El posmoprogresismo: liberales de corral y progresistas sin nido

El escritor, pianista y compositor oriental Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964) considera que, más allá de nuestra realidad, sueños e imaginación, existe otra dimensión que tiene que ver con nuestros recuerdos y que él llama “las tierras de la memoria”. Para Felisberto, la memoria no es precisa o –al menos– no es lo precisa que creemos o queremos: de allí que para el escritor la memoria tenga una suerte de “vida propia” que opera y acciona de forma independiente respecto de nuestros deseos o requerimientos (Hernández, 2009).

Al ver en la televisión a ciertos “nuevos liberales”, e intentando comprender sus argumentos, la memoria se me disparó a unos veinte años atrás, cuando con un amigo y mi hermana fuimos a ver a una de nuestras bandas de rock preferidas, liderada por los cadillacs Sergio Rotman y Fernando Gabriel Ricciardi: Cienfuegos. Por aquel entonces se hablaba de “un nuevo rock alternativo argentino” y se realizaban festivales congregando a estos grupos. En este caso se realizó en la cancha de Excursionistas y también tocaban Lumumba, Todos Tus Muertos, El Otro Yo, Catupecu Machu y unas cuantas bandas más, de las cuales me sorprendió una de Rosario llamada “Carmina Burana”. ¿Qué me llamo la atención? Unas palabras de su cantante. Como dice Felisberto, “desconfiemos de la memoria”, pero el tipo dijo algo así: “En estos tiempos de liberales de corral vamos a tocar para esos animales de corral”. La frase me quedó impregnada en las paredes del cerebro, acompañando los pensamientos y las lecturas de varios grandes maestros y pensadores que abordaron el problema de la humanidad y su crisis desencadenada tras las grandes guerras del siglo XX, por mencionar tan sólo algunos: Max Scheler en La idea de paz y el pacifismo (1927); Ramón Doll, en Liberalismo. En la literatura y la política (1934); Juan Domingo Perón, en La Comunidad Organizada (1949); Nimio De Anquín, en Escritos políticos (1926-1972); Leonardo Castellani, en Esencia del Liberalismo (1960); Carlos Astrada, en Metafísica de la Pampa (1921-1963); Arturo Jauretche, en El medio pelo en la sociedad argentina (1966); Alberto Methol Ferré, en Filosofía e Historia tras el colapso del ateísmo mesiánico (1992); Byung-Chul Han, en Psicopolítica (2000); Alberto Wagner de Reyna, en Crisis de la Aldea Global (2000); Aleksandr Dugin, en Identidad y soberanía: contra el mundo posmoderno (2018); Alain de Benoist, en Rebelión en la Aldea Global (2018); Papa Francisco, en Fratelli Tutti. Sobre la fraternidad y la amistad social (2020); y Alberto Buela, en Pensamiento de Ruptura (2021).

 

El posmoprogresismo

En todos los autores antes mencionados encuentro un problema en común: antes de elaborar sus argumentaciones, ideas, hipótesis y pensamientos, deben lidiar con las palabras, o más bien con lo que se dice que expresan o manifiestan esas palabras. Al utilizar términos como libertad, Estado, progreso, nacionalidad, Patria, humanidad, por ejemplo, los encontramos redefiniendo cada uno de los conceptos, ya por no estar de acuerdo con la definición preestablecida, ya por considerar que se ha desvirtuado la sustancia real de ese término. Un especialista en el oficio de la historiografía, el historiador Alejandro Herrero, diría: “quien domina, nomina”. Para los autores que escriben desde y para esta región del mundo, como Ramón Doll (La Plata, 1896-1970) por ejemplo, no fue necesario leer a Pierre Bourdieu o a Michel Foucault para dar cuenta de que hay un poder detrás de las palabras. Ahora bien, ¿Cuál es ese poder? ¿Dónde se radica? ¿Cómo se impone?

