La crueldad de la felicidad al palo

En el mundo de hoy prima la imagen, la eficacia y el óptimo rendimiento. Los valores se han transformado en el éxito, el triunfo y alcanzar los objetivos propuestos por el mercado. Ganar dinero, adquirir bienes materiales y comprar lo que “sugiere” el capital se han convertido en sinónimo de felicidad, plenitud, seguridad y pertenencia. Poder. ¿Es eso felicidad, o cumplimiento con el mandato de un mundo neoliberal que rige y ordena lo que debemos ser y desear? Quien no tiene o no compra lo que es incitado y está a la moda, queda fuera. “No pertenece”. ¿Adónde? Al mundo del posteo compulsivo y de la selfie de la sonrisa constante. ¿Impuesto por quién? Por una cultura donde la mercancía es un valor en sí mismo y otorga estatus a los sujetos. En palabras de Guy Debord: “estamos inmersos en la sociedad del espectáculo”. Somos las y los protagonistas de esta industria feroz de la felicidad.

¿Es posible aislarse y vivir fuera de este sistema sin sentirse excluidos? ¿Es factible transmitir a otras generaciones que la felicidad no se halla en un bien material, sino en un transitar de instantes? La única alternativa es la educación, el diálogo, la palabra. Enseñar y comprender que la felicidad no está en los objetos impuestos por el mercado, sino que se construye de momentos trazados mediante acciones, proyectos, juegos y emociones que hacen sentir pleno al sujeto. Que lo inquietan y le generan espacios para nuevas búsquedas.

La psicología del positivismo y la autoayuda han inundado redes y librerías. Depositan en el ser humano el “poder del querer”. Han invadido el mundo con su discurso, pero generan sujetos frustrados y cada vez más angustiados, al no poder cumplir con los logros exigidos y esa supuesta completitud. Claro que existen los momentos de felicidad, y todos los seres podemos transitar ese sentir, pero no necesariamente mediado por el positivismo que se basa en lo rápido y superficial, en lo efímero, sino a través de actividades individuales o conjuntas subjetivantes que causen placer por instantes, escenas que quedarán grabadas en nuestra retina y en nuestra memoria. La felicidad como sinónimo de bienestar es una falacia que genera sujetos sumisos y subsumidos a los intereses imperantes. En la Argentina de hoy, ¿cómo pedirle que tenga un pensamiento positivo a un ser que tiene que vive en la calle? ¿Cómo sugerirle a una madre con varios hijos que no tiene para alimentarlos que piense positivamente, porque eso la llevará a lograr lo que hoy no puede? ¿Existe algo más cruel? La manera justa y ética de ser y estar con personas en estado de extrema vulnerabilidad es ser realistas y planear acciones conjuntas y políticas públicas adecuadas y a disposición, para que puedan transitar de la mejor manera su cotidianidad, y no naturalizar jamás su condición. ¿Cómo pararse frente a ellos y mencionarles que si piensan en positivo todo cambiará, que “el que quiere puede”? Su reacción sería perder el vínculo de confiabilidad, si existiese, y establecer inmediatamente una distancia.

En este sentido es donde necesitamos un Estado presente, con políticas públicas que apunten y estén dirigidas a todos y todas, para que estas palabras de los libros más vendidos en las librerías no sean solo frases hechas, sino se transformen en derechos –y no privilegios. La autoayuda podrá ser útil para algunos seres, pero hoy es un comercio. Los libros de esta temática se venden como caramelos en los quioscos, y frases tales como “si sucede, conviene”, o “lo que pasa siempre es por algo”, son las más oídas y promocionadas, y hoy las pronuncian livianamente conocidos conductores en diferentes medios.

Es interesante realizar el ejercicio de preguntarse sobre lo que le sucede al ser que no alcanza esos objetivos impuestos por este mercado voraz. ¿Qué acontece en esta era del neoliberalismo a ultranza, donde las diferencias se obturan, anulan, expulsan y eliminan en busca de individuos iguales que produzcan y consuman en serie? ¿Será el miedo, el terror a sentir al otro, como una amenaza por ser diferente?

La sociedad, para conformarse como tal, está urgida de otros confiables mediante los cuales pacificarse, con los que crear vínculos afectivos habilitantes y sostenedores para crecer; requiere del trazado de redes vinculares que demuestren que se hace y se construye con lo distinto, con lo diferente, y que el miedo se atraviesa, no se expulsa, y que la felicidad es un conjunto de instantes y escenas, y no un valor que se vende y compra. En palabras de Byung Chul Han: “Los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual. La proliferación de lo igual es lo que constituye las alteraciones patológicas de las que está aquejado el cuerpo social. Lo que lo enferma no es la retirada ni la prohibición, sino el exceso de comunicación y de consumo; no es la represión ni la negación, sino la permisividad y la afirmación. El signo patológico de los tiempos actuales no es la represión, es la depresión. La presión destructiva no viene del otro, proviene del interior. (…) Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede, y si no se triunfa, es culpa suya. Ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado… Y la consecuencia, peor: ya no hay contra quién dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión… es ‘la alienación de uno mismo’, que en lo físico se traduce en anorexias o en sobreingestas de comida o de productos de consumo u ocio”.

