El Pueblo está mudo… ¿o la clase política está sorda?

A un militante político ‘de los de a pie’, en general, le resulta difícil reflexionar sobre la praxis política que ejerce. Esto ocurre porque se le ha inculcado que esta actividad reflexiva es sólo accesible a un selecto grupo de letrados que, para adquirir tal categoría, habrían dedicado años de su vida a estudiar a los autores clásicos que se explayan sobre esta temática. Mi experiencia me ha enseñado que ese militante sencillo de barrio también reflexiona sobre su accionar, pero no lo hace con las categorías de los centros hegemónicos de poder.

Una concepción de lo político supone que es la clase política la que tiene la palabra. Por lo tanto, los que pertenecen a ella detentan el poder. Para esta elite ilustrada –por eso la denominación de ‘clase’– el pueblo es mudo y, al mismo tiempo, la teoría política es pura y no se contamina con los hechos de la realidad. Utilizando conceptos de Rodolfo Kusch, les molesta el “hedor” del pueblo, el “hedor de América”. Se identifican con la civilización, y el resto es barbarie. Esta dicotomía ha partido en dos proyectos la historia argentina desde la época anterior a 1810, pero además estos dos proyectos se reproducen en el interior de las distintas fuerzas políticas que se han constituido con el objetivo de conducir la Nación.

La política concebida por esta elite está descarnada, utiliza categorías a-históricas y sobrevuela los hechos sociales y humanos –con sus miserias y grandezas– tratando de no mancharse. Idealiza a la clase obrera, pero le molesta el obrero concreto e imperfecto que lucha por sus reivindicaciones. Idealiza las revoluciones, pero no se lleva bien con los revolucionarios. Paradójicamente, estos dirigentes hablan de política tratando de ser a-políticos. Son los que pregonan el concepto de gobernabilidad para esconder el acuerdo económico que perjudica al pobre. Son los que hablan de austeridad para reducir el presupuesto destinado a la salud pública. Son los que a cada afirmación le agregan el adverbio objetivamente, para disimular la subjetividad que impulsa sus decisiones. Así, entre citas eruditas y acuerdos de cúpulas pretenden detener el curso de la historia, bajo el pretexto de que “hay que ser prudentes” con los cambios que se proponen para modificar las situaciones injustas. Tardan meses en convocar a una medida de fuerza sindical en defensa de los puestos de trabajo y, por el contrario, corren a tomar café civilizadamente con empresarios y ministros que cierran fábricas y describen a los empleados del Estado como “grasa militante”. Muy lentamente deciden un aumento de las jubilaciones, pero con extrema rapidez dan de comer a los “fondos buitres”. Dejan estancados durante meses proyectos que benefician a las mayorías porque “no hay recursos y no podemos hipotecar el futuro”, pero en minutos aceptan que las minorías oligárquicas se queden con esos mismos recursos. Se espantan porque un pequeño grupo del pueblo mapuche ocupa algunas hectáreas que por ley les pertenece, y no se inmutan cuando alguien les pregunta por qué gran parte de nuestro territorio patagónico está en manos extranjeras. Digámoslo una vez más: detrás de cada niño con el estómago vacío y viviendo el infierno del hambre de pan, hay una cuenta bancaria empachada de dinero en algún paraíso fiscal. Son hechos el hambre de las mayorías y la opulencia de las minorías, la distribución o la acumulación de la riqueza, la inclusión o la Justicia Social. Estos hechos, entre tantos otros, en el campo de la vida política siempre se presentan como opciones. Ninguna explicación política sobre ellos es válida si no asume estas opciones y obra en consecuencia.

Si la teoría política no se coloca del lado del oprimido, entonces responde al opresor. Tal como enseñaron desde antiguo los lógicos, “el tercero está excluido”. Dicho de otra manera: si la voz de los representantes políticos del pueblo no expresa la voz del Pueblo que marcha en la historia, entonces expresa a la elite que busca detenerlo.

Decir que los representantes deben escuchar la voz del Pueblo supone aceptar necesariamente que el Pueblo no es mudo. El Pueblo se expresa en su misma marcha, en el propio dinamismo de sus relaciones y en el palpitar de sus anhelos. La auténtica política sólo puede concebir al Pueblo en marcha. ¿Hacia dónde? Hacia la liberación, que en la práctica quiere decir hacia un mundo más justo.

