A 120 años del primer escrito antiimperialista de Manuel Ugarte: una revisión de la embestida del imperialismo anglosajón en América latina y el Caribe

Por su vida y trayectoria, y por su obra, el poeta, escritor, periodista y militante de la Nación Latinoamericana Manuel Ugarte (Buenos Aires, 1875-Niza, 1951) es una referencia imprescindible sobre el tema de las relaciones, las influencias y los conflictos desatados entre Estados Unidos y los demás países del continente. Las impresiones de Manuel Ugarte sobre Estados Unidos y su influencia en la historia de Latinoamérica y el Caribe se pueden encontrar en diferentes libros y artículos publicados a lo largo de su vida: Crónicas de Boulevard (1902), El porvenir de América Latina (1910), Mi campaña Hispanoamericana (1922) y El destino de un continente (1923). También deben considerarse artículos como “El peligro yanqui” (El País, 19-10-1901), “Los pueblos del sur ante el imperialismo norteamericano” (1912), “Carta abierta al presidente de los Estados Unidos” (1919), “La Doctrina de Monroe” (1919b), “Política colonial” (1922), “México, Nicaragua y Panamá” (Crítica, 21-1-1927), “Nueva época” (1940) y “Los fundamentos vitales” (1950), entre otros tantos. Otras fuentes sobre el tema se pueden encontrar en su epistolario (1896-1951), en donde intercambia cartas referidas a la influencia de Estados Unidos en la región con figuras como Víctor Raúl Haya de la Torre, Augusto César Sandino, Tristán Maroff, Gabriela Mistral, José Vasconcelos, Arturo Orlazábal Quintana, Venustiano Carranza y diferentes representantes diplomáticos de Latinoamérica y el Caribe, con presidentes, secretarios de relaciones exteriores de Estados Unidos. Estos documentos se encuentran en el Archivo General de la Nación.[1]

 

La primera impresión sobre el peligro yanqui (1901)

Manuel Ugarte escribió el 18 de septiembre de 1901 en París[2] el texto titulado: “El peligro yanqui”. El 19 de octubre de 1901 el mismo texto fue publicado por el diario El País de Buenos Aires. Con esta intervención pública, Ugarte se perfila como “un publicista” de la causa latinoamericana y, al mismo tiempo, como uno de los principales difusores de los peligros que suponen las políticas exteriores norteamericanas para la región. En realidad, él ya había observado este riesgo en un viaje que realizado a los Estados Unidos un año antes. “Yo imaginaba, ingenuamente que la ambición de esta gran nación se limitaba a levantar dentro de las fronteras la más alta torre de poderío, deseo legítimo y encomiable de todos los pueblos, y nunca había pasado por mi mente la idea de que ese esplendor nacional pudiera resultar peligroso para mi patria o para las naciones que, por la sangre y el origen, son hermanas de mi patria, dentro de la política del Continente. Al confesar esto, confieso que no me había detenido nunca en meditar sobre la marcha de los imperialismos en la historia. Pero leyendo un libro sobre la política del país, encontré un día citada la frase del senador Preston, en 1838: ‘La bandera estrellada flotará sobre toda la América Latina, hasta tierra del fuego, único límite que reconoce la ambición de nuestra raza’”. Más adelante, agrega: “Si un hombre de responsabilidad hubiera tenido la fantasía de pronunciar realmente esas palabras –me dije– nuestros países del Sur se habrían levantado enseguida en una protesta unánime. Sin embargo, la afirmación era exacta y los políticos de América Latina la habían dejado pasar en silencio, deslumbrados por sus míseras reyertas interiores, por sus pueriles pleitos de frontera, por su pequeña vida, en fin, generadora de la decadencia y del eclipse de nuestra situación en el Nuevo Mundo. A partir de ese momento, dejando de lado las preocupaciones líricas, leí con especial interés cuanto se refería al asunto. ¿Era acaso posible dormitar en la blanda literatura, cuando se ponía en tela de juicio el porvenir y la existencia misma de nuestro conjunto?” (Ugarte, 1901: 13).

