El sombrero rojo

Un martes por la tarde en aquel lejano 1940 llegó al pueblo. Hacía mucho calor, y el polvo del camino se le había pegado al cuerpo con la transpiración.

Buscó algún hotel con la esperanza de poder darse una ducha y refrescarse un poco. El calor y la suciedad lo tenían desesperado. Pero después de dos búsquedas infructuosas, en el tercer hotel que visitó y donde sí encontró habitación, no había agua.

Se resignó: seguiría sucio. Al menos, ya tenía dónde pasar la noche. En compensación, tomaría algo fresco. Fue al bar contiguo a la pensión y pidió cerveza bien helada. Para aumentar su disgusto le dijeron que desde un día atrás estaba cortada la energía eléctrica, y que en todo caso podían ofrecerle cerveza a temperatura ambiente con cubitos de hielo. Le pareció espantoso, pero no habiendo otra cosa, aceptó.

La llegada al pequeño pueblo no había sido muy triunfal precisamente. No esperaba un recibimiento apoteósico, por cierto. Pero sí algo más de gratificaciones. Sucio, empapado de sudor y polvoso, tomando cerveza tibia enfriada con trocitos de hielo –parecía orín, pensó– y molesto por la falta de electricidad, ese día prefirió acostarse lo más pronto posible. Mañana quizá las cosas irían mejor.

El miércoles despertó con energía. Como siempre, alegre ante cualquier adversidad, su proverbial esperanza volvía a renacer. Pensó cómo haría la campaña publicitaria.

Megáfono en mano, a bordo de su destartalado Ford modelo 28 y siempre con su infaltable sombrerito rojo, comenzó a rodar por las polvorientas calles anunciando el evento.

“¡Este domingo, después de misa de diez, en la plaza central del pueblo, no se pierda la espectacular presentación del Gran Dioso!”.

Lo llamativo del anuncio concitó la atención. Los rumores comenzaron a propalarse.

Esa tarde, de un calor insoportable y sol rajante, después de la siesta volvió a salir con su vehículo redoblando la invitación. “¡No se lo pierda: este domingo, después de misa de diez, extraordinaria presentación del nunca visto Gran Dioso!”.

Nadie sabía exactamente de qué se trataba. Lo curioso del nombre atraía tanto como lo insólito de la oferta: ¿qué sería lo que haría este tipo?

Una vez más, el jueves por la mañana salió a anunciar la función. Los corrillos en el pueblo no paraban. Lo habían bautizado “El del sombrerito rojo”, porque eso era lo más llamativo de su figura. En realidad, no tenía nada de particular, de grandioso, más allá del provocativo nombre. Gordito, de baja estatura, cara inexpresiva y piernas arqueadas, su aspecto no era muy atlético. No tenía nada que llamara la atención como personaje de circo. En todo caso, parecía más un viajante llegado al pueblo a ofrecer productos cosméticos, o ropa, o quizá medicinas. Fuera de su particular sombrero, nada en él provocaba asombro.

Aunque sí lo provocaba lo que venía anunciando.

Tanto asombro provocaba que ese mismo jueves, al mediodía, fue visitado por el alcalde y el jefe de policía, junto a dos agentes, en el restaurante donde se había sentado a almorzar. La conversación fue amable, aunque para las autoridades del pueblo no sirvió mucho como aclaración. No quedó claro exactamente en qué consistiría el espectáculo ofrecido. Lo único que lograron, cosa que los tranquilizó bastante, fue arreglar que un cuarto de lo recaudado quedaría para la municipalidad.

En realidad, nadie sabía si era legal o no poder cobrar entrada para un espectáculo público en la plaza. De todos modos, ni el alcalde ni el comisario se opusieron al cobro de una entrada, dado que parte de esa recaudación volvería al pueblo. Bueno, al menos… eso prometió dar el forastero, y nadie supervisaría el hecho, por lo que… una sonrisa picaresca iluminó la cara de ambos funcionarios.

Prometieron que le facilitarían las cosas, y para el domingo se dispondrían bastantes sillas en la plaza, para que se acomodara una buena cantidad de público. La propuesta no pareció entusiasmarle demasiado al Gran Dioso, pero tampoco se opuso. Amigablemente se separaron, y nuestro héroe, después de una rápida siesta, volvió a su campaña promocional.

