Estado justicialista y Constitución Nacional de 1949: reflexiones sobre el legado de Sampay

En uno de sus textos inconclusos y póstumos, editado en el número 30 de la revista Realidad Económica del año 1978 –y cuyas reflexiones primarias se encuentran en el texto Las constituciones argentinas (1810-1972)– Sampay explicita y desarrolla la concepción integral de la Constitución, por él denominada “constitución global”. Había manifestado como marco de esta perspectiva que esa visión exige considerar las constituciones no solamente como documento formal objetivado en un texto escrito, sino como un continuum entre procesos históricos sociales y culturales que devienen en la Constitución formal.

El concepto de constitución global desarrollado por Sampay debe entenderse como un conjunto interdependiente de múltiples constituciones producto de ese continuum. Uno de los primeros desarrollos en este sentido –y con directa relación como marco teórico referencial para la proposición del contenido de la Constitución de 1949– es una de las primeras constituciones, que denomina “primigenia”. En ese sentido, no define a la unidad sociopolítica que conforma una nación como una sociedad civil –desde la concepción liberal–, ni como sociedad en el sentido más laxo de las ciencias sociales. Adopta el concepto de comunidad política, enfatizando en el carácter agregativo de este colectivo social los componentes identitarios y culturales como sus fuerzas estructurantes. La constitución primigenia es, para Sampay, aquella “impuesta por las condiciones geográficas del país, por la ubicación del territorio estatal en el planeta y en el universo sideral, por la idiosincrasia de la población modelada por dichas condiciones geográficas y astrales y en especial por la cultura tradicional”.

Este aspecto es central, porque presenta un pensamiento que anticipa en gran medida un tema de discusión en la filosofía contemporánea, cuyas reflexiones abonarán el apartado siguiente. Pero a modo de anticipo, en la obra de Aleksandr Duguin, la perspectiva de una teoría política superadora de la liberal, de la materialista histórica y de la fenomenológica parece tender hacia un desdoblamiento de esta última, recuperando lo que denomina la cuarta teoría política –o la cuarta postura– que remite al hecho de centrar en cada cultura en particular las fuentes de la institucionalidad política particular para cada pueblo. El Dasein como expresión de ese ethos cultural particular, como fuente de materialización de la comunidad política y sus instituciones, en la que la constitución material es su máxima concreción. Pero en el contexto histórico de nuestra América, también esta fase de constitución primigenia, constitutiva de la real, comienza su camino de conformación hacia la urgente construcción de un nuevo ciclo histórico para nuestros pueblos.

Es en directa relación con todo ello que los postulados desarrollados por Sampay presentan una notable vigencia, centralmente en la conformación de un proceso instituyente contrario a las conformaciones capitalistas liberales y hacia constituciones jurídicas antiburguesas, tal como ha sido su derrotero desde sus primeras obras.

En las deliberaciones de la Convención Constituyente de la Constitución Nacional de 1949, Sampay pone en evidencia lo que entiende por constitución real. En ese sentido, no desvincula la perspectiva sociológica, entendida como el develamiento de las estructuras de poder que conforman las relaciones de dominación y explotación económica de sectores dominantes en el capitalismo liberal, a las que Sampay se opone con su crítica al Estado burgués. Devela, además, el carácter ilusorio de la pretendida igualdad entre ciudadanos promovida por las constituciones liberales. En efecto, de aquellas constituciones como órganos supralegales se sirven las élites para el montaje de esas estructuras de poder que permiten la perpetuación de un orden económico y social en su propio beneficio. Más aún, en el diagnóstico que realiza para el caso argentino, esas élites ni siquiera podrían considerarse burguesía en el sentido conceptual de las ciencias sociales, sino que se trata de una oligarquía asociada al capital británico y –posteriormente a la Segunda Guerra Mundial– también al estadounidense.

Esa constitución liberal instituye y preserva la estructura de poder que sirve a los marcos de regulación de una economía de mercado presuntamente autorregulada. Esto aparece en un momento histórico crucial para la revolución justicialista, tal como lo fueron las deliberaciones de la reforma constitucional de 1949. En la posición de Sampay, esto queda muy claro en el siguiente trecho extractado: “La Constitución de 1853, como todo el liberalismo, se propone afianzar la libertad personal –en lo cual reside lo vivo del liberalismo, aunque no es creatura suya, sino del Cristianismo–; pero, en esa concepción, la libertad comportaba, simplemente, la supresión de las constricciones jurídicas. En consecuencia, la visión del Estado que anima a la Constitución de 1853 tiende a contenerlo en un mínimo de acción, neutralizándolo en el mayor grado posible con respecto a las tensiones de intereses existentes en el seno de la Sociedad. La Constitución de 1853 escinde el dominio económico-social, concebido como el campo reservado a las iniciativas libres y apolíticas, y el dominio político, reducido a las funciones estrictamente indispensables para restablecer las condiciones necesarias para el libre juego de los intereses privados”. En este texto, la contradicción entre libertad formal y material queda brillantemente expuesta, pues la primera en el contenido constitucional opera subsidiariamente y funcionalmente a la conformación de un orden asimétrico y controlado por las élites oligárquicas que controlan la economía.

