A 50 años de la obra maestra de Leonardo Favio: Juan Moreira, un símbolo en disputa

“¿Adónde estás Juan Moreira? / ¿Qué lucero te enterró? / ¿Qué guitarra de silencio, / abrazará tu emoción?” (Rodolfo Kusch).

La película que consagró popularmente a Leonardo Favio en el séptimo arte se estrenó el 24 de mayo de 1973, en vísperas de la asunción de Héctor Cámpora. Basado en el folletín de Eduardo Gutiérrez (1879-1880), el filme supo revisitar la violencia política en clave gauchesca y en un contexto histórico efervescente, apelando a la dimensión mítica del personaje. En este artículo sondeamos la dimensión simbólica de Juan Moreira y contrastamos las operaciones urdidas sobre su figura, especialmente en la década de 1970, ponderando a Favio y a Jorge Luis Borges como los dos “pesos pesados” en disputa.

 

Los pasos previos del símbolo

Juan Moreira simboliza la parte oscura de nuestra personalidad individual y colectiva. Esa parte que, según Rodolfo Kusch, debe emerger a la luz a través del arte para que ganemos la salud. Aunque lo trascienda, este símbolo tiene en sus cimientos a uno de esos sujetos esencialmente anónimos cuyo registro debemos al celo de los dispositivos de vigilancia y castigo. Desde esta dimensión, sabemos que Moreira nació en San José de Flores en 1829 y murió en Lobos el 30 de abril de 1874; sabemos que fue hijo de un federal mazorquero; que se crio en el partido de La Matanza; que de adulto padeció los atropellos reservados para los gauchos perseguidos de su tiempo; que no le escapaba al duelo a sangre en procura de una justicia que le era esquiva; que buscó “limpiar su nombre” oficiando de guardaespaldas de dirigentes conservadores y de matón electoral; que llevó una vida errante; que estuvo un tiempo en las tolderías del Cacique Coliqueo; y que murió abatido por las fuerzas policiales en una pulpería llamada La Estrella. Esta es la materia prima de la obra original de Eduardo Gutiérrez. Sin embargo, la dimensión simbólica de Moreira parece habérsele escapado al autor de aquel folletín, quien, como señala Jorge Torres Roggero (2013), confesaba su vergüenza por abrevar en un mundo degradado, marginal y popular para urdir su literatura.

Un símbolo es siempre y por definición polisémico, de modo que aquí diremos que Moreira simboliza –parafraseando a Raúl Scalabrini Ortiz y a Cátulo Castillo– el subsuelo de la Patria sublevado, o el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. Quizás por eso su poder de irradiación abarcó más de un siglo, siendo objeto de disputa entre corrientes estéticas y políticas que exploraron su faz monstruosa, ya sea para reivindicarla o exorcizarla. Su periplo comienza en aquellas páginas aparecidas como folletín en La Patria Argentina, el diario de los hermanos José María, Ricardo y Eduardo Gutiérrez, entre el 28 de noviembre de 1879 y el 8 de enero de 1880; y se cierra, esencialmente, con los disímiles poemas que le dedicaron Néstor Perlongher y Juan José Saer: “Moreira” y “Juan Moreira”, incluidos respectivamente en los libros Alambres y El arte de narrar, de 1987 y 1988. Durante ese lapso, el personaje se convirtió en protagonista del suceso teatral de la compañía de los hermanos Podestá y, de manera concomitante, en llave de acceso a la argentinidad forjada por los inmigrantes que decidían arraigar en este nuevo terruño. Posteriormente, su historia fue recuperada en una adaptación cinematográfica de 1948 dirigida por Luis José Moglia Barth y, diez años después, su leyenda fue recogida por el propio Kusch en una obra teatral que, al explorar la confrontación entre dos leyes de distinto orden, preanunciaría el intenso litigio suscitado durante el primer lustro de los años 70.