Si nos corremos de Wikipedia y, al mismo tiempo, nos refugiamos del bombardeo tecnológico al que nos tratan de habituar en estas primeras décadas del siglo XXI, cualquier habitante de Iberoamérica puede comprender que desde el siglo XV, y tras un largo proceso de rebeliones, resistencias, revoluciones y guerras –externas, contra los imperios del Atlántico Norte, e internas, contra sus aliados en nuestros países–, en la región se impone una cosmovisión –forma de ver-interpretar-comprender el mundo– racionista, liberal, progresista, ateísta, capitalista, individualista. Como puede observarse, no menciono una sola dimensión de la dominación, no es una cosa o un sector o clase social, sino múltiples. Ahora bien, como señala Aleksandr Dugin, hay poderes, asociaciones o agrupaciones que sirven de conectores para ejercer esa dominación de una forma efectiva. Como dice Byung Chul Han, para desplegar un poder “invisible” sobre todos nosotros.

Una de las principales formaciones-organizaciones[1] que actúa como conector de las diferentes formas de dominación de la cosmovisión occidental –ejercida desde las potencias del Atlántico Norte (OTAN) sobre el resto del mundo– es el llamado Estado Liberal de Derecho que, como explican en sus trabajos Alberto Wagner de Reyna, Alberto Buela, Leonardo Castellani y Nimio De Anquín, es un tipo de Estado que nada tienen que ver con la democracia ateniense o con una democracia en donde los sectores productivos encuentran a sus representantes –entiéndase a ellos mismos: sus pares, ejemplo: los trabajadores de la construcción a un trabajador de la construcción, las y los docentes a un o una docente– en el gobierno. En resumen, es un sistema que poco o nada tiene que ver con las formas de participación asamblearia de las comunidades aldeanas, pero tampoco tiene que ver las asambleas universitarias, en donde los y las docentes eligen docentes, los y las estudiantes, estudiantes, y los y las no docentes, no docentes; o con asambleas de trabajadores y trabajadoras que eligen un representante, aquello que Juan Domingo Perón llamó: “las organizaciones libres del pueblo”.

Ahora bien, si no expresa la representación “natural” de las personas, ¿cómo fue posible su imposición? Aquí una breve síntesis. El Estado Liberal de Derecho es un tipo de Estado que se expande por Europa en las mochilas de los soldados de Napoleón tras la Revolución Francesa. En realidad, la Revolución de 1789 termina de consolidar una serie de transformaciones inauguradas durante la Revolución Inglesa (1642-1688), en donde los burgueses anglosajones deponen al rey Carlos I de Inglaterra para constituir un Estado a imagen y semejanza de sus intereses. Así lo demuestra el aluvión de leyes que favorecieron los cercamientos de las tierras baldías, alodiales y bosques de aprovechamiento comunal, terrenos que pasaron a manos de la burguesía criadora de ovejas –para fabricación de sus tejidos– (Trías, 1969; Hobsbawm, 1982; Hill, 1983; Campagne, 2005; Methol Ferré, 2009; Gullo, 2008), o las leyes de comercio marítimo, como “el libro negro del almirantazgo”, todas ellas acciones que motorizaron la expansión, la conquista y la colonización de territorios a lo largo y ancho del mundo (Serna Vallejo, 2017; Truyol y Serra, 1957; Di Vincenzo, 2021). En consecuencia, en Francia, la originalidad de sus burgueses fue tan sólo la de constituir un Estado Nación Liberal (Rosanvallon, 2007). La llamada modernidad, lejos de liberar al ser humano de un mundo de ataduras, nació a partir del sometimiento de los sectores sociales del trabajo –con la prohibición de gremios y sindicatos decretada por los revolucionarios franceses, Ley Le Chapelier de 1791 (Buela, 1982)– y de los demás pueblos del planeta –como lo manifiestan los mismos jacobinos con su invasión e intento de saturación de la Revolución Haitiana de 1791-1804 en nuestra América (Grüner, 2010). La Revolución Francesa consolida el poder político del sector del capital –mercantil, financiero, colonizador, esclavista, explotador– pero además para nosotros constituye el afianzamiento de la explotación de una serie de Estados Nación del Atlántico Norte –Reino Unido, Francia, Holanda, Bélgica, Estados Unidos– sobre el resto del mundo occidental, ese resto que será llamado a lo largo del tiempo de muchas formas: “países atrasados”, “periferia”, “tercer mundo”, “colonias y semi colonias”, en definitiva, como escribe Frantz Fanon (1962), quienes de ahora en más serán “los condenados de la Tierra”.