Pero al mismo tiempo, en la misma exposición ante la Convención, en otro trecho enfatiza la oposición a esta concepción liberal constitucional como resguardo de la ideología del programa político de las élites con la centralidad que adquirirá la institucionalización de una economía planificada y dirigida por el Estado como construcción colectiva y comunitaria de un orden justo. Por ende, la intervención estatal y la planificación son políticas contradictorias con la del laissez faire de la economía de mercado, por lo que se instituyen como mediaciones para garantizar una igualdad material no efectivizada vía mercado.

La constitución primigenia, ese proceso irrefrenable del pueblo argentino a partir del 17 de octubre como suceso y como momento cúlmine de un clivaje que comenzaba a instituirse dentro del orden oligárquico conservador de la década infame, comienza un giro de reforma hacia la formalización jurídica en la Constitución de 1949. En el informe de la presentación ante la Constituyente de 1949, Sampay expresa: “El alma de la concepción política que informa la reforma constitucional en su parte programática, vale decir, los fines que el Estado persigue para garantizar a todos una existencia digna del hombre, que requieren afirmación dogmática contra toda posible contradicción y a los que deberá acomodarse la acción política futura, están dados por la primacía de la persona humana y de su destino, como Perón tantas veces lo proclamar diciendo: ‘El estado es para el hombre y no el hombre para el Estado’. Este principio es el basamento del orbe de la cultura occidental. El hombre tiene –es el Cristianismo quien trajo la buena nueva– un fin último que cumplir, y no adscribe su vida al Estado, donde como zoon politikón logra únicamente su bien temporal, sino es observando la libertad para llenar las exigencias esenciales de esa finalidad que el Estado resguarda y hace efectivas, promoviendo el bien común en un orden justo”.

Claramente, la parte programática desde la consideración de Sampay puede ser susceptible de ser configurada de acuerdo con el devenir de los procesos en curso de la constitución primigenia. Esto es fundamental para entender cómo y de qué modo la concepción de los “principios pétreos”, vinculados fundamentalmente a aquellos aspectos que según la perspectiva liberal no deberían ser modificados en las reformas, se ponen en cuestión y se conciben como históricos, pues la constitución jurídica debe consolidar los realmente existentes como fundamentos del nuevo orden. Principios pétreos que instituyen los principios económicos que se privilegian como normas a ser resguardadas indefinidamente por el Estado, aún más allá de las reformas constitucionales que tengan lugar. Basta como dato ilustrativo que, desde una interpretación liberal de las constituciones, se considera que existe un orden de prelación que jerarquiza la importancia que para el legislador tienen las normas.

En el texto constitucional, los primeros apartados refieren a los contenidos económicos coincidentes con el liberalismo económico, el cual será confrontado por la consideración que levanta Sampay y que quedará consagrada en la parte dogmática de la Constitución Nacional de 1949. Pero el aspecto innovador y disruptivo de esa Constitución lo conforma la redefinición del concepto de propiedad: “También en nuestro país el reconocimiento de los derechos sociales, y las medidas encaminadas a programar la economía en procura del bien común, que ha ido elaborando la Revolución Nacional, han sido achacados del vicio de inconstitucionalidad. Se arguye que el derecho social que impone a los patronos el pago de contribuciones asistenciales para sus obreros, de acuerdo con la nueva concepción que supera el do ut des de la justicia conmutativa con criterios de solidaridad profesional, viola el derecho de propiedad reconocido por la Constitución. Las leyes protectoras de la economía nacional, que la libran de la expoliación de los consorcios capitalistas y la hacen servir al hombre, serían inconstitucionales porque contrarían la libertad de industria y comercio asegurada por la Constitución vigente. Por todo ello es que urge incorporar definitivamente al texto de nuestra Carta fundamental el nuevo orden social y económico creado”. La Constitución de 1949, al consagrar en el artículo 40 la función social de la propiedad, instituye y consagra la ruptura del orden burgués, redefiniendo la relación social estructurante del capitalismo, tal como lo es la propiedad privada. El concepto de función social de la propiedad refiere a la adecuación del texto jurídico constitucional al del nuevo orden real que se configura, de clara inspiración aristotélico-tomista: la idea de bien común prevalece sobre el interés individual, propio del capitalismo liberal.

Años más tarde, en su texto de 1974, Sampay advierte que el cambio de estructuras económicas implica el pasaje de la propiedad individual a una propiedad estatal con control de los sectores populares. Más específicamente, se refiere a los bienes de dominio privado que deben pasar a dominio en tanto bienes públicos a ser regulados por el Estado. Sin embargo, advierte los límites del artículo 17 de la Constitución de 1853, cuando refiere a la figura de la expropiación. Por esta norma, el Estado está facultado a expropiar bienes de dominio privado, en tanto sean de utilidad pública, pero existe la exigencia de una previa indemnización por parte del Estado. Esta figura aplica a los propietarios de bajo capital, pero ¿qué ocurre en el caso de las grandes Empresas? En ese caso, la inviabilidad es manifiesta. Si el Estado promoviera la expropiación de bienes de las grandes empresas, por el volumen de los bienes involucrados la imposibilidad objetiva infranqueable, y más aún pensando las complejidades y los bienes de capital fijo involucrados en los procesos de producción contemporáneos.

