El problema del origen de América: el origen como mito y el mito del origen

El origen como mito

La humanidad vivió y vive en un solo planeta, la Tierra, al menos por ahora. Es cierto que hay en este momento 14 individuos de nuestra especie en el espacio en tres sitios diferentes: la nave Inspiration4 (NASA-Estados Unidos), la Estación Espacial Internacional –tripulada por astronautas rusos y de la Unión Europea– y la Estación Espacial Tiangong (“Palacio celeste”) de la República Popular China. En pocas palabras, los seres humanos seguimos explorando más allá de lo conocido, incluso sin acordar sobre cuáles fueron nuestros orígenes. Probablemente, buena parte de la humanidad ni siquiera se hace la pregunta acerca de dónde venimos. Parecería que en la actualidad la humanidad se conforma con creer saber hacia dónde vamos: en un sentido positivo, buscando encontrar habitables nuevos planetas, o en un sentido negativo: hacia la autodestrucción, el fin del mundo.

En América, el tema del origen ha sido un problema para historiadores, filósofos, antropólogos, teólogos y pensadores desde al menos quinientos años. El nudo del problema, en síntesis: las confusiones, los silenciamientos, las diferencias y las indiferencias respecto al tema en parte se deben a su vínculo inevitable con la Historia, para ser más preciso, con la disciplina histórica. Pensar el origen, nuestro origen desde la Historia, sin importar cuál sea la corriente historiográfica del historiador o la historiadora, supone abandonar la trascendencia, en el sentido de tentarnos a elaborar una desvinculación respecto a los otros seres humanos, tribus, comunidades y colectividades del resto del planeta. El teólogo y pensador nacional y latinoamericano Alberto Methol Ferré (Montevideo, 1929-2009) afirmaba: “La praxis histórica está determinada por la lucha amigo-enemigo. Hasta el amor pone en contradicción. El príncipe de este mundo no es Dios, aunque sabemos que Cristo es su vencedor. Y no podemos disimularnos el conflicto como hoy lo hacen tantas teologías o eclesiologías europeas de la ‘sociedad del consumo’, tan complacientemente con el mundo” (Methol Ferré, 1974: 6). El conflicto del que habla surge cuando partimos de las diferencias para comprender nuestro origen. Hay un mito del origen para griegos, romanos, egipcios, chinos, sumerios, palestinos, israelitas. Por ejemplo, para el pueblo tupa guaraní, todo comenzó cuando Tupá (Tupã en guaraní), el dios supremo o dios del trueno, descendió a la Tierra con la ayuda de la diosa de la luna, Arasy, en un lugar descrito como un monte en la región de Aregua. Desde este sitio creó todo sobre la Tierra, incluyendo el océano, la flora y los animales. También colocó las estrellas en el firmamento (Colman, 1929). En el caso de los incas, tenemos dos mitos de origen: el narrado por el cronista mestizo Felipe Guaman Poma de Ayala (Cuzco, 1534-1615) y el que dejó el inca Garcilaso de la Vega (Cuzco, 1539-1616). El primero explica que fue tras un inmenso diluvio que aparecieron cuatro jóvenes, los hermanos Ayar, junto a sus esposas: Ayar Manco y Mama Ocllo, Ayar Cachi y Mama Cora, Ayar Uchu y Mama Rahua, Ayar Auca y Mama Huaco. Llegaron a las tierras cordilleranas cuando el grupo tenía como objetivo la busca de tierras fértiles (Garcilaso de la Vega, 1953). El segundo relato, del inca Garcilaso de la Vega, narra una historia parecida, aunque no idéntica: el dios Inti envió a los esposos –y a la vez hermanos– a la Tierra para civilizar a los seres humanos, venerar al dios Sol y fundar un gran imperio. Emergiendo de las aguas del lago Titicaca, Manco Cápac y Mama Ocllo llegaron a la tierra de los seres humanos y éstos los consideraron seres divinos. Allí recordaron que el sitio donde se hundiría el cetro de oro que llevaban sería el lugar donde fundarían el imperio. Aunque Manco Cápac marchó hacia el norte y Mama Ocllo hacia el sur del enorme valle, el cetro fue hundido en el cerro Huanacauri, donde se dio el origen del imperio inca (Guaman Poma de Ayala, 1615). Los europeos y los americanos del Atlántico norte, principalmente los franceses y anglosajones –ingleses y estadounidenses–, tras sus revoluciones burguesas e industriales y su colonización-imperialismo[1] de regiones en los cincos continentes –Revolución Inglesa, 1642-1688; Revolución de Estados Unidos, 1776; Revolución Francesa, 1789; industrialismo e imperialismo, 1688-1914– comienzan un proceso de elaboración de mitos fundacionales que terminarán operando como mecanismo auto justificativo de toda atrocidad cometida en nombre de la evolución, del “progreso científico-tecnológico”. Probablemente, quien más y mejor ha trabajado el tema del mito del origen construido por los modernos europeos es el filósofo argentino Enrique Dussel (2018: 18), quien escribe: “En los Estados modernos, la Historia se ha transformado en el medio privilegiado de formar y conformar una conciencia nacional. Los gobiernos, las élites dirigentes, tienen especial empeño en educar al pueblo según su modo de ver la Historia. Esta se transforma en el instrumento político que llega hasta la propia conciencia cultural de la masa –y aún de la ‘inteligencia’. Los que poseen el poder, entonces, tienen especial cuidado de que la periodización del acontecer histórico nacional sea realizada de tal grado que justifique el ejercicio del gobierno por el grupo presente como un cierto climax o plenitud de un periodo que ellos realizan, conservan o pretenden cambiar. […] El primer límite del horizonte de la Historia de un pueblo es, evidentemente, el punto de partida, o el origen de todos los acontecimientos o circunstancias de donde, en la visión que estudia la Historia, debe partirse comprender lo que vendrá ‘después’”.

