A propósito de sopa y girasoles: reflexiones sobre arte, compromiso, apropiación y contribución social

“¿Qué importa más: el arte o la vida?”. Así interpelaron dos jóvenes activistas de Just Stop Oil arrojando dos latas de sopa de tomate Heinz –si hubieran optado por latas de sopa Campbell’s el peso simbólico de la intervención tendría aún más aristas– sobre la pintura Los Girasoles de Van Gogh en la National Gallery de Londres, en reclamo por políticas ambientales. Con esta acción, las ecologistas buscaban exigir que el gobierno británico detuviera todos los nuevos proyectos de exploración y explotación de petróleo y gas. Las posiciones encontradas entre aquellos y aquellas que sostienen que estas formas de activismo atentan contra el patrimonio cultural, y aquellos y aquellas que sucumben rápidamente al mote de “izquierdismo neofascista” para etiquetar cualquier práctica disruptiva, sesgan las formas de debate de fondo posible sobre las que pretendemos ocuparnos aquí. La intervención en la escena en el museo –concebido como un blanco fácil para llamar la atención en tanto espacio impoluto, preservado y conservador de obras de arte– permite abrir el debate sobre qué sentidos de apropiación del arte se derivan de la misma intervención y –de forma general– qué sentidos le otorgan a la función del arte en su relación con las problemáticas sociales y demandas de la sociedad. Puesto blanco sobre negro: emerge una lectura posible en la que se asume como debido que el arte atienda –en clave acumulativo-contributiva– a desafíos sociales globales. Dicho de otro modo: si el arte no aporta a la resolución de los desafíos de la vida, no importa. Nos ubicamos en las antípodas de esa concepción binaria.

Sin embargo, el punto de partida y el sentido de la reflexión también espera alejarse cuanto sea posible de cualquier tipo de defensa esencialista sobre arte en general y la práctica artística como mera práctica social, en la que su sola existencia –de forma tautológica– justifica su contribución: aquellas posiciones del estilo ‘el arte es bueno-importante-relevante en sí mismo’. Sostenemos que problematizar la contribución, o la utilidad, o la relevancia, o la función –y tantos otros significados posibles– de cualquier entidad siempre debe ser en relación con una categoría en suspenso: ¿qué agentes definen esa utilidad o contribución? ¿Son esos agentes siempre los mismos? ¿Esa definición se mantiene inmóvil a lo largo del tiempo?

La producción artística –siempre producción de conocimiento– constituye un espacio complejo y ese es precisamente su interés. Es más una relación contradictoria, una síntesis-disyuntiva, que un campo homogéneo susceptible de definición. Es aquello que se resiste a la definición (Didriksson et al, 2018). El arte es una práctica en la que se explora la posibilidad de componer un pensamiento de sensaciones que escape a la repetición. Es una práctica de resistencia, porque abre el horizonte de lo posible y ensaya modos de existencia de lo que podemos llegar a ser (Deleuze y Guattari, 1993).
Partimos de una crítica al supuesto ontológico que disputa la separación funcional y axiológica entre ciencias –duras y blandas–, humanidades y artes para problematizar sus contribuciones en tanto resultados o productos de procesos de producción de conocimiento. Retomando el trabajo seminal de Deleuze y Guattari (1993: 11), reconocemos como posible el campo de contribuciones de la producción de conocimiento artística y su potencialidad creadora: “No cabe objetar que la creación suele adscribirse más bien al ámbito de lo sensible y de las artes, debido a lo mucho que el arte contribuye a que existan entidades espirituales, y a lo mucho que los conceptos filosóficos son también sensibilia. A decir verdad, las ciencias, las artes, las filosofías son igualmente creadoras, aunque corresponda únicamente a la filosofía la creación de conceptos en sentido estricto. Los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos, fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean”. En efecto, sostenemos que existen procesos de producción de conocimiento artístico que se vuelven significativos en tanto contribución al desarrollo de la sociedad y, por tanto, estos fenómenos son plausibles de ser analizados como procesos de producción de conocimiento de modo que podemos –¿debemos?– explorar los diversos matices que adoptan sus definiciones de utilidad social.