 

Los 70, ese largo round

Leonardo Favio y Jorge Luis Borges fueron los dos “pesos pesados” que se disputaron el símbolo Moreira en los tumultuosos tiempos que precedieron al último golpe cívico militar.[1] El primero, a través de la inmortal película cuyo medio siglo de vida conmemoramos. El segundo, por medio de una “operación de pinzas” que, según nuestro parecer, articula “La noche de los dones” con “Historia de Rosendo Juárez”: un relato aparecido en El libro de arena en 1975[2] y otro cuento que integra El informe de Brodie, publicado en 1970. Dicho de manera sucinta y contundente, la puja se dirimía entre la posibilidad de revivificar o anular el carácter simbólico de Moreira, de alcanzar nuevas cotas de mitificación, o desmitificarlo por completo. Veamos.

Siguiendo a Marcelo Figueras (2022), Fuad Jorge Zahir Jury –o sea: Favio– nunca tuvo entre sus planes abordar a próceres predestinados a la grandeza, sino antes bien “a personajes desequilibrantes que habían ingresado en la historia por la ventana, como el Perón a quien le consagró el documental Sinfonía de un sentimiento (sic, 1999)”. Desde ese a priori decidió recuperar el sustrato mitológico ya contenido en la figura del héroe novelesco original. La película se encamina entonces hacia el meollo del símbolo, para subrayar los motivos de una sublevación que, en última instancia, es la de todo hombre frente a la muerte. Promediando el filme, un moribundo Moreira le gana la partida a la parca, pero ella no sabe perder y se cobra la vida de su hijo. Además, este hombre nacido –al decir de Gutiérrez (2001: 13)– con todas las condiciones de “un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes” se sabe obligado a enfrentarse con los artífices de su desgracia. Desde esta perspectiva puede concebírselo como cifra de la generación setentista que, atravesada por la violencia, hallaría su trágico final (Gamerro, 2015: 214). El héroe de Favio se encuentra, así, imbricado con la figura del mártir, y los sucesos protagonizados por Moreira lo encauzan indefectiblemente hacia el sacrificio. Toda su vida no ha sido más que una resistida marcha hacia el cadalso: “Yo pa vivir no he nacido. Yo nací p’andar durando” (Favio, 1973), confiesa su voz. Ese sentido trágico de la existencia enmarca al personaje, tanto en la experiencia histórica relacionada con las condiciones inmediatas de recepción –la violencia política que irá in crescendo durante las décadas de 1960 y 1970– cuanto en la conciencia de finitud que define la condición humana. Por eso, Moreira es un hombre del común que teme intensamente a las circunstancias que lo superan, pero que a la vez enfrenta sus miedos de forma extraordinaria.[3]

Ahora bien: Favio desarrolla en su filme una serie de operaciones que hiperbolizan el sustrato mitológico original para potenciar, a su vez, el vínculo entre héroe y mártir, es decir, entre las efigies política y religiosa que el símbolo Moreira igualmente encarna. Diferimos en este punto de planteos como los de Carlos Gamerro o Alejandra Laera, quien afirma que en el Moreira de Favio “la santificación supera a la heroicidad” (2001: 9). Se trata de una cuestión de matiz, pero este matiz aporta una diferencia cualitativa: no es el reemplazo de un arquetipo por otro, sino de la tensa convivencia entre ambos. En Moreira convergen, entonces, el Che Guevara y Jesucristo. Estas operaciones éticas y estéticas han sido estudiadas en más de una ocasión y comprenden, entre otros elementos, la estructura circular del relato, el uso de ciertos planos y movimientos de cámara o la incorporación de música con reminiscencias sacras. En primer término, mientras los primeros fotogramas muestran el entierro de Moreira, los últimos se congelan con el gaucho herido, pero aún de pie, dispuesto a dar batalla. Asimismo, los planos contrapicados le confieren a su figura una estatura épica, especialmente al momento de enfrentar a la partida. A ello se añade la banda sonora original, compuesta por Pocho Leyes y Luis Maria Serra, cuyo tema principal presenta un leit motiv coral con aires barrocos que apuntala tanto la epicidad como la circularidad del filme, también subrayadas por los travelling circulares alrededor de los personajes.