En este artículo, Ugarte elabora un recorrido por una serie de temas: uno de ellos se relaciona con las impresiones optimistas sobre Estados Unidos que él observa en otros autores, escritores y pensadores latinoamericanos.

 

Las trampas del “país a emular” y los peligros del optimismo latino hacia los anglosajones

Dice Ugarte: “Hay optimistas que se niegan a admitir la posibilidad de un choque de intereses entre la América anglosajona y la latina. Según ellos, las repúblicas sudamericanas no tienen nada que temer y a pesar de lo ocurrido en Cuba, persisten en afirmar que los Estados Unidos son la mejor garantía de nuestra independencia” (Ugarte, 1901: 65). En otro texto agrega: “La prodigiosa fuerza de atracción y de asimilación de los Estados Unidos está basada, sobre todo, en las posibilidades (u ‘oportunidades’, como allí se llama) de prosperidad y de acción que ese país ofrece a los individuos. La abundancia de empresas, el buen gobierno, los métodos nuevos, la multiforme flexibilidad de la vida y la prosperidad maravillosa, abren campo a todas las iniciativas. Alcanzado el éxito, éste sería motivo suficiente para retener al recién llegado por agradecimiento y por orgullo, aunque no surgiera, dominándole todo el contagio de la soberbia que está en la atmósfera. Algunos hispanoamericanos que emigran de repúblicas pequeñas, empujados por discordias políticas, y logran labrarse una pasable situación en las urbes populosas del Norte, se desnacionalizan también, llevando la obcecación en algunos casos al extremo de encontrar explicables hasta los atentados cometidos contra su propio país” (Ugarte, 1923: 25).

Según Manuel Ugarte, las trampas del “país a emular” por parte de los latinos se relacionan con una combinación de impresiones superficiales, influencia de una atmósfera en donde una sociedad con absoluta autoestima por “el éxito” de su experiencia histórica contagia al visitante, más el efecto de lo que él llama la desnacionalización del emigrado latino. Considero significativa esta apreciación de Ugarte, porque logra demostrar la complejidad del fenómeno, encadenando elementos vinculados con lo psicológico, pero también con el olvido, la memoria y la tradición nacional, en definitiva, con el sistema educativo imperante en los países latinos.

Para Manuel Ugarte, la idea de Patria y Nación que se estableció como oficial, desde el Estado y sus instituciones, principalmente educativas, no se cimentaron en los hechos históricos, sociales y culturales de las sociedades latinoamericanas, sino en la negación de su realidad concreta, como resultado de la matriz iluminista. Para esa concepción eurocéntrica, tanto la prexistencia de los pueblos americanos como el pasado colonial –que reivindicaba Manuel Ugarte– significaban un obstáculo al progreso irremediable de la sociedad blanca: el capital extranjero con su modernidad de puertos, ferrocarriles, bancos y empresas extractoras de recursos naturales.

Al mismo tiempo, observo que Manuel Ugarte, cuando hace alusión al optimismo latino respecto del país sajón, alude a lo que él llama: “el carácter latino” que, por ser demasiado entusiasta y violento, solo percibe lo inmediato. Vale decir, no puede proyectar o plantearse las consecuencias de ciertas políticas norteamericanas a futuro, algo que sí Ugarte puede encontrar, por ejemplo, en las lecturas que encuentra en los diarios de Francia. ¿Qué observa en estos diarios? Ugarte encuentra que el diario Le Martin de París, con relación a la anunciada intervención de Estados Unidos en el conflicto de Venezuela con Colombia, afirma que la palabra “conversación” debería traducirse por grabbing o land grabbing, cuyo significado es expoliación. Sobre estos diarios dice Ugarte: “suponen que los Estados Unidos sólo esperan un pretexto para intervenir en esa región soñando renovar lo que hicieron en México” (Ugarte, 1923).

