Un camino de lealtad

Suelen darse concurrencias de fechas, como el 12 de septiembre. En 1922 nacía Antonio Cafiero; en 1999 partía el maestro Darío Alessandro padre, que era de 1916. Para muchos, fueron nuestro engarce con el nacimiento del peronismo, con FORJA, con nuestra cultura política. Habíamos tenido el privilegio de irnos en los oídos del General, aquella tarde del 12 de junio de 1974, en su despedida en la Plaza. Pero se nos agregaría la fortuna de compartir episodios con ellos, desde nuestra precariedad militante, hace cuarenta años. Como aquella tarde en el Hotel Colón de Pellegrini y Lavalle, cuando Antonio regresó perdidoso de una mesa renga de candidatura presidencial que compartió con Bittel, Luder, Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias. Ofrecería a sus seguidores el consuelo de su chance como gobernador de la provincia, que luego le sería arrebatada. Para repechar después con la Renovación Peronista –con Menem y Grosso–, el Frente Renovador en la provincia, la gobernación, y luego las derrotas en la interna presidencial y en su reelección bonaerense. E iniciar roles más secundarios, aunque honrados por su desempeño.

Para muchos que navegábamos en una cercanía periférica, Antonio nos arrimaba a Perón: por su propia experiencia personal desde la política y la gestión, por su convencida solvencia doctrinaria y por la facilidad de expresar y defender nuestras ideas, aun las que mutaban. Pero no siempre alcanzaba. Su enjundia para expresar su proyecto a veces era contenida por su natural formalidad y corrección de procederes, cuando no menos por los rasgos salientes de su personalidad.

Había mensajes que otros compañeros y compañeras de escrúpulos tenues y verbas menos elaboradas lograban hacer calar en la piel y el imaginario de destinatarios compartidos. Si hasta lo expresaba Antonio: “estoy preocupado, no hay morochos en nuestros actos”. Solíamos observarlo en meros gestos cotidianos. Mientras, a la llegada a una reunión, Menem saludaba al del puesto de diarios, a la señora de la limpieza, al encargado del edificio y a alguna mascota, Antonio ingresaba más presuroso, a veces cruzándonos sin percibirnos. Podía increpar a algún lugarteniente para que lo liberara de audiencias inesperadas, o consultar cuánto se tardaba en llegar al lugar a los familiares de la Masacre de Budge que requerían su presencia allí. Pero compensaba con creces –aunque algunas alternativas no siempre trascendían– que en reuniones previstas, aún menores, brindase toda su afabilidad y atención. O era capaz de recibir un denso informe sobre algún tema y traerlo en un par de días subrayado en lápiz y con su propia evaluación escrita.

Pudimos reconocer las dificultades y la inmensa riqueza de conjugar al ser humano con el dirigente, y los condicionamientos –en ciertas circunstancias– de llevar adelante un proyecto político con fidelidad para con las convicciones más profundas y sin traicionar a los propios y a sí mismo. Y allí aparece la grandeza de Cafiero, cuando acompaña a Alfonsín a enfrentar las asonadas de los almapintadas; cuando las denuncias en el Senado –hasta con los crujidos de posturas previas–; y en su hidalguía para defender las causas nobles con vehemencia y conocimiento. Cuando se barajan juntos los conceptos de caudillismo, liderazgo y condición humana, su figura resalta por sobre la traición de Menem y Grosso, gerente de la Socma de los turbios Macri. Hoy, cuando los valores de la política parecen ceder a la presión de los grupos que concentran el poder económico, mediático y judicial, y cuando el incremento de la acumulación de unos pocos cohabita con una inmensa legión de vulnerados, las convicciones y –hasta donde pudo– las acciones de Antonio nos orientan por un camino de lealtad con las ideas, la militancia y el compromiso.

Share this content:

Deja una respuesta