Hay, sin embargo, otra operación fundamental efectuada por Favio que suele pasar desapercibida. Se trata de la conjunción entre cultura popular y cultura de masas, también presente, a su manera, en la novela original de Gutiérrez. Moreira es, en efecto, el primer héroe vernáculo de la incipiente industria cultural. De allí que muchos analistas hayan querido identificar en su periplo –tal como señalaremos– la absorción de la matriz popular por parte de dicha industria. Si bien esta hipótesis resulta más que atendible, entendemos que en el caso particular de Favio se produce una simbiosis entre ambas dimensiones, de manera análoga a las dinámicas desarrolladas por el peronismo desde su misma emergencia.[4] En otras palabras, la vena peronista del autor se traduce en una profunda exploración de los símbolos populares que no reniega de las lógicas propias de la factoría cinematográfica. Desde este punto de vista y a modo de ejemplo, la incorporación de Rodolfo Bebán como actor protagónico no iba en demérito de la genuinidad de la obra, ya que su rostro estereotipadamente bello y ampliamente reconocido potenciaba y diversificaba la proyección hacia el gran público, un aspecto que Favio como artista popular jamás denostó.

Antes de dirigirnos hacia “el otro rincón del cuadrilátero”, cabe mencionar el hecho de que, entre todas las escenas de la historia, la muerte de Moreira es la que más revisitas y auscultaciones mereció. En términos generales, se ha querido ver en la tapia que el protagonista intenta cruzar el límite entre la legalidad y la ilegalidad, o entre dos formas irreductibles de legalidad. De allí que resulte especialmente significativo el lugar en donde Chirino lo atraviesa con su bayoneta: en la reescritura de Borges –que ya abordaremos– sucede cuando Moreira ya se descolgaba de la tapia; en la delirante versión de Aira (1975: 59), Moreira se para sobre el “falso muro” para borrar la división; y en Modestamente con bombos y platillos, el grupo de teatro Cirulaxia Contraataca implementa un efecto especial que le permite atravesarla. Por su parte, el Moreira de Favio –al igual que el Aniceto de su último filme– muere de este lado del muro. En tal sentido, podemos pensar que la muerte hallada al pretender treparlo no solo se sitúa en la frontera entre lo legal y lo ilegal, o lo legítimo y lo ilegítimo, sino que también representa la posibilidad o imposibilidad que el símbolo Moreira tiene de ascender. En otros términos: Moreira es asesinado porque no puede ocupar el lugar de los que “están arriba”. La caída remarca, de manera literal y metafórica, su retorno al humus –origen y destino de los humildes– y, a la vez, la oscuridad del símbolo cuyo ascenso hacia la luz –“con este sol…”– es violentamente truncado.

En el caso de Borges, ya hemos señalado la “operación de pinzas” entramada, fundamentalmente, a través de los relatos “Historia de Rosendo Juárez” y “La noche de los dones”. El primero pretende ser –en confesión del propio autor– la refutación de “Hombre de la esquina rosada”, cuento al que caracterizó como “adefesio” y del cual se mostró insistentemente arrepentido.[5] Sin embargo, pese a su abjuración y sus múltiples reelaboraciones, aquel relato del verdadero asesino de Francisco Real, “el Corralero”, ante la inacción de Rosendo Juárez, permanece como muestra perenne de la cuentística borgeana, poblada de cuchilleros, no solo en sus primeros tiempos. Consiste en la confesión del secreto autor del crimen a un Borges que aparece como personaje sobre el cierre del relato. Juárez, hombre respetado del Sur, resulta desafiado por Real, matón proveniente del Norte, en una noche fresca pletórica de tangos y diversión. “Siguió siempre más alto que cualquiera de los que iba apartando” (Borges, 1998a: 94), dice el narrador, antes de deslizarse desde su rol como testigo hacia el de artífice velado de aquellos confusos sucesos rememorados. El culto al coraje, epicentro de la temprana poética borgeana, se ve aquí graficado tanto en la acción como en las reflexiones del narrador, quien asume una “obligación de guapo” que anticipa la revelación final, característica de la trama policial.

