El modelo sindical argentino: democracia más participación orgánica

“La política no se aprende, se comprende” (Juan Domingo Perón).

Las revoluciones burguesas acontecidas particularmente en Europa a partir del siglo XVIII produjeron una transformación sustancial en el sistema de medios de producción económica, colocando al capital en un papel primordial en el desarrollo de las economías. Las burguesías, como es sabido, habían acumulado ese capital y a partir de ahí comenzaron a exigir mayor participación en los estamentos decisorios de los poderes del Estado, en detrimento del antiguo sistema nobiliario. La centralidad del capital no solo pudo observarse con claridad en el desarrollo histórico y económico, sino además en las producciones de tipo científico. Esto es lógico, ya que si las burguesías que detentaban el capital aspiraban a amplificar su poder, debían justificar teóricamente su centralidad: gran parte de la economía liberal clásica se concentró en tal justificación.

En el caso de la Argentina hay varias cuestiones a destacar. Aquí no existieron revoluciones burguesas. La Argentina posterior a la batalla de Caseros fue, sobre todo, un Estado agroexportador donde los sectores hegemónicos eran las clases terratenientes, que son las que concentraron grandes extensiones de tierra, y si bien ya a fines del siglo XIX, a principios del siglo XX y sobre todo a partir de las dos guerras mundiales comenzó a surgir una incipiente clase industrial al calor de la sustitución de importaciones, de ninguna manera puede considerársela como burguesa. Los comerciantes vernáculos tampoco adquirieron el ethos burgués de sus pares europeos. Resumiendo: los procesos históricos en Europa y Argentina fueron absolutamente diferentes, no pudiendo afirmarse bajo ningún concepto que en la Argentina se desarrolló una clase burguesa con capacidad transformadora.

Cuando a principios de la década del 40 empieza a concebirse esa nueva Argentina que corporizará el primer peronismo, la idea de que es el capital el que genera el trabajo –como predicaban los teóricos del capitalismo– será cuestionada duramente desde la periferia. Se sostendrá –contrariamente a los teóricos de la “economía clásica”– que es el trabajo, tanto en su aspecto físico como creativo, el auténtico promotor del capital. De esta forma, un primer peronismo no-burgués impulsará una revolución vinculada a estamentos del Estado y a la clase trabajadora. El trabajo adquirirá en este período una centralidad sustancial en el proceso de industrialización argentino y, obviamente, para que ese rol pudiera garantizarse había que organizar la fuerza de trabajo. De allí que una de las labores filosófico-políticas más importantes del peronismo en el período 1943-1946 consistió en aglutinar la fuerza de trabajo para garantizar la producción de un capital genuino sustentado en el trabajo humano, circunstancia a la que pocas veces se hace referencia en los textos académicos, pero que desde el punto de vista práctico resulta muy clara. Para certificar lo afirmado puede remitirse a los principales pensadores de la época –incluso a Perón como tal– y darse cuenta que en la Argentina justicialista el trabajo adquirió una centralidad por sobre el capital.

En síntesis, para generar un proceso de capitalización genuino debía aglutinarse primero la fuerza de trabajo. Perón no se dedicó en solitario a esta labor. Convocó entre otros a Domingo Mercante, Ángel Borlenghi y Juan Bramuglia, quienes provenían directa o indirectamente de ese mundo del trabajo. Para lograr los fines anhelados, las organizaciones sindicales requerían adoptar una serie de características diferenciales a las organizaciones de tipo clasista erigidas bajo el modelo europeo, entre ellas, una forma específica de participación y de selección de sus dirigentes, es decir, de sus conducciones. Durante el primer peronismo –y a los efectos de la reconfiguración de las organizaciones sindicales– no se hablaba de liderazgo, ni de jefatura, sino de conducción. Tal reconfiguración fue acompañada por una nueva organización económica y social sustentada en el trabajo como promotor originario del capital. La Argentina justicialista fue fundada sobre los principios teóricos de la comunidad organizada, de las organizaciones libres del pueblo y de una particular y revolucionaria teorización sobre la conducción político sindical. En palabras de Ana Jaramillo –rectora de la Universidad Nacional de Lanús– se desarrolló así “un modelo de sustitución de importación de ideas”.