Me interesa en este punto demostrar que en diferentes textos Manuel Ugarte analiza la historia de los Estados Unidos centrando su atención en la independencia, el desarrollo industrial y la expansión imperial. Por otra parte, para avanzar considero necesario contextualizar sus lecturas: ¿a qué está haciendo referencia Ugarte cuando habla de los casos de Cuba? ¿Qué ocurrió previamente entre los Estados Unidos y sus vecinos americanos? A continuación, me propongo repasar esta historia de atropellos, invasiones, anexiones y violencias de los Estado Unidos hacia América Latina, acompañando los escritos de Manuel Ugarte sobre el tema. Intentaré demostrar que aquello que él propone emular del ejemplo de Estados Unidos no es su progreso económico o su modelo educativo, sino el proceso de formación del Estado Nación en los Estados Unidos, que él considera como un caso diferente a los de otras naciones latinoamericanas: a diferencia de éstas, Estados Unidos se independizó tras una lucha por la liberación política, pero también por su independencia económica respecto al imperialismo británico.

 

Piratería, intervenciones, invasiones, apoyo a dictaduras y gobiernos liberales y neoliberales: brevísima historia de los anglosajones en América Latina y el Caribe

Antes de retomar las lecturas de Manuel Ugarte, me interesa destacar en orden cronológico una serie de aspectos con relación al poblamiento, la conquista y la colonización europea de la región en donde hoy se encuentran los Estados Unidos de Norteamérica. El territorio que en la actualidad ocupan los Estados Unidos fue poblado hace unos 12.000 años por cazadores y recolectores que habían cruzado el estrecho de Bering en el extremo noroeste del continente. Estos grupos, ya en las regiones de Mesoamérica y de los Andes del sur unos cuantos años después, lograron desarrollar la domesticación de plantas y animales. Los arqueólogos hallaron vestigios de comunidades humanas sedentarias en el Valle mesoamericano de Tehuacán, pero también en la cordillera de los Andes las comunidades andinas lograron la domesticación de plantas y animales, bajo relaciones de producción y técnicas inéditas para la humanidad que luego hallan su expresión en la forma del ejido mesoamericano y en el ayllu andino (Jaramillo, 2016).

En el norte del continente, el primer contacto que tienen estos pueblos con los europeos se produce en 1513, cuando el conquistador español Juan Ponce de León llegó a la costa del Pacífico, en el territorio que él llamó La Florida. Durante los siglos XV y XVI los territorios de América del Norte y el Caribe pasan a estar manos de la corona española, según el reconocimiento de las demás coronas europeas (Tratado de Tordesillas, 1494, y Tratado de Alcáçovas, 1479). Sin embargo, los españoles no se encontraban en condiciones de sostener la conquista. Habían llegado hasta allí, pero no podían mantener la colonización definitiva de aquellos territorios. En consecuencia, las regiones del norte quedaron a merced de la piratería de bandera británica y de los comerciantes de pieles franceses e ingleses (Iakovlev, 1965). Los franceses se establecieron en Nueva Francia alrededor de los grandes lagos: Ontario, Chicago, Detroit, Cleveland, Buffalo, Toronto. Hacia 1583 las actividades de pillaje, saqueo e intromisión del pirata inglés Walter Raleigh en los territorios de la costa Atlántica de América del Norte son autorizados por la Reina Isabel I de Inglaterra (Arciniegas, 1945). En otras palabras, la conquista y la colonización inglesa de lo que serán luego los Estados Unidos comenzaron por obra de la piratería en asociación con la monarquía inglesa (Moya, Quintero Rivera, Domínguez y otros, 2001). El pirata Walter Raleigh funda la primera colonia al norte de lo que eran territorios españoles (La Florida). Luego este territorio cambiaría de nombre por Virginia, abarcando los actuales estados de Carolina del Sur, Carolina del Norte, Virginia, Virginia Occidental y Maine (Tenenti, 2010). Como en otros casos de acciones iniciadas por comerciantes y piratas ingleses, la explotación de la zona fue desarrollada por una compañía financiada desde Londres: en este caso, para la explotación de tabaco (Trías, 1975).