 

Arte, contribución social y compromiso

La creación artística nunca es un asunto individual, es ante todo un asunto social y cultural. Cualquier producción artística es siempre una creación colectiva. Es aprender a pensar en comunidad, es el pensamiento que surge en el límite, en ese espacio impreciso en el que la afirmación de la diferencia permite el reconocimiento del otro o de la otra como semejantes. Quizás sea esta dimensión utópica lo que debamos aprender a enseñar (Torlucci, 2018). Las artes y su producción implican mostrar la contribución estéticamente. Desde las artes se tensiona la cuerda sobre las definiciones de la academia, el estado de las cosas y la propia naturaleza de las cosas. De modo que en la propia práctica artística y su propio devenir se anida una potencialidad de problematización epistemológica del conocimiento como resultado de la práctica humana (Borgdorff, 2007).

Las artes no reemplazan a la ciencia, y no se reducen a las preocupaciones de las ciencias, pero son parte del proceso de potenciar el imaginario de nuevos futuros. Las artes y la cultura son poderosos mediadores en la constitución de las realidades sociales y las mentalidades personales (Oosterbeek, 2019). Problematizar la producción de las artes y su conocimiento no es sino problematizar el ordenamiento de la vida social, sus déficits y sus horizontes de transformación. Varios autores han problematizado la cuestión de la contribución social y el aporte del conocimiento artístico a la sociedad (Baumeister y Horton, 2013; Baumeister, 2000; Whitebrook, 1995; Borgdorff, 2007; Torlucci, 2018; Volnovich y Torlucci, 2010; Manetti, 2018). Sin embargo, existe un área de vacancia que no focaliza su indagación a una sola disciplina o campo de conocimiento del mundo de las artes y –del mismo modo– tampoco existen trabajos que se enfoquen a problematizar las dinámicas de producción del conocimiento artístico con estudios de base empírica con algún sentido posible de contribución como vector de análisis.

Las artes y su producción implican tensionar la cuerda sobre las definiciones del estado de cosas y la propia naturaleza de las cosas: su valor se anida en una potencialidad de problematización de la vida toda, como resultado de la práctica humana que permite visualizarla como una forma de intervención en la arena pública.

Asimismo, siempre asociada a las artes a un lugar de marginalidad en los debates sobre su utilidad y su función en la sociedad, resurge la pregunta por su lugar. El studia humanitatis, por ejemplo, según su aparición y uso a fines del siglo X, consolidó a la lectura –y de un modo mucho más extendido el lenguaje– como uno de los lugares donde los seres humanos se han comprendido a sí mismos y a los otros (Ciordia et al, 2011). Por cierto, ha devenido la comprensión como uno de los modos más decisivamente humanos de ser y de abrirse a lo otro: “existe una diferencia fundamental entre comprender y explicar, lo que ocurre en el mundo social depende de su significado para los agentes” (Hollis, 2003: 152). El proceso de significación deviene en sustantivo para problematizar lo social: el problema del filósofo de las “otras mentes” se vuelve central para comprender lo social, entender la agencia como algo que implica una interpretación de la interpretación, una “doble hermenéutica” (Hollis, 2003: 151).

Los saberes y los conocimientos humanísticos son todavía promocionados como técnicas capaces de “humanizarnos”, ya sea contrarrestando los efectos de un mundo hostil y proclive a la manipulación ideológica, o sencillamente elevando nuestra capacidad para la empatía y la responsabilidad social, entre muchas otras posibilidades (Vilar, 2022). Es ampliamente reconocido que las artes y las humanidades siempre han intervenido en el debate público, en los llamados “debates de ideas” que recuperan su fundación en las preocupaciones humanas y cuyo centro siempre tuvo que ver con el lenguaje y sus posibilidades. El arte y los artistas cierran las brechas entre las personas, los continentes, las culturas, las civilizaciones y el tiempo. Las artes reflejan los esfuerzos y las obras de la humanidad. Son una investigación permanente sobre la naturaleza del ser humano y de su entorno.