En el relato, la voz del desafiado resulta inaudible y, pese a las arengas, este acaba escurriéndose entre la muchedumbre, de modo que habrá que esperar hasta “Historia de Rosendo Juárez” para conocer su versión de los hechos. Se trata de otro relato enmarcado en el que Juárez convoca a un tácito Borges, sabiéndose personaje de un cuento suyo. En este juego cervantino, asume la palabra para desandar brevemente su derrotero personal y contar “la verdad” sobre aquella noche “de mil novecientos treinta y tantos” (Borges, 1998b: 30). Juárez resulta aquí un remedo de Juan Moreira: un hombre que se desgracia y que, cansado de huir de la justicia, prefiere ser reclutado como matón de comité. El cuento explicita esta simbiosis en boca del propio personaje, cuando afirma: “Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo”. En el tramo final, al momento de rememorar el episodio con Real, asegura haber sentido “vergüenza” al reconocerse en “ese botarate provocador”. Esta epifanía marca un punto de inflexión. Se produce entonces, de manera repentina, una segunda huida, motorizada esta vez por su propia decisión: “Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero. Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden”. Con este repaso del relato hemos querido mostrar, al menos en lo esencial, el primer movimiento de la operación de pinzas efectuada por Borges. Permitiéndonos la remisión a otro celebérrimo texto de su autoría, podríamos advertir una profunda similitud entre la conversión de Juárez y la de Droctulft, aquel bárbaro que moría defendiendo a la civilizada Ravena en “Historia del guerrero y la cautiva”.[6] Pero este émulo de Moreira da incluso un paso más allá cuando decide abandonar toda forma de violencia para afincarse en un limbo ordenado. La alquimia simbólica que opera en esta revisión de “Hombre de la esquina rosada” abole toda posibilidad de sublevación y logra, así, que el guerrero transmute en cautivo.

“La noche de los dones” encarna la otra mandíbula de agarre en la mentada operación de pinzas. Nuevamente, estamos en presencia de un relato enmarcado. En cierta reunión de confitería, uno de los asistentes se desentiende por un momento de los devaneos metafísicos para rememorar lo acontecido el treinta de abril de 1874. Entonces, el anónimo narrador contaba con trece años y fue invitado por un tal Rufino a un baile en la pulpería La Estrella, de la localidad de Lobos. En un momento, distingue a una mujer a la que llaman “la Cautiva” y, ante el pedido de Rufino, accede a contar “lo del malón, para refrescar la memoria” (Borges, 1998c: 75). La voz de la mujer repone entonces a los indios y a las prebendas de antaño, pero en un giro onírico típicamente borgeano, en el momento en que afirma soñar con el malón se oye el arribo de un grupo de “orilleros borrachos”, entre los que se encuentra Juan Moreira. Lejos de establecer una relación empática con la humilde población de la pulpería, ni bien llega da muerte de un talerazo al cuzquito que sale corriendo a “hacerle fiestas”. Acto seguido, la escena de la emboscada policial resulta referida por el narrador de manera tangencial, siendo testigo del intento de fuga de Moreira, malogrado por la bayoneta de un Andrés Chirino que, al ultimar al perseguido cuando alcanzaba a descolgarse de la tapia, despierta instantáneamente el jolgorio colectivo. “Todos querían estrecharle la mano”, asevera lacónicamente la voz narradora. Aquel émulo de Moreira cautivado por el orden viene a complementarse, ahora, con un Moreira desacoplado del subsuelo patrio que supo representar. De manera concomitante, esta reconfiguración del personaje tendiente a la clausura de su potencial político se enmarca, como si de un juego de cajas chinas se tratase, dentro de una operación simbólica mayor. En efecto, así como es sabido que renegó de “Hombre de la esquina rosada”, es de público conocimiento que el Borges postrero ponderó como única obra suya digna de recordación a El libro de arena, volumen que, como dijimos, contiene “La noche de los dones”. “El libro de arena” es, a su vez, el relato que lo cierra. En él, un Borges devenido nuevamente en personaje adquiere de manos de un librero ambulante un insólito volumen que, como la arena, no tiene principio ni final. El misterioso librero le cuenta que, a su vez, lo agenció en un pueblo en la llanura y que su anterior dueño era un hombre analfabeto.[7] Se trata de un libro calificado como “demoníaco”, “imposible” e “infinito” que, una vez acordados los términos de la transacción, quedará en posesión de Borges. El protagonista se desvela, lo examina, se pregunta dónde guardarlo y lo mantiene oculto hasta que comprende “que el libro era monstruoso”. Entonces, toma la decisión con la que culminan tanto el relato como el libro que lo contiene. Citamos ese pasaje: “Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta. Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México”.