A modo de síntesis, observo que, mientras en los casos español y portugués las coronas se interesaron por sostener sus conquistas con tratados y leyes de reconocimiento interestatal –tratados de Tordesillas (1494), Lisboa (1668), Utrecht (1715), París (1763) y San Ildefonso (1777)–, en América del Norte se desarrolló todo lo contrario: a la ilegalidad de las intromisiones de comerciantes y piratas –incendios, invasiones, saqueos, violaciones, masacres– le siguió el reconocimiento de la corona británica, primero, y el establecimiento de capitales privados para la explotación de los recursos naturales con sus casas centrales en Inglaterra, después.

Para precisar: el pirata Walter Raleigh funda con el apoyo de la corona la primera colonia al norte de lo que eran territorios españoles, en La Florida. Con la misma modalidad de piratería, pillaje, saqueo y demás delitos sobre pobladores y pobladoras, Inglaterra ha ocupado otros territorios en América Latina y el Caribe, como es el caso de nuestras Islas Malvinas, pero también Antigua y Barbuda, Bahamas, Belice, Granada, Jamaica, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Anguila, Bermudas, Islas Vírgenes, Islas Caimán, Montserrat y las Islas Turcas y Caicos. A pesar de haber ocupado estas tierras mediante actos atroces, la monarquía británica –el actual Estado británico– apela al derecho internacional en su pretensión de ser soberano en esos territorios. Observo que la llamada historiografía oficial para América Latina y el Caribe, liderada por el equipo de la Universidad británica de Cambridge, con Leslie Bethell a la cabeza –con sus 16 tomos compilados y publicados en castellano en entre 1991 y 2002– no se detiene ni estudia lo extraño, paradójico y ridículo de tal pretensión.

A partir de 1628 comienzan a llegar cada vez más barcos desde Inglaterra. Hacia 1634, Nueva Inglaterra, en la actual Bahía de Massachusetts, estaba habitada por cerca de 10.000 pobladores, en su gran mayoría puritanos, y entre la década de 1610 y la guerra de la independencia, cerca de 50.000 convictos fueron enviados hacia América del Norte por la monarquía inglesa. Lo significativo es que muchos de los inmigrantes recién llegados al sur fueron contratados como criados. Subrayo, según los historiadores norteamericanos Thomas Bender (2015), Edmund Morgan (2009) y Willi Paul Adams (1991) trabajaban como sirvientes cerca de dos tercios de todos los inmigrantes que llegaron a Virginia entre 1630 y 1680. Entre las últimas décadas del siglo XVI comienzan a llegar los esclavos africanos, que rápidamente se convirtieron en la principal fuente de mano de obra. Destaco este poblamiento para resaltar el carácter de explotación con el cual los sectores del capital inglés fueron colonizando el territorio (Hobsbawm, 2014). Con la división de las Carolinas en 1729 y la colonización de Georgia en 1732 se establecieron las trece colonias británicas que finalmente se convertirían en los Estados Unidos de Norteamérica.

Como señala el político e historiador dominicano Juan Bosch (1970) para el caso del Caribe, aunque bien aplica para todo el resto de Latinoamérica, luego de la llegada de los europeos al continente la historia de la región es la historia de las luchas de los imperios contra los pueblos de la región para arrebatarles sus ricas tierras; es también la historia de las luchas de los imperios, unos contra otros, para arrebatarse las porciones de lo que cada uno de ellos había conquistado; y es por último la historia de los pueblos para libertarse de sus amos imperiales.