En consecuencia, nos encontramos frente a una formación-organización que nos rige, pero que no es “natural”. No expresa la voluntad libre de las personas eligiendo a quienes conocen, con quienes viven y trabajan día a día. En resumen, es una forma impuesta, artificial, ajena.

Los pueblos en América Latina y el Caribe han reaccionado a lo largo de la historia contra el avance imperial –de los imperios precolombinos, como de los imperios europeos (Di Vincenzo, 2021). Los caudillos de las guerras de la independencia y de las civiles –San Martín, Bolívar, Artigas, Rosas, Peñaloza, etcétera– o los líderes surgidos de movilizaciones masivas o luchas populares –Emiliano Zapata, Augusto Sandino, Fidel Castro o Juan Domingo Perón, por poner ejemplos– fueron expresiones de otro tipo de elección, de otro tipo de democracia, diferente a la que se propone en el Estado Liberal de Derecho, ya que allí se llevó a cabo una verdadera elección de las personas. Una elección natural y viva, con movilizaciones y acciones colectivas concretas que determinaron los liderazgos. No es casual que en todos los casos mencionados el líder se constituyó como tal antes de tomar el poder político, y no después.

En este punto me interesa resaltar que, a diferencia de los burgueses modernos que reaccionaron al absolutismo y a las estructuras de poder feudal proponiendo otro sistema de gobierno, otro tipo de Estado, los posmodernos no discuten al Estado Liberal de Derecho, y tampoco proponen otra forma de gobierno. Repasemos: los burgueses modernos que dieron vida al sistema democrático que impera en Occidente hoy –como señala Leonardo Castellani (1960)– “sabían muy bien lo que querían; querían la libertad de comercio, o sea la libertad para el Gran Dinero a fin de llegar al poder del Gran Dinero o sea al actual capitalismo; y para eso querían gobiernos débiles o sea parlamentarios, división de poderes, sufragio universal y lo demás; y para eso querían una religión débil, el deísmo, y después el cristianismo liberal y hoy día el modernismo”. Ahora bien, ¿quiénes son los posmodernos y qué proponen? Son un grupo heterogéneo, en su gran mayoría intelectuales académicos, es decir: hombres y mujeres excesivamente instruidos –con carreras de grado, posgrado, doctorado y posdoctorado– que intervienen con publicaciones y exposiciones dentro del mundillo científico. En general, no se preocupan por la política, la economía o la situación social de sus países; raramente se acercan o participan en encuentros o marchas de organizaciones políticas: son militantes, pero de salón. Participan o manifiestan adhesiones desde sus perfiles electrónicos a las causas “universales”, según ellos: “aún no saldadas por la modernidad”. Entre las principales, se encuentran: los derechos de los pueblos nativos, el cuidado del medio ambiente, los derechos humanos y las políticas de equidad de género. Más allá de la “buena voluntad”, su acción no puede despegarse de dos males de origen. El primero, relacionado con la formación académica y científica. ¿Cómo es esto? En el campo de la filosofía, el pensamiento y las ciencias sociales en general, los posmodernos han surgido o transitado su formación en las principales universidades de las potencias del Atlántico Norte. Más allá de las libertades de cátedra y enseñanza, cualquier docente o estudiante universitario despierto puede dar cuenta que –más-menos– existe una dimensión de transferencia de poder ideológico que opera en la superficie o en el subsuelo, detrás de programas, lecturas y autores seleccionados. ¿Qué quiero decir? Estas universidades transmitieron su aura de poder imperial. En consecuencia, la crítica a la modernidad de los posmodernos, lejos de discutir las esferas del poder económico de las transnacionales –en más de un 90% situadas en el Atlántico Norte–[2] y el control político militar de la OTAN en Occidente, viró hacia debatir el legado discursivo de la modernidad, su relato. Con el paso de los años llegaron a cuestionar la validez de la historia, y con ello, la importancia de las tradiciones, las costumbres y la forma de sociabilidad más elemental para los humanos: la familia, institución que llegó a estudiarse como resabio de otras épocas, un mandato, una cadena que imposibilitaba el desarrollo personal y el progreso individual. Observo que, tras un momento de auge hacia 1992, con su traslucida crítica a la colonialidad y al eurocentrismo imperante en los relatos históricos, la carencia de una mirada geopolítica y multidimensional –económica, social, cultural– agotó la energía del movimiento posmoderno. Sin embargo, antes de morir ha logrado diluirse o derretirse sobre dos grupos que llamaré: los liberales de corral y los progresistas sin nido.