Como vemos, este movimiento completa la operación de pinzas anterior en el intento de ocluir, de manera definitiva, la energía irradiada por el símbolo: en la confluencia entre las diferentes dimensiones, el Moreira “corregido” por “La noche de los dones” quedará, a su vez, confinado en las páginas de un libro infinito que se extravió en los anaqueles de la Biblioteca Nacional, ese otro limbo ordenado.

 

Moreira, paredón y después…

El devenir posterior de Moreira en tanto símbolo de la Patria que se subleva parece acusar el éxito de la conjura borgeana. Alejado de su raigambre popular, su figura se irá apagando en las décadas subsiguientes merced a dos tipos de enclaustramientos. Por un lado, en una magra cosecha circunscripta a los círculos letrados, cuyos frutos se tradujeron en el Moreira parodiado en clave homoerótica por Perlongher, y en otro Moreira reescrito en clave fantasmática por la pluma de Saer. Asimismo, en el marco ceñido a los dispositivos de la cultura de masas. Este es un giro que Alejandra Laera supo advertir en su prólogo para la reedición de la novela original de Gutiérrez del año 2001, cuando reparó en la única tira de Inodoro Pereyra, el renegau donde aparece Moreira. A partir de lo señalado por Laera, podríamos afirmar que el desplazamiento de la figura del perseguidor desde las fuerzas policiales hacia los productores cinematográficos traduce el salto del otrora gaucho perseguido hacia su autoconciencia como personaje de ficción. De allí que la expresión “con este sol” que Inodoro remeda del parlamento de un agonizante Moreira ya no represente su lamento frente a la inminencia de la muerte, sino la queja ante la obligación de estar encerrado en un estudio de filmación (Fontanarrosa, 1998: 49). Este Moreira comprendido como producto cultural de masas, en principio tan proteico, parece sin embargo haberse agotado poco tiempo después, cuando Alberto Olmedo lo empleó como vehículo para su imitación de la tonada cordobesa y sus chistes chabacanos. Se trata del sketch “Si Juan Moreira hubiese sido cordobés”, del programa Alberto y Susana emitido por Canal 13 en 1980. Allí se actualizan la parodia y la autoconciencia de Moreira y del propio Chirino, quienes se saben personajes de ficción. Pero mientras el agente quiere reproducir la trama original, Moreira-Olmedo se sale del libreto para matarlo a traición.

Transcurridos unos cuantos años desde sus últimos avatares, cabe preguntarse, tal como lo hacía Kusch en el epígrafe de este artículo: “¿Adónde estás Juan Moreira? ¿Qué lucero te enterró?” (2007: 601). Podríamos suponer que el potencial político de Juan Moreira ha sido finalmente conjurado, que su carácter simbólico permanece definitivamente extraviado, que tal vez esté condenado a cristalizarse como metáfora mayor de una generación que, al sublevarse, halló su propio martirio. Sin embargo, estamos frente a un símbolo, de modo que no debemos desdeñar su oscura energía latente. Quizás renazca como la calavera de Moreira al pasearse por las manos de un pequeño Juan Perón, a quien la justicia poética hizo nacer en el mismo pueblo donde aquel cerró sus ojos (Torres Roggero, 2020). O quizás resucite cuando el pueblo agote su paciencia y haga tronar el escarmiento.

Es imposible saber cuándo aparecerá otra guitarra de silencio que abrace su emoción. Pero sabemos, como Olga Orozco nos enseñó, que la oscuridad es otro sol.