Repasemos. Cada pueblo, comunidad o civilización a lo largo de la historia ha construido su propio mito de origen, de origen de su historia, y en algunos casos ha logrado desarrollar una idea del origen de todo el universo. Ese proceso sufrió una profunda variación durante la Modernidad, principalmente tras las revoluciones burguesas, con su imperialismo, su capitalismo y su colonialismo a cuestas. Las potencias del Atlántico norte debían construir un mito de origen en común para todas las regiones del planeta. No era una tarea sencilla, ya que implicaba al menos tres operaciones en cadena: eliminar los mitos existentes; proponer una idea de origen por encima de toda creencia, tradición e historia de los pueblos; finalmente, construir una idea de “aldea global” ya pacificada, confortable, amigable, receptiva “al otro cultural”. Paradoja: se acepta la cultura “extraña”, pero no sus mitos, estos que de aquí en más serán “no reales”, convirtiéndolos en inofensivos para el mito dominante. ¿Cuál es el mito de la modernidad? El racionalismo, que tendrá su máxima expresión a partir del positivismo, con su racismo, su evolucionismo y su idea-fuerza llamada “orden y progreso”. Para ser más preciso: la teoría de la evolución del naturalista sajón Charles Darwin (Shrewsbury, Reino Unido, 1809-1882) llegará a nuestras tierras con la lógica de “civilización o barbarie” y será la punta de lanza de la segunda conquista sobre los pueblos de las Américas, como la llamó el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro (1969), mil veces más atroz y cruel que la primera.

 

Los seres humanos llegan a las Américas: la desmitificación

El ser humano no es originario de América. No tenemos pueblos originarios, esa es una huella –diría el historiador italiano Carlo Guinzburg (1994)– de un problema-tema-drama que no es nuestro. Nosotros no construimos el racismo, lo sufrimos. Verdadera paradoja sería partir de un origen falso para combatir otro mito del origen falso.

Los seres humanos son originarios de África. En 1987 los investigadores estadounidenses Rebecca Cann, Stoneking y Wilson validaron su hipótesis sobre que el Homo sapiens –del latín homo: ‘hombre’ y sapiens: ‘sabio’– se originó en África hace unos 140.000 y 290.000 años. El acuerdo general sobre las características físicas de la anatomía del Homo sapiens incluye un cráneo altamente redondeado, retracción facial y un esqueleto ligero y esbelto, en contra de uno pesado y robusto. Los primeros fósiles con estas características se encontraron en África oriental en el río Omo, Kenia, siendo fechados en aproximadamente 195.000 años. También se han hallado restos similares en el rio Zambeze, que tiene un recorrido hacia el Índico, atravesando Zambia, Zimbabue y Mozambique. Otros arqueólogos consideran restos fósiles descubiertos en Sudáfrica y Marruecos.