En la Constitución de 1949, de clara inspiración en las ideas de Sampay, en su artículo 38 se definen sus bases: “La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común”. Es por ello que es incorrecto pensar la Constitución de 1949 como perteneciente a la constelación de las constituciones sociales, ya que posee como base el comunitarismo propio de la concepción antropológica del justicialismo y, más aún, no abreva directamente del pensamiento socialista, sino que la idea de bien común proviene del dogma de la Iglesia católica, más específicamente de la perspectiva socialcristiana de las configuraciones sociopolíticas. La consideración de la idea de bien común precede incluso a la Modernidad y a las instituciones liberales que se conformaran a partir del desarrollo de ese proceso histórico. En los procesos constitutivos de la constitución real en jurídica, durante el período del primer justicialismo en el gobierno, la regulación de la nueva concepción de la propiedad como relación social mediada por la intervención del Estado le confiere a éste un papel fundamental y central, ya que en el propio texto constitucional se promueve un proceso de redistribución de las propiedades rurales. El Estado tiene la facultad de “fiscalizar la distribución y la utilización del campo”, y al mismo tiempo esa intervención del Estado no se dirige a un papel netamente de control y redistribución, sino para promover el desarrollo económico y social de la nación. En el mismo texto es clara la finalidad de la expresión anterior: la intervención del Estado se presume “con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento”.

Cabe destacar que en la década de 1940 la existencia de grandes latifundios improductivos en manos de una oligarquía garantizaba la exacción de las ganancias de la tierra. La capacidad reguladora y de control de los procesos económicos, de la producción y el intercambio, en gran medida se sustentaban –y aún hoy, luego de un nuevo ciclo de definición de una matriz productiva agroexportadora a partir del golpe de 1976– en la capacidad de concentración económica de medios y de capital del que disponen estos sectores. Sampay develaba de qué modo la Constitución jurídica, entonces, servía a los fines de consolidar esa estructura que permitía la maximización de sus ganancias. No obstante, lo que también advierte Sampay es de qué modo esa posibilidad de regulación de la producción de bienes primarios tiene por fundamento y principio una lógica de acumulación propia de la economía de mercado. Es decir, existe una primacía en el texto constitucional, y por tanto en la preeminencia de la garantía de los derechos, del individuo por sobre la comunidad: el interés general se subordina al interés particular de los grupos que controlan los procesos de producción, intercambio, consumo y distribución de bienes.

Si la producción queda en manos de decisiones sectoriales y corporativas, y se dirige sólo a garantizar la rentabilidad y la acumulación de pocos grupos de la comunidad –en el marco de un proceso de transformación histórica como el ocurrido desde el 4 de junio de 1943, pero más aún desde la asunción del gobierno por parte del Juan Domingo Perón– el diseño de una matriz productiva que definiera a nuestra economía como de base industrial implicaba además considerarlo un proyecto político de clara oposición a las élites oligárquicas liberales y al modelo agroexportador. El desarrollo industrial, la alianza entre gobierno y sectores populares, la intervención y la planificación estatal en el control de la economía, los procesos productivos y los de redistribución del ingreso, formaban parte de toda esa revolución que tenía lugar como proceso histórico irrefrenable. Este dato no es menor, ya que la Constitución de 1949 refutará la norma llave del liberalismo: la protección de propiedad privada. La relativización de ese carácter absoluto que adquiere en las constituciones liberales –e incluso en las “constituciones sociales” de mitad del siglo XX– se define en el concepto de la función social de la propiedad, que en el caso de la producción primaria implica diseñar una política de desarrollo de ese sector desde el aparato del Estado y en plena desestructuración de los grandes latifundios improductivos.

Si bien todo esto ha implicado reformas en el sector primario, el artículo 40 radicaliza aún más la centralidad del Estado y el carácter de la función social de la propiedad. En el texto, se genera la posibilidad de monopolizar determinada actividad en nombre del bien común: establece para el Estado nacional la propiedad de los recursos naturales con compensación a las provincias, la estatidad de los servicios públicos, y al mismo tiempo consagra las especificaciones para el pago de las expropiaciones a las empresas de servicios.

En suma, la concepción integral del proceso constitucionalista en la obra de Sampay ha permitido su aplicación en la conformación de la última etapa de un proyecto instituyente: la redacción de la Constitución jurídica de ese proceso. Pero si bien todo ese ciclo de ruptura con el orden liberal oligárquico y de base primaria pudo ser montado por un proceso sociohistórico de máximo desarrollo y crecimiento de la economía argentina y de bienestar de los sectores populares –la distribución del ingreso llegó a los niveles más equitativos de la historia argentina: los trabajadores y las trabajadoras llegan a un 50% de participación en el ingreso nacional–, un nuevo ciclo instituyente debería tener en la actualidad una fuente insustituible para concebir esa transformación desde el pensamiento de Sampay y la originalidad de la Constitución de 1949.

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