un sujeto político no apela a un principio de unidad en la nación. Mencionábamos al comienzo al ciudadano de la perspectiva liberal republicana, o al patriota desde una perspectiva coyuntural del nacionalismo. Cualquiera de estas interpelaciones políticas obedecen –o reposan– más en la figura del Estado que de la nación. Son propias de la política estatalista que, como tal, sucede a la nación. La novedad rescatada en América Latina –el originario– es, por el contrario, una identidad pre-política, pre-estatal y pre-nacional. Su anclaje social y político está en la comunidad que, en tanto tal, antecede a la nación. Por ende, nos acercamos a la idea que la búsqueda, la constitución y la interpelación a un ser nacional –singular decíamos– y a una identidad nacional –plural, o singular de una pluralidad el primero y plural de una singularidad el segundo–, es una “invención” de ese específico invento de la política latinoamericana que fue el populismo como modalidad e intento de conformar una hegemonía política.

¿Existe entonces un ser y una identidad nacional, o solo es un dispositivo político, certero y contundente, apto o necesario para el desarrollo de ciertos proyectos políticos? Una posible búsqueda de una respuesta requeriría entonces de pensar a la nación no como entidad abstracta de la política, sino como unidad histórica constituida y constituyente. ¿La nación, entonces, se constituyó desde un ser y una identidad nacional preexistentes a ella y que conforman su “alma” política? ¿La nación es la condición de posibilidad de un ser nacional que capta su esencia y se transforma en su legítima voz? ¿O la nación es solo un producto histórico de luchas que, una vez conformado, despliega en su seno múltiples sujetos que –entre otras luchas– necesitan apropiarse de ella en la forma de ser sus intérpretes puros, justos y leales a aquella historia?

No es la idea, por supuesto, el dar respuesta a estos interrogantes: una respuesta tal es imposible, no puede existir. La nación es historia. El ser o la identidad nacional es una interpretación libre de esa historia, por lo tanto puede tener muchos intérpretes, muchos relatos, muchas épicas y muchos símbolos. El denominador común de esos “muchos” es la imposibilidad del acuerdo. A su vez, esta imposibilidad valida a los muchos intérpretes de lo que es nación y lo que es nacional, intérpretes que ya son historia, o son actuales o vendrán. En el desacuerdo está la posibilidad de esas existencias. En el desacuerdo está la política, señalaba Ranciere[2] y, en definitiva, en los desacuerdos por la verdad acerca de la esencia de lo nacional está la lucha que, como tal, es política. No hay una sola identidad nacional ni un solo ser nacional. Hay intentos por fundar la política en principios constitutivos irrenunciables, como principios y legitimantes como proyectos. Muchos de esos intentos fundacionales no reposan en un ser o una identidad nacional, pero el punto es el mismo: la lucha discursiva y simbólica por la verdad política, por el punto de origen indisoluble de una historia política que se proyecta una y otra vez. Una lucha que no tiene fin, pues pensar en aceptar una sola verdad es ponerle fin a la política, a la historia.

Paradoja, o aparente paradoja, de la historia. El ser nacional, como unidad fundante, verdadera y legítima de la nación y de un proyecto nacional, no existe ni puede existir en forma de una ontología política. Pero su invocación abstracta, discursiva, simbólica, es lo que constituye la real historia de una nación. En esa interpelación discursiva a la esencia de una historia se funda su materialidad, sus conflictos, sus consensos y sus nuevas luchas. En la búsqueda de lo inexistente reside la forma de lo existente: el patrimonio de la verdad política.

[1] Estas definiciones son parte de un artículo sobre populismo recientemente editado: “Situar (una vez más) el debate en torno a la cuestión del populismo”, en Revista de Ciencias Sociales, 17, Universidad Nacional de Quilmes, Otoño de 2010.

[2] Jacques Ranciere: El Desacuerdo. Buenos Aires, Paidós, 2004.

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