Sin embargo, ante un acto concreto entendido como una praxis de los activismos de los últimos tiempos –consideramos a los feminismos y los ecologismos como fenómenos más contemporáneos en sus dinámicas de intervención– surgen algunas preguntas desde el campo de quienes reflexionamos e investigamos sobre el arte, las humanidades y las formas de producción de conocimiento ante el debate arte, apropiación, compromiso y función social. Son ya conocidos los debates sobre la función o la utilidad del arte y las humanidades en relación con la sociedad y en su potencialidad de transformación. Es decir, son muchos los y las intelectuales que han abordado la relación entre arte y vida. Algunas de estas posturas se pueden rastrear desde los inicios de las prácticas académicas, filosóficas y sociológicas que siempre se han preguntado por ello. Siguiendo las teorías ya clásicas, Theodor Adorno (2004: 324 y 325), exponente de la escuela de Frankfurt, sostiene que el compromiso en el arte implica “que la intención subjetiva y la praxis objetiva, inmanente a la obra de arte”, coinciden en “la transformación de las condiciones de las situaciones”. “El momento de praxis objetiva que es inherente al arte se convierte en intención subjetiva, donde su antítesis de la sociedad se vuelve irreconciliable debido a la tendencia objetiva de esta y a la reflexión crítica del arte. El nombre habitual para esto es compromiso”. En el sistema de la teoría estética de este autor, el compromiso es algo superior a la tendencia o el deseo de que las cosas sean de otra manera. El compromiso no es una norma de valoración de las obras. La calidad de la obra de arte no consiste en el compromiso, aunque la calidad está adherida al compromiso. Adorno pone como ejemplo la dramaturgia de Bertolt Brecht y explica que la calidad de sus obras –su contenido de verdad– no la obtienen de la tesis que quiere expresar, sino del trabajo estético que realizó a partir de ellas. Para Adorno, el compromiso, como el contenido de verdad, tiene que volverse constitutivo de la obra donde su forma se vuelva antítesis de la sociedad. “Sin embargo, la posibilidad del artista de plasmar exactamente su intención es relativa y, parafraseando a Adorno, cuando lo hace, la obra carece de relevancia, en tanto se convierte en una mera alegoría de la intención subjetiva del autor” (Rogel, 2013: 16).

Por otra parte, para citar un ejemplo más contundente, y hasta puede correrse el riesgo –y la tragedia– de pensarse cercano a los activismos actuales, se destaca el lugar de las vanguardias artísticas –a propósito de la reciente muerte del cineasta Jean-Luc Godard, quien ha puesto en discusión y tensado muchas veces y de diferentes maneras esta relación. Aquí podemos sostener la vieja y ya trabajada oposición binaria y esencialista entre arte y vida, que en los años 60 abonó a la idea de que la intervención del o de la artista en la escena tenía que ver con la fusión del arte con la vida que, desde distintas perspectivas y formatos, proponían las vanguardias estéticas, también asociadas directamente a movimientos políticos y sociales que cobraban vida en ese momento. Para esto, descartan los viejos métodos de composición y lectura que codifican y canonizan el arte: la significación-lo simbólico, la verosimilitud y la representación. Desde esta visión, arte y vida no se oponen, se plantea una superación: la noción de compromiso y función social implican la composición de la forma misma como rechazo y reelaboración de una vida otra.

Por último, desde la crítica cultural latinoamericana y, puntualmente, pensando en lo modos de leer literatura –y obras de arte, por extensión– Ricardo Piglia sostuvo, en una de sus tantas etapas como lector crítico, que la función burguesa de la crítica para asegurar la propiedad y la posición privada del autor –curiosamente– utiliza las ideas de la crítica marxista y estructuralista: “lo fundamental del proceso de producción no es tanto crear productos, sino producir el sistema de relaciones, los vínculos sociales que ordenan la estructura de significación dentro de la cual la obra se hace un lugar” (Piglia, 1972). Piglia sostiene, sumando a otras tantas perspectivas, que los modos de “leer-codificar” obras de artes no se dan en un vacío y, por ende, la noción de compromiso o de función social también puede asumir múltiples significaciones. Desde estas posturas, pareciera que las maneras de “leer” o “interpretar” una obra de arte están siempre mediadas y no existen nociones de “verdad” que puedan extraerse de una obra de arte para pensársela comprometida o no. ¿Los Girasoles, entonces, posee un valor intrínseco al que podamos apelar, como sociedad, para asociarlo al poder y oponerlo así a las dinámicas de la industria de los hidrocarburos?