 

Los liberales de corral

Los liberales de antes –siglos XVIII y XIX– tenían una serie de ideas con cierto fundamento para exigir y gritar a viva voz por la libertad. En aquellos tiempos existía una serie de instituciones y formas que probablemente debían morir, porque, en realidad, ya estaban moribundas: el absolutismo de los reyes inventado por los reyes protestantes; el despotismo demasiado cerrado de los gremios y corporaciones medievales; una religión entrada en decadencia por la infiltración del capital que, como señala Castellani (1960: 145), “originó en Inglaterra el deísmo y en Francia, el filosofismo”. Los liberales de la actualidad reclaman por otro tipo de cuestiones, muy diferentes a la de los liberales del siglo XIX. Como diría Marx (1852), “la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como parodia”. ¿Cuáles son estas diferencias? Como señala Castellani (1960: 138), desde 1852 hasta nuestros días los liberales han obtenido victoria tras victoria, escribe: “Tenemos constitución –dos por falta de una [1853 y 1949]–, tenemos cámaras Alta y Baja –dos por falta de una, y bastante bajas–, tenemos sufragio universal. (…) Tenemos frecuentes y costosas elecciones –o sea, opciones–, tenemos esplendorosos partidos políticos con unas plataformas que no te digo nada, tenemos libertad de culto, libertad de prensa, libertad de reunión, libertad de opinión y libertad de enseñanza. (…) Es decir, tenemos todo el liberalismo entero y verdadero, y esto no marcha: de confesión de todos, hace tiempo que esto no marcha”. Entonces, ¿qué piden los liberales hoy? Fundamentalmente, eliminar al Estado. Vale preguntarse: ¿creen que la libertad plena se logra tras el vaciamiento del Estado? ¿Es eso lo que falta para que nos sintamos libres?

En los últimos dos años el planeta atravesó la pandemia de COVID-19, que aún no ha terminado, por cierto, y en los centros urbanos de algunas ciudades occidentales aparecieron ciertos grupos y personajes en los medios de comunicación que exigían mayores libertades. Incluso hubo casos donde se ha cuestionado la existencia del virus. Alegaban que era una trampa, una farsa que buscaba ejercer un control sobre la población por parte de los organismos estatales. Una vez más, el Estado era cuestionado con argumentos salidos de libros escritos por liberales del siglo XIX.

