La agenda que siempre estuvo ahí

Rápidamente, tal vez esa misma madrugada en la que logramos la aprobación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, hubo voces que con saña embistieron contra las feministas: “y ahora qué van a hacer”; “se les acabó el curro”; “se terminó el circo”; “no tienen nada más que reclamar”. Nos dio un poquito de gracia. Pero estábamos ocupadas en dimensionar eso que estaba ocurriendo después de más de treinta años de lucha por el aborto legal.

El hecho notable de que la agenda pública y política se haya visto colmada por el tema del aborto durante los últimos meses tuvo un sentido profundamente estratégico: sabíamos que estábamos cerca de lograr la tan ansiada ley, pero como siempre necesitábamos de la presión social, la masividad presencial o virtual, el debate público y privado, la militancia. Mientras tanto, la agenda feminista se mantuvo activa, pero sin salir con tanta espuma a la superficie. Tal como las mareas, el movimiento feminista se compone de diferentes corrientes, distintas fuerzas e intensidades para cada reclamo y consigna. Tal como las mareas, tiene sus tiempos, y la política busca leerlos.

Ahora tenemos una ley nacional que permite la interrupción voluntaria del embarazo. No es sólo un punto de llegada, sino también un nuevo punto de partida para luchar por su efectiva y federal implementación. También, por el cambio cultural que sabemos –paso a paso– irá permitiendo. Tenemos otro desafío legislativo en puerta y es sancionar una ley de acceso al empleo formal para personas travestis y trans. Tenemos el imperativo de la libertad de Milagro Sala. Y, como si fuera poco, un trabajo descomunal se abre a la hora de pensar la regulación y la remuneración de las tareas de cuidado.

Las tareas de cuidado y las tareas domésticas son imprescindibles e ineludibles para la reproducción y la sostenibilidad de la vida, el bienestar social y el funcionamiento de la economía. Por lo tanto, pensar en las tareas de cuidado implica hacer hincapié en su función social. Sin embargo, dichas tareas son invisibilizadas y poco valoradas socialmente. Su valor económico real sólo se revela cuando esas tareas son tercerizadas: por ejemplo, cuando se utilizan servicios de cuidados para la primera infancia o se contrata cuidado domiciliario para personas que lo necesitan. Las tareas de cuidado se caracterizan por ser parte de lo que llamamos trabajo no remunerado: se suele realizar al interior de las familias y en las organizaciones comunitarias, quedando en su gran mayoría bajo la responsabilidad de las mujeres. El trabajo no remunerado se compone del trabajo doméstico, el trabajo de cuidado y el trabajo voluntario. Si bien los primeros dos componentes están relacionados –es decir, el trabajo de cuidados presupone tareas en el ámbito doméstico, como preparar alimentos, limpiar la casa, hacer las compras, etcétera–, no son lo mismo. El cuidado implica una relación humana de sostén, ayuda o asistencia a otra persona que se encuentra en situación de dependencia.

En 2020, la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía publicó un informe en el que daba cuenta de que las tareas de cuidado representan alrededor del 16% del PBI nacional. El hecho de que sea un trabajo casi totalmente feminizado nos dice, todavía, un poco más acerca de las causas de su histórica invisibilización. Además, como indica el mismo informe, “lejos de apagarse por la crisis del coronavirus, la economía de los cuidados se enciende y sostiene el funcionamiento social”.

La publicación del tercer cuadernillo de formación de las Mujeres Sindicalistas propone una posible categorización de estas tareas, que resulta útil para pensar políticas públicas que atiendan a las necesidades de cada sector: trabajadoras de casas particulares; trabajadoras registradas en otras actividades; trabajadoras que realizan las tareas de cuidado en su propio hogar o núcleo familiar cercano; trabajadoras del cuidado en el ámbito comunitario.

Nos proponemos reflexionar sobre la cuarta categoría, con el objetivo de brindar algunos datos provisorios de su estado de situación; también, describir, desde las diversas experiencias de las que hemos participado, algunos rasgos de su funcionamiento; y, por último, desarrollar propuestas para su reconocimiento y regulación. Nos interesa aportar al debate legislativo, poniendo en valor los dispositivos de cuidado de gestión comunitaria, y recordando que “en el análisis de la brecha de ingresos es fundamental considerar la desigual inserción en las tareas productivas y reproductivas” (ver el informe del Centro de Economía Política Argentina).