 

Que las etiquetas sean solo para la ropa

Las escuelas y las aulas permanecen vacías, sin sus actores principales, que son los niños, niñas y adolescentes que las llenan de vida, juego, inquietudes, reflexiones, manchones y colores. Tampoco existe una fecha estimada del comienzo de la presencialidad, por lo cual las tareas continúan siendo caseras de manera virtual y los padres y las madres se han transformado, sin quererlo, en los maestros y las maestras de esta nueva normalidad. Es importante pensar qué ocurre con estos niños, niñas y adolescentes cuando su vida se ha puesto patas para arriba, cuando los horarios se han trastocado y han perdido su orden, cuando el día no tiene principio ni fin, más allá de que el sol salga todos los días. ¿Qué sucede con esas subjetividades en esta época donde un virus ha modificado todas las vidas, los sentires, las percepciones, y el cuerpo no es ajeno a ello? Esencial es en este momento darle espacio a la palabra y a la escucha de esos niños, niñas y adolescentes que se encuentran en un estado de confusión e incertidumbre, atareados y encerrados hace más de seis meses, vinculándose a la distancia con la escuela, con sus compañeros y compañeras, y también con sus afectos familiares, sin posibilidad de contacto con el cuerpo.

Se trata de generar un conjunto de presencias –aunque en ausencia– que acompañe a cada ser, aceptando su mismidad, singularidad e impronta, sin etiquetar, clasificar y diagnosticar, sino bordeando y acompañado. Es imprescindible alojar al ser, forjar un sitio para que manifieste sus miedos, malestares, angustias e inquietudes, y de esta manera tramitarlos de forma contenida por un otro subjetivante que pueda albergar sus sentires. Es una oportunidad para ser ingeniosos y ocurrentes, y encontrar herramientas que posibiliten que las emociones circulen, mediante la palabra, el juego, los dibujos, la música o el baile, donde comenzar a resignificar situaciones y escenas vividas, temidas o que generen inquietudes en los niños, niñas y adolescentes, entendiendo que estos meses que transitamos seguramente dejarán una huella en todos nosotros.

En este sentido es fundamental y esencial el lugar que la escuela ocupa para estos seres que están en pleno devenir, construyendo su identidad y forjando su trayectoria. Es imprescindible un Estado presente, donde las políticas públicas sean claras y que entendamos entre todos y todas que la escuela no se trata solo de fracciones o tildes correctamente utilizadas, o saber de geografía, sino que el hacer es mucho más hondo, y en estos momentos la profundidad tiene que ver con prestar la escucha, con alojar mediante la mirada –aun en ausencia– para que esta pandemia, que sin duda dejará huellas, no deje etiquetas, rótulos ni niños, niñas o adolescentes estigmatizados.

Es imprescindible una escuela a disposición de los estudiantes que comprenda que es fundamental que los sentires, los pareceres y las emociones circulen, y que los protagonistas de esos espacios –aunque hoy no los transiten– puedan manifestarse y expresar lo que les sucede en este contexto tan particular que, al no tener miras de finitud, genera en ellos y ellas una gran ansiedad y angustia. Hoy más que nunca las y los infantes necesitan la oferta de ese otro subjetivante que los cobije, sostenga y anide, y crear así un vínculo confiable con el cual poder expresarse. Es urgente comprender que no hay un “ser” por curar y que, aunque haya inquietud e incertidumbre por momentos, la opción es recorrerlos juntos, con ellos y ellas, respetando su peculiaridad y su personalidad, estableciendo una trama que las y los sostenga.

Para terminar este apartado, me gustaría compartir esta frase: “No sé si habrás visto el mapa de una mente. A veces los médicos dibujan mapas de otras partes de ti, (…) pero no es tan fácil trazar el mapa de la mente de un niño. Que no solo es confusa, sino que gira sin cesar” (James Matthew Barrie, Peter Pan, 1911).

 

El cuerpo esclavo del mercado

Pocos días atrás, una modelo publicó en su Instagram una foto suya donde se la notaba sumamente delgada, y una seguidora le comentó que iba a dejar de comer hasta tener un cuerpo como el suyo. La maniquí le dio un “me gusta” y le respondió con un corazón. Este intercambio abre un debate sobre el cuerpo, la comida y el mundo del mercado en el que nos encontramos inmersos, donde imperan e imponen modelos de éxito asociados a la delgadez y belleza.

Con solo transitar las calles, ojear las revistas o mirar la televisión se observa a mujeres, niñas y adolescentes con cuerpos irreales que están muy por debajo de lo que podría ser considerado sano, y están ubicadas como referentes de lo que “hay que ser” para gustar, atraer y ameritar. Al parecer, para este mundo donde lo que prima es el espectáculo y la estética, están en boga cuerpos como influencers de una actualidad donde los sujetos somos mercancías que se compran y venden.