 

Referencias bibliográficas

Aira C (1975): Juan Moreira. Buenos Aires, Achával Solo.

Borges JL (1985): “Jorge Luis Borges en el Teatro Auditorium Mar del Plata año 1985”. www.youtube.com

Borges JL (1998a): Historia universal de la infamia. Madrid, Alianza.

Borges JL (1998b): El informe de Brodie. Madrid, Alianza.

Borges JL (1998c): El libro de arena. Madrid, Alianza.

Figueras M (2022): “Al cielo se lo espera”. www.elcohetealaluna.com

Fontanarrosa R (1998): 20 años con Inodoro Pereyra. Buenos Aires, De la Flor.

Gamerro C (2015): Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina. Buenos Aires, Sudamericana.

Gutiérrez E (2001): Juan Moreira. Barcelona, Sol.

Kusch R (2007): Obras completas. Rosario, Fundación Ross.

Perlongher N (1987): Alambres. Buenos Aires, Último Reino.

Rosano S (2006): Rostros y máscaras de Eva Perón. Imaginario populista y representación. Rosario, Beatriz Viterbo.

Retamoso R (2005): “Reescrituras del Moreira”. En La Trama de la Comunicación, 10, Anuario del Departamento de Ciencias de la Comunicación. Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Rosario, UNR.

Saer JJ (1988): El arte de narrar. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral.

Suárez N (2014): “Moreira en los setenta. Formas de la violencia y experiencias comunitarias”. Cuadernos del Sur. Letras 44-45.

Torres Roggero J (2013): “Eduardo Gutiérrez, rapsoda de la chusma”. https://confusapatria.wordpress.com

Torres Roggero J (2020): “Cuarentena: chamuyando a Madame la Mort”. https://confusapatria.wordpress.com

 

Referencias audiovisuales

Favio L (1973): Juan Moreira. Buenos Aires, Centauro Film.

Olmedo A (1980): “Si Juan Moreira hubiera sido cordobés”. https://www.youtube.com

 

Juan Ezequiel Rogna es doctor en Letras (Universidad Nacional de Córdoba) y profesor asistente de la cátedra Literatura Argentina II, Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC.

[1] Esta disputa convocaba la participación de otros escritores, como César Aira, autor de la novela Juan Moreira, escrita en 1972 y aparecida en 1975. Sin embargo, dando continuidad a la metáfora pugilística, por ese entonces Aira era un prospecto del peso pluma.

[2] El cuento fue publicado originalmente en el diario La prensa en 1971, pero su incorporación en El libro de arena le confiere otras connotaciones.

[3] Citamos, a propósito, un pasaje de Al cielo se lo espera, artículo de Marcelo Figueras (2022): “El que no tiene miedo es un loco, le dijo Favio a Schettini. Y agregó: Según la dignidad con que sobrelleves el miedo, sos Moreira o sos una nada”.

Aquí radica, arriesgamos, el principio de empatía que el personaje supo generar, especialmente, entre los asistentes a las funciones del Circo de los Hermanos Podestá, quienes, eventualmente, invadían la arena para luchar a su lado cuando era asediado por la partida policial.

[4] Para profundizar en torno a la “hibridación” entre las “lógicas de representación” del Estado y de la industria cultural que el peronismo inauguró y que posibilitó, particularmente, el ingreso de Eva Perón en la dimensión “legendaria” del “imaginario popular”, remitimos a Rosano (2006). Añadimos, a la vez, que esta simbiosis resultó parodiada por el personaje Bombita Rodríguez, “el Palito Ortega Montonero”, dentro del programa Peter Capusotto y sus videos.

[5] Sobre estas consideraciones, remitimos a la conferencia ofrecida por el autor en el Teatro Auditorium de Mar del Plata en 1985.

[6] Cuento publicado originalmente en El Aleph (1949).

[7] ¿Acaso será Lobos? Podríamos responder el interrogante con una cita extraída de “La noche de los dones”: “Lo mismo da; no hay un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto” (Borges, 1998c: 73).

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