Hacia 1699 la corona británica impide que los colonos de América del norte exporten lana, las Woolen Act. En 1732 otra disposición cortó el comercio de sombreros construidos en Norteamérica que se vendían en Irlanda, España y Portugal. Otros productos –azúcar, tabaco, jengibre– sólo podían ser exportados a Gran Bretaña. Las Molasses Act subieron los derechos de importación de azúcar y melaza en beneficio de los plantadores de Jamaica y Barbados, y agravaron la situación para los colonos, siendo las competencias por estos productos –como los constantes problemas por límites, tierras ocupadas y a ocupar por los imperios– las causas de una guerra entre las coronas de Francia e Inglaterra, donde los sajones serán los vencedores (Pérez Brignoli, 2000; Hobsbawm, 2014; Trías, 1975). A partir de 1760 las medidas tomadas por el Rey Jorge III de Inglaterra desencadenan las guerras de la independencia de las colonias norteamericanas. Su plan de reformas de 1763 era la intervención de la producción de azúcar (Sugar Act), impuestos a la exportación (Stamp Act), obligatoriedad de alojamiento de la tropa de la corona (Quartering Act) y las más duras: las llamadas Towshend Act que afectaban a la mayoría de los productos exportables y que generaron la oposición de los colonos. Entre esas reformas de 1763 se había firmado el Tratado de París, dando fin a la llamada Guerra de los Siete Años (1754-1763) en donde los imperios de Gran Bretaña, Francia y Rusia se repartieron las colonias de América, África y la India. Recién luego de estas guerras Gran Bretaña obtiene el reconocimiento de otras naciones europeas sobre los territorios ocupados –por piratería, pillaje, saqueo y demás violaciones– en América del Norte y el Caribe. Tras la victoria de Gran Bretaña y sus aliados, en el Tratado de París las partes firmaron los siguientes puntos: Francia devuelve a Gran Bretaña la isla de Menorca invadida durante la contienda, Senegal, y sus posesiones en la India, a excepción de cinco plazas; en América le cede Canadá, los territorios al este del río Misisipi –excepto Nueva Orleans–, Isla de Cabo Bretón, Dominica, Granada, San Vicente y Tobago; Gran Bretaña obtiene de España la Florida, y las colonias al este y sureste del Misisipi; España obtiene de Francia la Luisiana y de Gran Bretaña la devolución del puerto de La Habana y de la ciudad de Manila en Filipinas, ocupadas durante la guerra; Francia conserva la Isla de Gorea, los derechos de pesca en las costas de Terranova y las islas de San Pedro y Miquelón; Gran Bretaña le devuelve Guadalupe y Martinica; el Reino de Portugal obtiene de España la devolución de la Colonia del Sacramento.

La guerra sin embargo volvió a desatarse en América, cuando Francia y España se decidieron a reconocer la emancipación de las colonias norteamericanas que se habían emancipado del imperio británico, una cuestión que además significaba la intervención de franceses y españoles, prestando diferentes ayudas para mantener la independencia de los Estados Unidos. Claramente había una razón geopolítica: debilitar al imperio inglés. Había otra razón: comercial, vinculada a la circulación, compra y venta de productos entre estos imperios y las colonias. Entre 1770 y 1776 se suceden los enfrentamientos. En julio de 1776 los colonos liderados por Washington declaran la independencia de los Estados Unidos de América, con una gran ayuda de Francia, y en 1814 vencen definitivamente a los británicos, que firman en 1815 la paz de Versalles.

Cuatro años después, con la compra a los españoles del territorio de La Florida, los estadounidenses –sí, otra vez los sajones– iniciaban un periodo ininterrumpido de avance sobre el resto del territorio americano. Por mencionar tan sólo un ejemplo entre tantos, en el caso de México, en la llamada por los historiadores norteamericanos “La Revolución de Texas”, el país latino perdió cerca de un tercio de su territorio. ¿Qué fue lo que ocurrió? Entre octubre de 1835 y abril de 1836 el Estado de México y la provincia de Texas, perteneciente por aquel entonces al Estado de Coahuila y Texas, entran en conflicto. En realidad, el problema se produce entre el gobierno mexicano y los colonos angloparlantes en Texas. Éstos no aceptan la promulgación de la Constitución de 1835, de tono centralista, conocida como “las siete leyes”. Esta nueva legislación, promulgada por el presidente mexicano Antonio López de Santa Anna, dejaba sin efecto la antigua Constitución, de tinte federal, de 1824. En oposición de la Constitución de 1835 y bajo el amparo del Estado sajón, los estadounidenses radicados en México rápidamente tomaron La Bahía y San Antonio Béjar, aunque pocos meses después serían derrotadas. Tras algunas victorias mexicanas, la guerra terminó con la batalla de San Jacinto, a más de 300 kilómetros de la actual ciudad de San Antonio. Tras la conclusión de la guerra, se formalizó la independencia de facto de la República de Texas. El congreso mexicano nunca aceptó el Tratado de Velasco, argumentando que al estar firmado por un presidente preso no tenían validez legal. Prueba de ello es que entre 1842 y 1844 se llevó a cabo una segunda campaña en Texas al mando del general Mariano Arista. La farsa, defendida aún hoy por la historiografía oficial de la Universidad británica de Cambridge, que aduce una guerra surgida de una rencilla interregional por la sanción de una constitución centralista, termina en 1845, cuando el Estado de Texas se une a los Estados Unidos. Las reclamaciones mexicanas no finalizarían, llevando a una nueva guerra entre Estados Unidos y México que se prolongaría entre 1846 y 1848 (Rajchenberg, 2006; González Casanova, 1982; Halperín Donghi, 1968).