Según un estudio realizado por la Universidad de Buenos Aires, en la Argentina uno o una de cada tres adolescentes tiene algún desorden alimenticio, y uno o una de cada siete tiene problemas con su cuerpo. En nuestro país, las enfermedades vinculadas a la alimentación entre las y los jóvenes registraron, en los últimos 10 años, un incremento del 50%. Las patologías alimentarias tienen mayor incidencia en la adolescencia, aunque la edad de comienzo es cada vez más temprana y, si la enfermedad se cronifica, puede acompañar al individuo toda la vida.

Tanto la anorexia como la bulimia son trastornos alimenticios. La primera se puede entender como el miedo real y claro que sienten las personas a engordar. Tienen, por lo general, una imagen distorsionada, tanto de las dimensiones como de la forma de su cuerpo. Por este motivo les es difícil mantener un peso corporal adecuado. Otra de las características que tiene esta patología es el rechazo por los alimentos, y lo poco que se ingiere se convierte en una obsesión incontrolable: el sujeto se colma de “nada”. En la bulimia, que puede estar asociada también a sintomatología anoréxica, las personas recurren a atracones y purgas posteriores: ingieren grandes cantidades de alimentos de todo tipo solo para saciarse, de manera compulsiva y sin capacidad de disfrute, para luego tratar de eliminar las calorías mediante vómitos, laxantes, diuréticos, ejercicios físicos en exceso, o mediante la combinación de varias de estas acciones.

Es válido reflexionar sobre por qué y en qué circunstancias una persona ingiere alimentos. Para nutrirse, tal vez, para tener la “panza llena” e ir a estudiar o trabajar, para tener energías, para estar satisfecho o satisfecha, para disfrutar de banquetes y espacios con amigos o amigas, para estar sano o sana, o en algunos casos, para colmarse de un “algo” que lo complete. Cuando no se come por hambre, ni por placer, ni por una necesidad física, ni por el deseo de compartir con otros u otras, sino por ese “algo” que tiene más que ver con el goce –lacaniano–, con una sensación que está más allá de principio del placer –freudiano–, con una necesidad de completitud que se logra mediante un atracón de alimentos que deja a la persona literalmente muda, invadida, rebalsada, sin posibilidad de poner en palabras lo que en ella habita, la comida está funcionado como dique de contención, de soporte, para el ser y el estar de ese individuo que luego queda vacío y aliviado al purgarse. Ha pagado la culpa de su ingesta.

Las causas o detonantes de estos trastornos pueden ser variados y dependen de cada sujeto, su contexto y su historia, y por ende los abordajes son muy diversos también, desde clínicas de internación, tratamientos ambulatorios, psiquiátricos y terapéuticos, tanto individuales como grupales, centros de atención, etcétera.

Es esencial no perder de vista ni dejar de analizar cómo se genera este fenómeno a nivel cultural. Existe una imposición social de un ideal de belleza o éxito con el eje puesto en la delgadez extrema. En ese ideal estereotipado las curvas no existen, salvo las generadas por implantes quirúrgicos u otras operaciones. Todo lo que sobra se intenta extirpar de una u otra manera y sin límites. Según la médica especialista en nutrición Mónica Katz: “En ese contexto, las problemáticas de la sociedad actual son que se realizan dietas extremas sin regulación, que hay modelos de ideales estéticos alejados de las mujeres que caminan por las calles. Las modelos son cada vez más flacas y las mujeres reales cada vez tienen más sobrepeso. Los consumidores quedan frustrados, ya que no pueden acceder a eso y si lo hacen es mediante dietas extremas que los dejan absolutamente carenciados, porque cuando uno no come, se come así mismo. Esto es hipotecar el futuro de los argentinos”.

Es preciso entender que este tipo de patologías no afectan solo a sujetos con capacidad de pagar un tratamiento. Por tal motivo, es importante que el Estado brinde herramientas para hacerlo. Según un estudio realizado por la Fundación “La Casita”, la Argentina se encuentra en el segundo lugar con más casos de bulimia y anorexia en el mundo, luego de Japón. Necesitamos un Estado que tenga en su agenda atender estas dificultades mediante programas y planes gratuitos que estén a disposición y al alcance de todos y todas en entidades públicas, generando una red vincular que aloje para cuidar al sujeto, y en ese hacer cobijar a otros y así construir nuevas trayectorias. Pero esto no se puede hacer a nivel individual, debe ser en una escala social donde la cultura de la delgadez asociada a la vida plena y la felicidad asegurada quede desmitificada, y se comience a pensar en seres reales y existentes con vidas posibles.

Me gustaría concluir estas líneas con una reflexión del filósofo francés Jean Luc Nancy: “justamente por esa obstinación de la ausencia, no hemos dejado de intentar apresar al cuerpo. Son innumerables los intentos de identificación y significación del cuerpo con los que pretendemos evitar de algún modo la angustia. Desde el cuerpo de Cristo como el ‘he aquí’ del absoluto que se incorpora en la eucaristía, hasta los cuerpos siempre-jóvenes, bellos y absolutamente saludables que se intentan construir hoy y que no dejan de hacer-cuerpo esa angustia”.

Share this content:

Deja una respuesta