Desde África, los seres humanos comenzaron las migraciones, un proceso que duró miles de años, hacia las demás regiones del planeta. Buena parte de los investigadores acuerdan en que en plena época glacial –probablemente hace unos 20.000 años– pequeños grupos de cazadores atravesaron sin saberlo las tierras de Beringia –actual estrecho de Bering– que entonces era un corredor terrestre que unía el extremo oriental de Asia con América, y fueron ocupando, poco a poco, el espacio americano, desde el Norte al Sur (Jaramillo, 2016: 45).

¿Por qué se afirma entonces que existen pueblos originarios? ¿Es una reacción al mito de la Modernidad surgido en el Atlántico norte? ¿Es una forma de autoafirmación frente a la histórica explotación, exclusión, marginación y silenciamiento que han sufrido los pueblos de las Américas? Probablemente haya un poco de cada una de estas cuestiones de fondo al momento de hablar de “pueblos originarios” de América. Lo cierto es que los seres humanos llegan a las Américas desde Asia, pero antes, en un recorrido que llevó miles de años, habían ya pasado por Europa y Oceanía, partiendo desde África.

Sobre el tema, me gustaría traer dos reflexiones. La primera, otra vez, de Enrique Dussel (2018: 20): “‘Desmitificar’ en historia es destruir los particularismos que impiden la auténtica comprensión de un fenómeno que sólo puede y debe ser comprendido teniendo en cuenta los horizontes que le limitan, y que, en último término, no es otra que la Historia Universal –que pasando por la prehistoria y la paleontología se entronca con la temporalidad cósmica. Querer explicar la historia de un pueblo partiendo o tomando como punto de partida algunos hechos relevantes –aunque sean heroicos y que despiertan toda la sentimentalidad de generaciones– que se sitúan al comienzo del siglo XIX o del XVI es simplemente ‘mitificar’, pero no ‘historiar’”. La segunda reflexión es de otro filósofo iberoamericano, Alberto Wagner de Reyna (Lima, 1915-2006), quien afirma: “¿Cuál es la situación actual? ¿Cómo se presenta el panorama en el cambio de milenio? Aparte de nostalgias orientalistas muy minoritarias y del sobreviviente doctrinarismo marxista –en muchos países, y por razones obvias, más latente que declarado–, se puede decir que dos tendencias (que no se excluyen necesariamente, pues parten de postulados categóricamente distintos) dominan el panorama filosófico de esta parte de América: de un lado tenemos un pensar que echa raíces en las inquietudes nacionalistas, indigenistas o regionalistas y trata de darle expresión filosófica. Estos empeños a veces se emparentan con un neomarxismo en su preocupación por la realidad social y la alienación política y cultural, que responde a movimientos semejantes en otras partes del llamado Tercer Mundo. Dentro de su historicismo asumen perfiles antioccidentales de un pluralismo agresivo y a ratos –paradójicamente– ajenos a la realidad que vive el mundo. Filosofar es entonces dramático (y algo melancólico), meditar sobre Iberoamérica supuestamente alienada por lo Ibérico y presa del imperialismo (del Norte), y sobre el hombre que se encuentra en esta encrucijada. En último término, filosofar resulta así siendo filosofar sobre la filosofía indo (y eventualmente) afroamericana. Pero en otros casos el proceso intelectivo se orienta hacia una afirmación –sin complejos– de lo propio, hacia una reivindicación de la identidad regional, sentida y jubilosamente aceptada, asumiendo y renovando la gran tradición espiritual a la cual pertenece. En contraste con la anterior, es ésta una reflexión optimista y abierta, libre de la obligación de restaurar lo fenecido y reparar entuertos (Wagner de Reyna, 2001: 115)”.