Ese jueves, y también el viernes por la mañana, continuó con la misma prédica, anunciando que el domingo sería el “gran espectáculo”, pero sin dar detalles de en qué consistía. Recién el viernes a la tarde comenzó a develarse el misterio. La gente del pueblo quedó boquiabierta.

“El domingo por la mañana, después de misa de diez, el Gran Dioso se disparará una bala de cañón ante todo el público. ¡El Gran Dioso no tiene miedo a nada, ni siquiera a los cañones!”.

La población no sabía cómo reaccionar, si eso era una broma de mal gusto, una provocación, la invitación a la más arriesgada prueba de circo nunca vista, o simplemente la locura de un chiflado que había aterrizado por ese pueblo. Se empezaron a tejer las más diversas –y disparatadas– conjeturas. Rápidamente, el visitante fue rebautizado como “el loco del sombrero rojo”.

El sábado por la tarde el clima humano del pueblo era una mezcla rara de furor, fascinación y cierto toque de miedo. Nadie entendía a ciencia cierta de qué se trataba todo esto. El alcalde y el jefe de policía, consultados insistentemente sabiendo que se habían entrevistado con el forastero –por lo que, se suponía, debían estar mejor informados– no dieron ninguna pista concreta sobre lo que estaba en juego. No la dieron, porque simplemente no sabían de qué se trataba todo.

El domingo por la mañana el pueblo despertó en un verdadero estado de ansiedad generalizado, de conmoción. Había llegado gente de pueblos vecinos incluso, enterada ya del magno evento. En la misa de diez, el cura párroco hizo alguna alusión al hecho. No lo alabó, pero tampoco lo fustigó. Indirectamente invitaba a la feligresía a asistir a la plaza. La curiosidad general se desbordaba.

A las once de la mañana, bajo un sol rajante, todo estaba listo para el esperado espectáculo. El Gran Dioso muy temprano, antes de misa de seis, había colocado un pequeño escenario con un cañón de espaldas al público, apuntando hacia una silla donde él se sentaría, la cual sí miraba a la concurrencia. Para su sorpresa, el alcalde había mandado a colocar infinidad de bancas mirando hacia la silla donde se sentaría el actor principal. Entre la silla destinada al Gran Dioso y el cañón –una antigua pieza de artillería de fines del siglo XIX– mediaban varios metros de mecha.

Empleados de la Alcaldía municipal se encargaron de cobrar la entrada. Toda la plaza había sido rodeada con lazos, y estaba custodiada por policías. 25 centavos por asistente, para varios miles que se agolparon, hacían una recaudación más que considerable.

El Gran Dioso, pasadas las once, apareció en escena. Siempre con su infaltable sombrero rojo, una pulcra camisa blanca, pantalón negro y zapatos prolijamente lustrados, con su inexpresiva cara recién afeitada se dirigió con parsimonia hacia la silla que le estaba reservada. El silencio se hizo sepulcral. Todas las miradas estaban concentradas en su persona.

Sin mediar palabra, encendió la punta de la mecha; la llama comenzó a correr hacia el cañón. La multitud contenía la respiración. Hasta el viento y los pájaros parecían haberse puesto de acuerdo en no hacer ningún ruido. Todo era una tensa espera.

La llama avanzó sobre la mecha, y en pocos segundos la misma se consumió por completo. De pronto, se produjo una gran explosión. ¡Bum! Y un denso humo cubrió la escena… Nadie pronunció una palabra…. Hasta que algún niño, ya aburrido, comenzó a marcharse, seguramente por no entender lo que estaba pasando.

Del Gran Dioso nadie vio nunca ni una uña. El sombrero rojo ahora lo usa, a veces, el hijo del alcalde, en general los días festivos. Eso fue lo único que se encontró. El Fordcito y el cañón fueron a parar a un depósito municipal, y allí siguen oxidándose a la intemperie.

 

Marcelo Colussi, nacido en Argentina, vive hoy en Guatemala. Estudió Psicología y Filosofía en su país natal. Vivió en varios lugares de Latinoamérica. Catedrático universitario e investigador social, escribe regularmente en diversos medios electrónicos alternativos. Tiene publicaciones en el área de ciencias sociales, así como en el campo literario.

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