Lo que sigue a este primer avance de los estadounidenses sobre sus vecinos americanos es una continuada ofensiva –de los mismos norteamericanos– contra el resto de las naciones del continente. Aquí un repaso: en 1854 la marina de Estados Unidos bombardeó y destruyó el puerto nicaragüense de San Juan del Norte; un año más tarde, William Walker, operario de los banqueros Morgan y Garrison, invade Nicaragua y se proclama presidente; en 1898 los militares norteamericanos ejecutaron la invasión contra Puerto Rico y Cuba, en aquel entonces colonias españolas, y actualmente Puerto Rico sigue siendo una colonia estadounidense; en 1901, las fuerzas ocupantes de Estados Unidos en Cuba imponen la intervencionista Enmienda Platt en la Constitución de la nueva República, medida por la cual se arrogaban el derecho de intervenir en los asuntos cubanos cada vez que lo creyeran conveniente; en 1903 Estados Unidos promovió la segregación del Canal de Panamá, que entonces era parte de Colombia, y se adueñó de sus derechos; el 29 de septiembre de 1906, el secretario de Guerra de Estados Unidos, William H. Taft, asumió el cargo de gobernador provisional, con lo cual se consumó la segunda ocupación militar norteamericana en Cuba; y en 1908 intervino el ejército de Estados Unidos nuevamente, pretendidamente justificado por las irregularidades en las elecciones presidenciales; en 1912 los marines estadounidenses ocuparon Managua, Granada y León para evitar el derrocamiento de un presidente aliado a Estados Unidos, Adolfo Díaz. No fue sino hasta 1933 que las tropas se retiraron, después del levantamiento popular liderado por el general Augusto César Sandino. En 1914 los estadounidenses, aprovechándose de las rencillas entre sectores durante la Revolución Mexicana, vuelven a ocupar México: esta vez la Marina tomó la ciudad portuaria de Veracruz, aparentemente motivada por la detención de soldados norteamericanos en Tampico; en 1915 los marines ocupan Haití para salvaguardar los intereses de corporaciones de Estados Unidos y se quedan hasta 1934; en 1916, los marines estadounidenses ocupan República Dominicana, arguyendo supuestas irregularidades en las elecciones: la ocupación se prolongó hasta 1924; en 1918 ocuparon Panamá para “supervisar” las elecciones legislativas y municipales; en 1924, la infantería de marina estadounidense invadió Honduras para “mediar” en un enfrentamiento civil, luego que diversos sectores alegaran fraude en las elecciones de 1923; en 1926, Estados Unidos decide crear en Nicaragua una Guardia Nacional: Augusto César Sandino se opone y propone crear un ejército popular para combatir a los ocupantes. En 1930 en la República Dominicana comienza la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, gestión apoyada por Estados Unidos: su tiranía se extendió hasta 1961. En 1934 es asesinado el líder revolucionario Sandino: su muerte fue ordenada por el dictador Anastasio Somoza García, con la complicidad del embajador estadounidense Arthur Bliss Lane. En 1941 en Panamá es depuesto el presidente Arnulfo Arias Madrid por un golpe militar liderado por Ricardo Adolfo de la Guardia, quien primero consultó su plan con el embajador de Estados Unidos. Cinco años después, en 1946, Estados Unidos crea la Escuela de las Américas en Panamá. En esta organización se formaron varios de los protagonistas de las dictaduras militares en Brasil, Argentina, Uruguay, Chile y Venezuela. En 1952, en Cuba, el general Fulgencio Batista dio un golpe de Estado contra el presidente Carlos Prío Socarrás con el apoyo de Estados Unidos. En 1954, en Guatemala, la CIA, con el apoyo de la United Fruit Company, orquestó el derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Jacobo Árbenz. En 1961 una brigada de mercenarios entrenados y dirigidos por Estados Unidos, con apoyo aéreo y logístico, desembarcan en Bahía de Cochinos en Cuba: los invasores son derrotados en menos de 72 horas en Playa Girón. En 1964, el gobierno estadounidense promovió y apoyó un golpe de Estado contra el presidente de Brasil Joao Goulart, quien se proponía llevar a cabo una reforma agraria y nacionalizar el petróleo. En 1965, Estados Unidos envió más de 40.000 marines a la República Dominicana para reprimir un movimiento que intentaba restaurar en el poder al anteriormente derrocado presidente progresista y democráticamente electo Juan Bosch: la acción dejó cerca de 3.000 muertos. En 1966, el gobierno estadounidense envió armas, asesores y “boinas verdes” a Guatemala, para implementar una llamada campaña contrainsurgente.