 

Una revisión a la Historia Universal bajo la Cruz del Sur

Arribamos a otras preguntas, nuevas inquietudes y problemas. Como dice Dussel, “el historiador podrá conformarse con esto, mientras que el filósofo, que busca los fundamentos últimos de los elementos que constituyen lo latinoamericano”, deberá retroceder más allá de la Edad Media para desmenuzar el sentido de Iberoamérica. Quizás quien mejor realizó esta enorme tarea con notables resultados ha sido el filósofo argentino Alberto Buela Lamas en su libro El sentido de América (Seis ensayos en busca de nuestra identidad). En una revisión por la historia de las ideas, Buela reconoce dos tendencias o líneas de pensamiento que convergen en Argentina: la hispánica y la anglo-francesa. Me interesa resaltar que, a diferencia de la mayoría de los estudiosos sobre el tema, Buela (1990: 19) no las contrapone ni la descarta, sino que considera a las dos corrientes de pensamiento articuladas: “la primera [hispánica] nos otorga nuestra configuración originaria a partir del siglo XVI, y sin interferencia, nos inculca valores durante casi tres siglos. La segunda [anglo-francesa] comienza su gesta desde los primeros años del siglo XIX y de allí conviven las dos hasta nuestros días. Una encarnada en figuras como San Martín, Belgrano, Rosas, los caudillos Yrigoyen y Perón; la otra representada por hombres como Rivadavia, Mitre, Sarmiento, Roca, Avellaneda, J.B. Justo y Rojas”.

Observo en este punto dos aportes significativos sobre el tema que los estudiosos Gellner, Hobsbawm, B. Anderson y tantos otros no tienen presentes en sus trabajos. Por un lado, la incorporación e importancia de una serie de personas, de figuras histórico políticas, al momento de pensar “lo nacional”. En otras palabras, y siguiendo la interpretación de la historia como algo viviente y vivificador, estos líderes de las luchas por la emancipación y la liberación nacional irremediablemente actúan, con sus acciones creativas, transformando la sustancia de “lo nacional”. Al mismo tiempo, mientras que la cosmovisión evolucionista, progresista y eurocéntrica-imperialista (OTAN) impide considerar los sincretismos, fusiones y transculturaciones propias de la esencia de “lo nacional” en las naciones de Iberoamérica, en el estudio de Alberto Buela observo que estas derivaciones y asimetrías son asumidas. En consecuencia, el filósofo nacional no cae en el embudo problemático en el que se encuentran Gellner, Hobsbawm o B. Anderson, obstáculo metodológico que los lleva a diseñar argumentaciones en donde prima “lo imaginario”, “lo narrativo” y “lo lingüístico”, verdadera tragedia para el oficio, pues los historiadores terminan elaborando sus estudios sobre “lo nacional” a partir del alejamiento de la historia.

Encuentro que buena parte de los llamados estudios decoloniales o de la descolonización[2] –bien intencionados en su búsqueda por reconocer las contribuciones de las periferias en la historia universal– nacidos en la vorágine de estos extrañamientos (1980-1990) han sido también arrastrados por las teorías del discurso y los estudios sobre “el giro lingüístico”, y en esa medida amontonados en un mismo embudo problemático que los anteriores, terminaron hurgando en relatos, imaginarios o discursos aquello que se encuentra en los acontecimientos. Observo que estas diversificaciones –los estudios de minorías: género, raciales, migrantes, desclasados, étnicos– operaron diluyendo el sentido de los acontecimientos, desintegrando y desatendiendo las dimensiones de análisis ligadas a cualquier hecho histórico –dimensión política, social, económica o espiritual– en las Américas. Afirmaba el filósofo y antropólogo francés Paul Ricœur (Valence, 1913-2015): “la palabra es un acontecimiento” (Ricœur, 2005). Hoy ya es tiempo de corregirlo y recordar que un acontecimiento es un acontecimiento, y una palabra es una palabra. Los relatos y elucubraciones teológicas de este grupo de académicos y académicas no son el motor de la historia, menos aún para los pueblos de Iberoamérica, región del mundo con menos del 20% de su población con conocimientos universitarios (García de Fanelli, 2018).