Alberto Buela en un hermoso libro –Virtudes contra deberes (2020: 23)– explica que parte del problema actual nace como consecuencia de la anomia que rige al mundo contemporáneo, en donde nadie cree en nada: “un mundo en donde cada uno hace lo que quiere y donde no existe ninguna certeza. Es más, la única certeza es la incerteza”. Repasemos. El liberalismo de los siglos XVIII y XIX, motorizado por la burguesía industrial-mercantil-financiera de las potencias del Atlántico Norte, avanzó sobre toda obturación posible a la circulación del capital bajo la aureola de una idea fuerza llamada “Progreso”. En el siglo XX esta tendencia –liberal-progresista– continuó hasta generar una competitividad entre las burguesías del Norte por el acceso a los mercados y los recursos que le han costado a la humanidad dos guerras mundiales, más un cuestionamiento profundo a las iniciativas colectivas, comunitarias, integracionistas, nacionalistas y orgánicas en Occidente. Poco tardó en recuperarse el poder del capital, que tras las guerras supo preparar un escenario en donde la única vía, proyecto y modelo a seguir era constituirse como sujetos productivos, de hiper rendimiento, generadores de más capital –para uno o para otros. Claro está, al mismo tiempo para ello es necesario alivianar toda carga posible: familia, hijos, amigos. Probablemente ello explique el furor de las mascotas en las primeras décadas del siglo XXI: con un perro o un gato no se discute, y tampoco hay que dejarle ningún legado. Aquellos que no podían lograr ser productivos pasaban a formar parte de los excluidos, marginales –otra vez, “condenados de la tierra”. Ahora bien, estos nuevos liberales del siglo XXI –como dice Byung Chul Han (2016: 6)– no accederán nunca a la libertad, aunque sí podrán llegar a rascar “la sensación de libertad”: “el sujeto del rendimiento, que se pretende libre, es en realidad un esclavo. Es un esclavo absoluto, en la medida en que sin el amo se explota a sí mismo de forma voluntaria. No tiene frente a sí un amo que lo obligue a trabajar. El sujeto del rendimiento absolutiza la mera vida y trabaja. Por ello al esclavo neoliberal le es extraña la soberanía, incluso no comprende la libertad del amo que no trabaja y únicamente goza”. En resumen: el sujeto productivo ya no trabaja para sus necesidades, sino para el capital. La vorágine tecnológica del siglo XXI planteó una nueva dimensión para el sujeto del rendimiento –para el ser humano hiper productivo– al ocupar –debería decir sobreocupar– el tiempo antes destinado a los seres queridos –familia, hijos, amigos– con dispositivos inmediatos, próximos, íntimos, personales, con un sinfín de aplicaciones para cada necesidad, aplicaciones que uno puede elegir, de allí “la sensación de libertad”. El capital genera las necesidades del sujeto “liberal” hiper productivo, a pesar de que –de forma equivocada– las perciba como propias. Observo que en los últimos dos años la pandemia, lejos de acercar al ser humano con su verdadero ser, social-comunitario-colectivo por naturaleza, acrecentó el aislamiento y la dependencia de los dispositivos, que permanecieron en nuestras casas encendidos a tiempo completo –24 horas al día–, genuinos dispositivos del capital. En estos tiempos de auto explotación, el sujeto “libre”, cuando es despedido o baja su rendimiento, dirige la agresión hacia sí mismo, no puede identificar el lugar que ocupa –él o ella, su país, su región– en el ecosistema del capital a nivel mundial. El explotado no se convierte revolucionario, sino en depresivo. No es casual entonces que los liberales del siglo XXI reaccionen violentamente cuando su amo, el capital: deben ceder ante el Estado o ante los gastos que se destinan hacia los enemigos del capital –aquellos no productivos, excluidos, marginales, los condenados de la tierra. Es en ese momento cuando explotan, gritan, patalean. Cuando claman por una libertad. Pero no debemos confundirnos: esa libertad es una libertad de corral.

 