En efecto, se puede pensar que el “escrache” de las activistas se desarrolla desde las visiones que, aún hoy, sostienen que la producción artística o humanística nada tiene que ofrecer como experiencia en sí, y que la existencia misma no tiene nada que decir o producir como forma de pensamiento crítico para la sociedad, porque pareciera que son obras estériles cuyo “compromiso” no es suficiente desde el lugar otorgado en un museo: Los girasoles de Van Gogh “deben” actualizarse.

Del mismo modo, si para Giorgio Agamben (2005) “el autor” es una noción ética y señala el punto en el cual una vida se juega en la obra –“jugada, no expresada”–, el autor o la autora están en la obra incumplidos y no dichos, como un vacío legendario. Contrariamente a estas lecturas, pensemos en el acto en sí: ¿por qué eligieron atacar a Van Gogh directamente y a su cuadro? Porque, en el fondo, el acto propone asumir una noción de sentido comprometido que supuestamente debería subyacer en su obra y en la noción de autor como vara moral desde la propia subjetividad. Atacar la obra es para las activistas atacar un sentido moral que supuestamente existe –no podría ser de otra forma– en el arte y que, desde el que un “yo” que interpreta puede apropiarse de ella en clave de denuncia para señalar: “Esta pieza de arte así no sirve, despierten. Van Gogh es otra cosa, el arte es esto que ‘yo’ digo, el arte comprometido no es esto”. Esta lectura propuesta no es más que otra forma de reproducir el infantilismo en el que buena parte de los individuos tienden a encontrar consuelo: “esto no me gusta, entonces está mal”. Cada vez aparece con más fuerza este tipo de posiciones esencialistas, sustentadas en una operación de impugnación moral que solo puede devenir en una mayor alienación de los sujetos a partir de la cuasi institucionalización de una “tiranía del bien” para todos, todas y todes.

La escena, entonces, vuelve a interpelar sobre las nociones –siempre en construcción– de arte, sociedad, formas de intervención, compromiso y apropiación social: ¿cuánto hay de real en que en el acto de las activistas sea útil para que las mayorías se concienticen y obliguen a los gobiernos a dejar de depredar el medio ambiente? ¿Una obra de arte no aporta nada si no contribuye de forma directa –contrariamente a lo que sostiene Adorno, en su contenido– a detener el cambio climático, por ejemplo? ¿Es la forma o el contenido que deben ajustarse a los reclamos que suceden allí “afuera”, en la vida humana en su desarrollo concreto, con sus problemáticas concretas? ¿Los girasoles de Van Gogh, entonces, como expresión estética, no contribuye a la Humanidad como tal, hoy, y carece de valor? ¿El arte como forma de evasión, por ejemplo, pensando en los grafitis de Banksy, en sus formas menores, infantiles, con mensajes claros y llanos frente a las grandes y complejas reflexiones, tampoco cuadran para sus marcos de definición? ¿Los mecanismos de apropiación literaria de las novelas de Manuel Puig, escritor argentino, que fagocitan las películas de Hollywood como cultura masiva, pero en términos desviados y no desde la dominación o la crítica, tampoco son comprometidos? Esta línea de argumentación pareciera siempre derivar en la metáfora de la serpiente que se muerde su propia cola: si el compromiso o el arte comprometido es la única forma legítima de producción, ¿quiénes entonces pueden jerarquizar el compromiso? Y más aún: ¿hay sólo una definición de compromiso? Diremos que el compromiso es una magnitud relativa y contingente a quienes intervienen en el proceso de su propia definición. Para nuestras activistas, el compromiso deseable no está en Los Girasoles. Ahora bien: ¿es su sentido de compromiso el único posible? Sirva esta línea para decir enfáticamente que al menos no lo es para nosotros.