El pueblo no se expresa con conceptos o con frases nacidas de elucubraciones, sino que lo hace con su cuerpo, individual o colectivamente. No estamos diciendo que los sectores populares no sean capaces de elaborar conceptos mediante la abstracción. Lo que afirmamos es que esa abstracción no está plena hasta que no se expresa en el diálogo de los cuerpos, las manos, las miradas, el canto, el abrazo, la lucha. En el razonamiento del Pueblo, el silogismo militante es válido si tiene como conclusión “salir a la calle”. Para celebrar o para luchar, para reír o para llorar.

Ante el razonamiento político de la elite, que afirma “yo pienso, luego existo”, el Pueblo declara: “nosotros militamos, luego existimos”. No es casual la primera persona del plural, en vez del ‘yo’ individualista cartesiano. El pueblo siempre piensa en plural, y si algún militante así no lo hace deberá cuestionarse para quién milita.

La leyenda transmite que el 17 de octubre de 1945 Perón le dice a Eva: “a los milicos no les gusta el Pueblo en la calle”. Pasados los años, descubrimos que tampoco les gusta eso a los ricos que están detrás de los milicos. ¿A la ‘clase política’ le gusta el Pueblo en la calle? Lo estigmatizan como una forma de violencia. Hoy los hijos y los nietos de quienes bombardearon al Pueblo en la Plaza de Mayo en 1955 se horrorizan porque los hijos y los nietos de los que murieron en la Plaza ese día tiran piedras a los que se niegan a escuchar su voz. No justificamos la violencia, pero esto no quiere decir que tengamos que aceptar la hipocresía. Un hecho repetidamente comprobado en la historia de la humanidad: si el Pueblo no puede hacer uso de la palabra, entonces hace uso de su cuerpo. Y tanto pone en juego su cuerpo que la enorme mayoría de la sangre derramada en la historia siempre es la de los hijos y las hijas del Pueblo, de las personas que no tuvieron para poner nada más –y nada menos– que el cuerpo en la calle.

Esto deberían recordarlo los que se sientan en sus bancas representando al Pueblo a nivel nacional, provincial o municipal. Porque si no son la voz de sus pueblos, entonces han dejado de estar del lado de los oprimidos y, con sus palabras, silencios y abstenciones, se han puesto del lado del opresor. Deberían sentarse en sus bancas sólo con sus traseros, porque sus espíritus tendrían que estar caminando con los pies del Pueblo. No hace muchos meses, en el debate por la reforma previsional, algunos representantes afirmaban muy ‘sueltos de cuerpo’ que no se iban a dejar avasallar por la violencia de unos inadaptados. Habría que recordarles que los in-adaptados precisamente lo son porque no se adaptan al saqueo de la Patria y a la pérdida de derechos conquistados en justicia. Con las mismas palabras, podemos deducir que ellos –los representantes– están adaptados a la traición porque no representan a quienes los votaron para que los representen. ¿Puede haber algo más violento que dar quorum para reducir el ya magro monto de las jubilaciones para pagar las consecuencias de la especulación financiera de los capitales sin patria? Desde el lado en que nos queremos parar, afirmamos que son más violentos los “adaptados” que no tiran piedras, pero condenan al hambre y a la desprotección a los sectores más vulnerables de la sociedad. No tiran piedras, pero también es violencia destruir los proyectos nacionales de investigación científica y entregar los recursos naturales que pertenecen a las generaciones futuras. No tiran piedras, pero endeudan al país por cien años mientras sonríen a las cámaras que los retratan para la posteridad. La post-verdad también es violencia.

Cuando la ‘clase política’ le tiene miedo al pueblo en la calle es que ha elegido ser más ‘clase’ y menos ‘política’: se ha alejado del Pueblo. Por eso no se dan cuenta de que los ojos de los cuerpos del Pueblo prefieren llorar por los gases de la represión, que llorar desde el dolor más profundo del espíritu por no tener pan ni trabajo. Cuando escuchemos que alguien dice que el Pueblo es mudo, respondamos que en realidad lo que ha ocurrido es que la clase política se ha vuelto sorda.

 

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