Los progresistas sin nido

A Iberoamérica –como han demostrado hasta el cansancio pensadores como Arturo Jauretche o Alberto Methol Ferré– desde los tiempos de la independencia –y un poco antes también, con las reformas borbónicas– llega la embestida del capital mercantil con un mito a cuestas: el mito del progreso. Una idea fuerza que se convirtió en doctrina, fin y objetivo último a cumplir por los Estados Liberales implantados en la región tras las guerras del siglo XIX. Con la idea de progreso se han justificado matanzas, expropiaciones, fusilamientos, fraudes, ajustes económicos y demás penurias para la gran mayoría de las poblaciones ubicadas bajo la Cruz del Sur. Sin embargo, como ha ocurrido con los términos “liberal” y “liberalismo”, el significado de la palabra no es el mismo que en aquellas épocas. Como señala Methol Ferré, en el Río de la Plata durante los siglos XIX y hasta las guerras mundiales, la idea del progreso provenía prácticamente de sólo tres países: Inglaterra, primero, Francia y Estados Unidos, después. Ahora bien, hay una distancia abismal entre el progresismo del siglo XIX y el progresismo posterior a la crisis de 1930. Mientras el primero, como señala Jauretche, “tuvo ese momento próspero que tiene toda colonización, que avanza hacia el límite de sus necesidades”, tras los años 30, con aberraciones como el Pacto Roca-Runciman –que, lejos de buscar un progreso económico, cultural y social para Argentina, lo que hizo fue acelerar la dependencia y la integración al imperio británico– aquel progresismo se convirtió en “antiprogreso”: “y la fuerza que nos había impulsado a andar, era ahora la que nos detenía (Jauretche, 1966: 30)”. Punto aparte merece el tema de que la mayoría de los académicos y los economistas de renombre no consideren al periodo que va desde la Revolución de los Coroneles de 1943 hasta el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955 como un periodo progresista en la historia argentina, desestimando todos los indicadores de crecimiento industrial, cultural, social y económico en general. Lo cierto es que, tras el rotundo fracaso liberal y progresista de los años 30, parecería que los términos se reacomodaron buscando nuevos significados para volver a aparecer en los años sesenta. ¿Cómo aparecen? Discutiendo la educación religiosa, cuestionando el desarrollo industrial nacional –como todo vestigio de nacionalismo– y revisitando la historia de continente. Especialmente vuelven a dos etapas: la colonial, para denunciar la violencia ejercida por los españoles sobre los indígenas –omitiendo todo el proceso de sincretismo desarrollado a lo largo de los 300 años de dominio español–, y la época de Rosas, para mostrar que durante sus gobiernos se implementó un régimen personalista y feudal –pasando no sólo por alto las elecciones que lo llevaron al gobierno, sino también las incursiones en el Río de la Plata de las potencias extranjeras, y la dependencia y la corrupción generada durante los gobiernos liberales y unitarios. Parafraseando a Jauretche, este progresismo con su versión histórica “mitromarxista” ha llegado hasta nuestros días con algunas modificaciones.

La primera es la relacionada con una extraña posición antinacional. ¿Por qué extraña? Observo que en los medios de comunicación progresistas –autodenominados de “la nueva izquierda latinoamericana”– se ataca a cualquier gasto asociado a la Defensa Nacional. A pesar de tener a la OTAN ocupando parte de nuestro territorio y la mayor parte de las islas del Atlántico Sur, alegan que no hay ninguna situación que amerite aumentar nuestras defensas en las fronteras terrestres, marítimas y aéreas. Incluso en ocasiones proponen erradicar las fronteras, fomentar los lazos con el mundo, entrando al tramposo juego del pacifismo anglosajón de la autodeterminación –debería llamarse autoeliminación– de los pueblos. Son argumentos utilizados por ciertos progresistas para hablar de lo ocurrido en Panamá, las Guyanas, Puerto Rico y hasta en las Malvinas, donde piden: “que decidan sus habitantes”. El problema de estos “progresistas sin nido” es que no comprenden, por su posmodernismo sin tradiciones ni memoria, que el presente es más que el presente, que existe y se constituye a partir de un pasado real –no es un relato. El presente, como el pasado, es palpable, permanente y presente. Por ejemplo, existe en los cuerpos enterrados en el cementerio de Darwin.