Las tareas de cuidado comunitarias son realizadas bajo los principios del trabajo, la cooperación y la solidaridad –según Delia Parodi, 1955–, sumado a la necesaria organización popular, y sus orígenes pueden rastrearse antes de la conformación del Estado. Ahora bien, se generalizan y adquieren sus formas actuales a raíz de las consecuencias que las políticas neoliberales tienen en el tejido social. Es a partir de la década del 70, y mayormente a partir del retorno democrático, cuando las mujeres organizan distintos dispositivos que permiten ayudarse entre familias de un mismo barrio con el cuidado de niñas, niños y adolescentes: alimentación, recreación, estudio, salud. Lejos de desaparecer, estas prácticas se ampliaron y extendieron a lo largo de las últimas décadas. La organización comunitaria, impulsada principalmente por mujeres en los barrios populares, ha tenido diversas formas: comedores, merenderos, apoyos escolares, salas de salud comunitarias, copas de leche, jardines maternales comunitarios, prácticas de abrigo y guarda de niñas, niños y adolescentes. Tal es así que en un comienzo esas mujeres se autodenominaron “madres cuidadoras”. La trayectoria en estos espacios, fuertemente vinculada a los derechos de la niñez, implicó que luego pasaran a denominarse como “educadoras populares”. Finalmente, en estos últimos 10 años, la reflexión sobre sus actividades barriales ha posibilitado que se evidencie como trabajo, en el sentido que resulta necesario esa disponibilidad de tiempo y acompañamiento que también merece ser reconocida y remunerada: el trabajo comunitario necesario en sí mismo en cada uno de nuestros barrios. Paralelamente, a lo largo de las últimas tres décadas, estas mujeres han recorrido distintos caminos de formación: terminalidad educativa, tanto del nivel primario como secundario, carreras terciarias y universitarias, cursos y capacitaciones variados, provistos tanto por el sistema público como a partir de financiamientos internacionales.

Desde la teoría feminista, reconocer la organización al interior de las comunidades también ha significado una ampliación de la mirada de transformación de las relaciones sociales y económicas, hacia la construcción de una sociedad más justa e igualitaria: repensar el rol de las mujeres, tanto al interior de los hogares como en la organización comunitaria, y que existe una estrecha vinculación entre este rol y la invisibilización de estos trabajos. El concepto de Trabajo de Cuidado aúna estas tareas para dar cuenta que el sistema capitalista patriarcal también se sostiene sobre la acumulación del trabajo de cuidado –en sus diversas formas– no remunerado.

Sólo en la provincia de Buenos Aires existen alrededor de 5.000 comedores-merenderos de gestión comunitaria –según datos de la Secretaría de Economía Social del Ministerio de Desarrollo Social– y cerca de 550 jardines comunitarios y Centros de Desarrollo Infantil (CDI), de un total de más de 1.600 en todo el país. El abanico de actividades que desarrollan estos dispositivos es amplio, y se expande al espacio público cuando urge la solución de algún problema barrial o la demanda por infraestructura y servicios urbanos: como sostiene Joan Tronto (1993) se pueden pensar los cuidados como todas aquellas acciones que hacemos para mejorar y convertir el mundo –nuestras comunidades– en lugares habitables, dignos y vivibles.

 

Líneas propuestas a ser incluidas en políticas públicas y proyectos de ley

Los trabajos de cuidado comunitarios son heterogéneos, no plausibles de ser unificados bajo una misma categoría. Se trata de tareas tan disímiles como: educación y promoción de derechos; recreación de niñas, niños y adolescentes; preparación de alimentos; limpieza; promoción del derecho a la salud –promotoras de salud-educadoras sanitarias comunales–; prevención de la violencia de género; acompañamiento a víctimas; cuidado de personas con discapacidad y adultas y adultos mayores; promoción del cuidado del ambiente; educación no formal para niñas, niños y adolescentes, entre otras actividades.

Por otro lado, existe una importante diversidad de espacios físicos, ámbitos laborales, inserción, horarios, sistematicidad y formación. En este sentido, resulta inviable homogeneizar la remuneración de trabajadoras y trabajadores, motivo por el cual entendemos que sus salarios deben tender a adecuarse a los respectivos convenios colectivos de empleos formales de cada rama laboral. El reconocimiento y la remuneración de estas actividades generaría un movimiento económico necesario en tiempos de crisis y, como ha quedado evidenciado durante la pandemia, absolutamente fundamental para la supervivencia humana.

A partir de las diversas experiencias en el ámbito de las organizaciones comunitarias, dentro de la rama del trabajo comunitario podemos encontrar las siguientes subramas, de acuerdo con las tareas que encontramos que se pueden desarrollar en dichas organizaciones: promotoras y promotores de salud; cuidadoras y cuidadores domiciliarios; acompañantes territoriales de género; promotoras y promotores ambientales; cocineras, cocineros, mantenimiento; educadoras y educadores populares; recreadoras y recreadores.

Tenemos el enorme desafío de construir una agenda feminista de políticas públicas que reconozca, regule y remunere el trabajo de cuidado. Es una gran deuda que implica reconocer derechos que permitiría una redistribución económica en el camino hacia una sociedad más justa e igualitaria. Dentro de este reconocimiento, creemos que es fundamental reconocer el aporte del trabajo comunitario, no sólo en términos individuales, sino como un área fundamental en el desarrollo de nuestras comunidades, espacios territoriales que, muchas veces, posibilitan que se concreten y garanticen otros derechos esenciales para nuestro Pueblo.

 

María Rosa Martínez es diputada nacional por la provincia de Buenos Aires.

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