La idea de una conducción orgánica –donde quien conduce forma parte indisociada de lo conducido– implicó una proposición de la conducción como dialógica y rizomática, en el sentido de que ella no deviene de actos de imposición desde arriba hacia abajo, ni se legitima por un simple acto eleccionario indirecto, sino que resulta del desarrollo de una actividad permanente que requiere un intercambio constante y que se enriquece a partir del diálogo continuo. Esta concepción de la conducción tensionó obviamente con el de una democracia formal que limitaba el ejercicio de la ciudadanía en todos sus aspectos a la elección indirecta de sus representantes.

Por el contrario, en el seno de las organizaciones sindicales modeladas al calor de la revolución nacional, el ejercicio de la conducción constituyó una acción, una práctica de consulta y diálogo permanente. De allí la importancia de las asambleas, la relevancia de las delegaciones y de los nucleamientos de base. El modelo sindical –impulsado en el primer peronismo– tuvo diferencias con los modelos sindicales europeos, en función de que primó la idea de que el trabajo organizado es matriz germinal del capital, y en tanto ya no será necesaria la sobreprotección del capital y de la propiedad privada –como lo proponía el liberalismo clásico en las constituciones– sino de la ultraprotección del trabajo, consagrada legítimamente en la Constitución de 1949.

Resumiendo: el modelo de desarrollo impulsado por el primer peronismo será radicalmente diferente al modelo clásico del liberalismo europeo, donde la acción del ciudadano resultaría pasiva y se limitaría fundamentalmente a lo eleccionario. Para la teoría peronista de la conducción existe un compromiso indisoluble entre conductores y conducidos, que forman parte de un todo orgánico que no encuentra origen en la contractualidad, sino en la proximidad. En el caso del trabajo, es la proximidad la que determina las características específicas de la conducción.

El modelo sindical argentino es sumamente original y único: no se encuentran antecedentes análogos en otros países del mundo, ni se puede asimilar a modelos semejantes en el continente europeo, ya que éste se modeló a la usanza de una tensión entre el capital y el trabajo producido a partir de la propia historicidad del viejo mundo, y tuvo relación con el proceso de acumulación primaria de aquellas primitivas burguesías. Para el justicialismo primó la idea de cooperación entre las fuerzas, pudiendo mencionarse como uno de los textos liminares el de José Figuerola, La colaboración social en Hispanoamérica, un libro revelador que plantea una alternativa diferente surgida en respuesta a las opciones binarias que proponía el mundo de la posguerra: el capitalismo explotador o el comunismo insectificante. El modelo sindical peronista emergió en un clima de época en el que se planteaban opciones excluyentes entre sí, y donde tal lógica de opuestos fue considerada antinatural. El justicialismo se aproximó entonces a la idea de complejidad que entiende al sistema de relaciones –sociales, políticas, económicas y de producción– como complejas, asumiendo el desafío de integrarlas virtuosamente.

El modelo sindical argentino requiere dentro de las organizaciones un proceso de democracia consultiva permanente, vital para poder llevar adelante el rol y la misión liberadora que el sindicalismo argentino asumió –y esperamos siga asumiendo frente a los desafíos que vienen.

A veces se confunde –suspicacias mediante– la permanencia de ciertas conducciones sindicales a lo largo del tiempo con la ausencia de democracia. Ello no puede ni debe prestarnos a confusiones. Más allá de alguna que otra contingencia, dentro de las organizaciones sindicales puede constatarse hoy un sistema dialógico de representaciones sumamente democrático. El modelo sindical argentino funciona a partir de un sistema de toma de decisiones y de consulta donde lo multidialógico adquiere palmaria fluidez y el intercambio democrático se da a un nivel directo, presente y humanizante. Un delegado o una delegada gremiales tienen contacto periódico con sus bases y asiduo con sus dirigentes, quienes a partir de allí conocen sus necesidades y renuevan permanentemente sus obligaciones, mientras que en la representación democrática tradicional indirecta luego del contacto electoral resulta dificultoso entablar una aproximación directa con quien fue electo por este sistema.

Finalmente, cabe el siguiente interrogante: ¿qué sistema termina siendo más democrático si vinculamos este concepto con la participación activa? Para quien escribe, los sindicatos reaparecen en la actualidad a la vida pública como verdaderos organismos de diálogo, de participación y de ejercicio democrático permanente. La dinámica de sus orígenes los remite cotidianamente a la más pura tradición asamblearia, en contraposición a un electoralismo desvanecido que no ha podido resolver siquiera la cuestión de una participación efectiva y conducente.

 

Francisco J. Pestanha es escritor y ensayista, director del Departamento de Planificación y Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Lanús y coordinador académico del Observatorio Malvinas en esa universidad. Colaboró en este artículo Pablo Núñez Cortés.

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