La segunda es la concerniente a la idea de desarrollo en sí misma. Juan Domingo Perón decía que todo proyecto, todo programa, debía nacer “de las organizaciones libres del pueblo”. No se puede cortar el natural ciclo de sociabilidad que reina en los humanos. En cambio, el progresismo sin nido busca en otros lugares su proyecto, sin detenerse a pensar en nuestra historia o en nuestras organizaciones existentes. Busca “los modelos exitosos de las potencias del Atlántico Norte”. El filósofo Esteban Montenegro (2018: 17), en su prólogo al libro de Aleksandr Dugin Logos Argentino, realiza una interesante reflexión sobre este problema: “La parte del Pensamiento Nacional [habla de la izquierda nacional] se ha dedicado a proponer una industrialización que repita la experiencia ‘exitosa’ de las naciones centrales, sin criticar el sentido de la Historia proyectado por ellas mismas, es decir, la Modernidad. Por eso el Progresismo desarrollista todavía paraliza nuestra potencia: ha dado por sentado que ‘el sentido’ y la ‘dirección’ del progreso que tenemos por delante está marcado por el desarrollo de la Europa Occidental”.

La tercera y última es la relación del progresismo con la identidad nacional: memoria, historia, tradición y costumbres argentinas. Su negación por lo nacional ha llegado al punto de hablar de Patria Grande, pero no hablar sobre lo nacional. El todo parecería mucho más que la suma de las partes para los progresistas de la llamada nueva izquierda. Dividieron la región en dos partidos transnacionales –izquierda y derecha– pasando por alto una historia en común, y lo que es peor, un enemigo en común: la OTAN. El filósofo Nimio de Anquín (1972) explica que “mientras el nacionalismo es la concepción política que propicia el encaminamiento de la Nación a la consecución de un bien común por el orden y la unidad, (…) el partidismo corrompe al régimen político creando mitos y todo Estado mítico es totalitario por promover la unicidad, la absolutidad y la exclusividad engendrando el despotismo y la división”. El partidismo –de izquierda o derecha– rompe la naturaleza del nacionalismo, el argentino y el de la Patria Grande –Iberoamericana. El progresismo sin nido busca el mejor lugar en donde dejar sus pollitos, sin importar si es en el árbol vecino o en un árbol que queda en otro bosque. Trastoca la idea misma de Patria Grande por la que soñaron los libertadores de América hace doscientos años, quienes primero comprendían las vivencias y los principios de sus pueblos, y luego encontraban esos principios y vivencias en los pueblos vecinos, y no al revés. Sin comprender lo cercano: familia, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, barrio, es imposible comprender lo nacional. Como dice el maestro Alberto Buela (1990: 20), “nos quedaríamos en la periferia de lo nacional. Y consideramos que esto es así, no por incapacidad, sino simplemente porque la conformación de una conciencia marxista no puede ver lo nacional más que desde el espejo de la determinación fundamental que para el marxismo configuran las relaciones entre los hombres; esto es, lo económico. Es por ello que, al darle la primacía a este aspecto, una conciencia marxista, por más bien intencionada que se encuentre, está llevada a negar, si quiere ser coherente con su propia cosmovisión, valores determinantes de ‘lo nacional’ como lo son, por ejemplo, los éticos religiosos del pueblo”.

En fin, como diría Carlos Salvador Bilardo, “todo se reduce a mirar bien a quién le pasamos la pelota”.

 

Bibliografía

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Facundo Di Vincenzo es profesor de Historia (UBA), doctor en Historia (USAL), especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa), docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte”, del Instituto de Problemas Nacionales y del Instituto de Cultura y Comunicación (UNLa). Columnista del programa radial Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1, Universidad Nacional de Lanús.

[1] En este caso se menciona al Estado como una formación-organización en el sentido que lo señala Alberto Wagner de Reyna (2000: 23), quien explica: “Al racionalizarla [habla del proyecto, la idea] la obra tiende a marchar independientemente de la razón que le dio empuje: se hace organismo. La organización es así la penetración de lo racional, evidentemente en lo no racional, para emanciparlo del hombre. (…) Organizar es lo mismo que racionalizar. Racionalizar tiende a suprimir el uso de la razón en la indiscutida vigencia de la razón.

[2]Hay varios trabajos que reúnen datos sobre esta desproporción, por mencionar tan solo tres de ellos: www.bbc.com/mundo/noticias-42327754, www.cepal.org/es/publicaciones/11919-transnacionales-la-industria-paises-desarrollo, www.eude.es/blog/companias-grandes-mundo.

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