Claro está que aún en la actualidad el arte y las humanidades siguen apareciendo como disciplinas fútiles, depositarias de “saberes” antiguos que no permiten operar positivamente sobre la realidad y son, por lo tanto, inútiles para transformar la sociedad (Castro Martínez et al, 2008). Desde el lugar de las activistas, los sentidos de apropiación del arte continúan abonando a esta postura. Lo que las dos jóvenes parecen gritar, entre balbuceos ensayados, pero con movimientos torpes que apuran sus acciones –y también el pensamiento– es que el arte no tiene función si no es desde su marco de oposiciones. Parecen decirnos que la oposición arte-vida sigue vigente y que la experiencia estética que provoca en los sujetos que las contemplan no pareciera conllevar a una praxis, a perpetuarse como una forma de vida.

Los sentidos de compromiso y de apropiación social del arte y las humanidades están en juego. Si para Deleuze una “vida impersonal” –como el lugar más álgido de la emancipación en el capitalismo, paradójicamente, tal cual como denuncian estos movimientos– situada en un umbral más allá del bien y del mal –es decir: sobre la que no se puede predicar el bien ni el mal, como del sujeto– es aquella que permitiría la potencia revolucionaria de cambiarlo todo, ¿es menester sostener qué es comprometido y qué no desde el arte y para el arte? ¿Desde qué lugar los activismos de hoy sostienen con tanta liviandad el peso de la moral frente a un supuesto deber ser? ¿Debemos resignar cualquier esperanza de que una producción o conocimiento artístico-humanístico pueda producir algún tipo de valor socialmente reconocido más allá de los límites de los sentidos institucionalizados? ¿En qué reside, entonces la potencia crítica del arte según las dos jóvenes activistas?

Alejándonos de las primeras preguntas fáciles que surgieron, quizás las respuestas no aniden en cuestionarnos si se arruinó o no la obra de arte, o si el acto –de intervención– en sí permitió generar un revuelo suficiente para movilizar a los partidos políticos por medidas ecologistas, pero sí para seguir pensando en la propia naturaleza de la producción artística y humanística, siempre marginada y alejada de las visiones útiles de lo que deberían ser las manifestaciones humanas para la transformación. Una vez más, pensar al arte como experimentación, concebir al arte como una experiencia, propone entablar una relación entre arte, sociedad y apropiación superando oposiciones binarias y esencialistas, y encontrando su propio lugar en las dinámicas de producción, capitalismo y nociones de compromiso social.

 

Referencias

Agamben G (2005): “El autor como gesto”. En Profanaciones. Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

Baumeister AT y J Horton, editors (2013): Literature and the political imagination. Londres, Routledge.

Borgdorff H (2007): “The production of knowledge in artistic research”. En The Routledge companion to research in the arts. Londres, Routledge.

Ciordia M, A Cristófalo, L Funes, M Vedda y M Vitagliano (2011): “Perspectivas de investigación en los estudios renacentistas”. Perspectivas actuales de la investigación literaria, 7-43.

Deleuze G y F Guattari (1993): ¿Qué es la filosofía? Buenos Aires, Siglo XXI.

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Mariángela Napoli es becaria doctoral (CONICET, IICE, FFyL, UBA), profesora y licenciada en Letras (FFyL, UBA), docente en IICE, FFyL, UBA. Temas de investigación: formas de producción del conocimiento en Humanidades y Artes como formas de intervención en la realidad. Mauro Alonso es doctor (FFyL, UBA), magister en Ciencia, Tecnología y Sociedad (UNQui), sociólogo (UBA), becario posdoctoral (CONICET, IICE, FFyL, UBA), docente de las carreras de Sociología y Ciencia Política (UBA). Temas de investigación: las dinámicas de producción de conocimiento de la investigación social y la interacción con agentes extra-académicos.

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