Por otra parte, los decoloniales o estudiosos de la descolonización discuten la Modernidad, interpelan a la matriz eurocéntrica con su esquema universal, aunque no plantean en profundidad ni estudian qué transformaciones culturales, históricas, políticas, económicas, sociales o religiosas sucedieron en el periodo indiano o colonial americano. Más bien, iluminan a las voces silenciadas, llegando a concluir que América Latina es una suerte de región en donde prima lo diverso, lo múltiple y lo heterogéneo. En ese sentido, sus trabajos terminan aportando aún más a la disgregación de una región, que para Alberto Buela es una sola por naturaleza. En pocas palabras, la diversidad es un antónimo de la unidad y en ese sentido, para los iberoamericanos, el uso de la palabra es política, cultural, social y geopolíticamente incorrecto y peligroso. Principalmente porque, como señala Buela, se la utiliza con una valoración positiva. Rápidamente intentaré explicar la ligazón de este término con la cosmovisión que propone para el mundo la OTAN –liberal, individualista, mercantil, imperialista.

Varios pensadores han estudiado las cuevas ocultas del progresismo: Leonardo Castellani (1976), Julio Meinvielle (1967), Ramón Doll (1934), Alberto Buela (2020), Aleksandr Dugin (2018) o Esteban Montenegro (2020). Estos autores, en la mayoría de los casos, rastrearon la etimología de la palabra progreso. El término progreso –progressus– que se usa en nuestros días deriva de término griego próodos, que significa “salir de sí mismo y dirigirse hacia lo otro” (Dugin, 2018: 21). Los neoplatónicos llamaron proódos al recorrido o manifestación que nace del origen, de Dios, y que se dirige hacia lo terrenal, al ser humano y su pensamiento. Han pasado muchos años y la palabra ha sido reconvertida en nuestros tiempos: parecería que el progresismo aceleró la marcha y desde mediados del siglo XX se ha alejado más y más de la unicidad, entendiendo por ello la identidad mestiza con su cultura iberoamericana –indígena e ibérica–, sus lenguas latinas y su cristiano plebeyo. Como afirma Dugin: “La diversidad es la expresión de la lejanía. Es la aceptación de que somos diferentes, distintos, ajenos y, peor aún, de que esas bifurcaciones tienen una valoración positiva”.

En conclusión, no es positivo para los iberoamericanos que esas diversidades nos unan más a quienes explotan nuestros recursos, destruyen nuestros ecosistemas y nos dominan con los mecanismos más siniestros que a nuestros vecinos y a los hombres y mujeres que viven lejos de las ciudades-puerto latinoamericanas. En nuestra región, lo distinto se ensambla, muta, se incorpora y unifica. No se acepta ni se respeta. Esos son modismos de las urbes europeas mal copiados por una casta de periodistas, políticos e intelectuales –ensamblados por la colonización cultural ejecutada por la OTAN– que dominan los medios de comunicación hegemónicos y que hoy constituyen lo que llaman “opinión pública”. Además, ¿la OTAN tiene pensamiento diverso cuando se trata de resolver qué se debe hacer respecto a los territorios ocupados por los imperialismos del Atlántico norte en Iberoamérica, en Islas Malvinas, Panamá, Puerto Rico, Guantánamo, etcétera? Al respecto, afirma Alberto Buela (1990: 35): “No es entreteniéndose –al mejor estilo europeo– en disquisiciones eruditas respecto de tal o cual matiz o aspecto puntual de este o aquel filósofo en donde encuentra su lugar el pensador hispanoamericano, menos lo es aun ensuciando los pizarrones, al mejor estilo de la filosofía anglosajona del norte del continente, con fórmulas lógico-matemáticas carentes de predicación de existencia. Nuestro lugar propio es, a partir de nuestro genius loci –clima, suelo, paisaje–, explicitar la identidad cultural. Es responder a la pregunta qué somos, sin caer, a la vez, en el mero pintoresquismo indigenista, pero de tal manera que nuestra respuesta, explicitando nuestro arraigo, tenga validez universal”.

 

Iberoamérica contra Occidente

A lo largo del sustancioso libro, Alberto Buela demuestra con claridad que lo iberoamericano no se define por lo no occidental o lo no europeo. No obstante, justamente por no asumir esa europeización, lo iberoamericano se constituye como un bastión de resistencia a la lógica –intrínseca– imperial del “viejo continente”. ¿Qué define lo nacional iberoamericano entonces? Varios rasgos o “principios vitales”:

  • La comunidad de lengua que sostiene la mayoría del pueblo iberoamericano. En este punto el filósofo incluye a los brasileños a pesar de su idioma: “Con justa razón puede decir el Prof. Juan José Hernández Arregui que Iberoamérica, incluido Brasil, cuyo idioma es casi el nuestro, reúne los requisitos de una verdadera Nación… Iberoamérica es una cultura única” (Buela, 1990: 20; Hernández Arregui, 1973: 22).
  • Lo católico americanizado, que se manifiesta a nivel sensible a través de los tiempos desde la llegada de los primeros humanistas cristianos, pero también con las creencias, costumbres y tradiciones precolombinas, con las que se ensambla y sincretiza emocional y culturalmente en la devoción a la virgen María o en las ceremonias a la Pacha Mama. Dice Alberto Buela (1990: 24): “este entrecruzamiento entre lo católico y lo indigenista, aun pecando de heterodoxo, es la mejor resistencia tanto a la penetración yanqui, en este plano, a través del estoicismo mormón, que tolera la explotación como mandato divino, como el racionalismo cristiano vaciado de contenido que nos ofrece la Europa decadente”.
  • La continuidad territorial. Por historia, tradiciones, luchas, memoria y costumbres afines, en Iberoamérica prevalece una idea de Patria –tierra de nuestros padres: lo español, lo indígena– que va más allá de las fronteras “establecidas por los nacionalismos oligárquicos”. Esta característica, que arraiga en el pueblo, delimita y ajusta lo nacional, negando toda voluntad imperial cuando ésta se insinúa: “derechos de nacionalidad sobre territorios alejados de ella. Gran Bretaña sobre Malvinas o Belice, Francia sobre la Guayanas, EEUU sobre el Canal de Panamá, son entre otros, casos sufridos de Iberoamérica que niegan rotundamente este rasgo Nacional (Buela, 1990: 24)”.
  • La cosmovisión que sustenta el pueblo iberoamericano. Alberto Buela es muy preciso al momento de explicar esta noción. En realidad, hasta se podría decir que engloba o abraza a todos los demás principios. En otras palabras, es el elemento que funciona como nexo fundamental de comunidades ficticiamente separadas.[3] Dice Buela (1990: 26): “Una cosmovisión es algo más que una concepción teórica del mundo. Por ello su concepto es más amplio que el de filosofía o religión. Pues ella, además de una visión de conjunto de la naturaleza y el hombre, implica acción, es decir, vivencias concretas; es por ello que una cosmovisión no es obra de un filósofo o un santón, sino que ella se genera como la obra de una época”. La cosmovisión refiere a principios configuradores de la vida, que afectan a la comunidad, “al núcleo aglutinado” y que, según el filósofo nacional, aflora en situaciones límites.

 

Bibliografía

Buela A (1990): El sentido de América (Seis ensayos en busca de nuestra identidad). Buenos Aires, Theoría.

Buela A (2020): Teoría del disenso. Buenos Aires, Nomos.

Castellani L (1976): Esencia del Liberalismo. Buenos Aires, Dictio.

Colman N, Rosicrán (1929): Nuestros antepasados: poema guaraní etnogenético y mitológico. Protohistoria de la raza guaraní, seguida de un estudio etimológico de los mitos, nombres y voces empleados. Asunción, El arte.

Doll R (1934): Liberalismo. En la literatura y en la política. Buenos Aires, Claridad.

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García de Fanelli A (2018): Panorama de la educación superior en Iberoamérica a través de los indicadores de la Red índices. Lima, Observatorio Iberoamericano de la Ciencia, la Tecnología y la Sociedad.

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Kusch R (1976): Geocultura del hombre americano. Buenos Aires, Fernando García Cambeiro.

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Facundo Di Vincenzo es doctor en Historia, especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano, profesor de Historia (USal, UNLa, UBA), docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” y del Instituto de Problemas Nacionales (UNLa), columnista del Programa Radial Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1.

[1] El reconocido historiador británico Eric Hobsbawm (2006) ha definido el periodo que va desde la Revolución Inglesa hasta la Gran Guerra (1688-1914) como los tiempos de la Industria y el Imperio.

[2] Algunos trabajos que expresan la tendencia señalada de la corriente decolonial o de la descolonización son Mignolo (1998), Walsh (2004) o Quijano (2000).

[3] Sobre el tema de la idea de comunidad y la aparente disgregación que proponen los ideólogos, intelectuales y demás difusores del posmoprogresismo, recomiendo la lectura de los textos: Podetti (1975) y Kusch (1976).

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