Durante las décadas de los 70 y 80 y bajo el telón de fondo de la llamada Operación Cóndor, Estados Unidos promovió y apoyó las dictaduras de Hugo Banzer en Bolivia (1971-1975), Ernesto Geisel en Brasil (1974-1979), Augusto Pinochet en Chile (1973-1990), Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989), Juan María Bordaberry en Uruguay (1973-1976) y Jorge Rafael Videla en Argentina (1976-1981). La Operación Cóndor trabajaba como una red clandestina de las dictaduras para perseguir, vigilar, torturar, asesinar y desaparecer a grupos subversivos. Esta operación también incluyó labores en el Caribe, Venezuela y demás países de la región, donde se persiguieron y asesinaron a miles de militantes.

En 1973, el militar Augusto Pinochet toma el poder tras ejecutar un golpe de Estado apoyado por la CIA en contra del presidente electo socialista Salvador Allende. En 1980, Estados Unidos incrementa la asistencia masiva a los militares de El Salvador que se enfrentan a las guerrillas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). En 1981, la administración del presidente de Estados Unidos Ronald Reagan inició su guerra contra el sandinismo y autorizó a la CIA recursos por 19,5 millones de dólares para crear la llamada “Contra”, fuerza paramilitar compuesta por antiguos miembros de la Guardia Nacional de la derrocada dictadura de Anastasio Somoza Debayle. En 1983, 7.000 soldados norteamericanos invadieron Granada para derrocar a su presidente Maurice Bishop. La operación fue denominada “Furia urgente”. En1989 el presidente George H.W. Bush ordenó la invasión de Panamá con la excusa de arrestar a quien fuera su protegido, el general Manuel Antonio Noriega: la operación dejó unos 3.000 panameños muertos. En 1994 miles de militares estadounidenses invaden Haití con el pretexto de garantizar la transferencia de poder de la cúpula golpista, encabezada por el general Raúl Cedras, al presidente electo Jean Bertrand Aristide. En 2004, lanzaron una campaña de violencia para desestabilizar Haití que proporcionó el pretexto para que las fuerzas estadounidenses entraran en el país caribeño y quitaran a Aristide de la presidencia del país.

En 2008, el gobierno del presidente Evo Morales de Bolivia logró abortar un golpe militar que amenazaba la democracia de ese país: la intentona fue planificada y promocionada por el gobierno de Estados Unidos. En 2009 Estados Unidos apoya a sectores opositores hondureños para iniciar una crisis política en los poderes hondureños: finalmente, el 29 de noviembre del 2008 secuestran al presidente Manuel Zelaya y colocaron como jefe de Estado impuesto por Estados Unidos a Porfirio Lobo, quien fue reconocido por Washington inmediatamente. En 2010, una supuesta revuelta policial contra una ley salarial fue la excusa para emprender un golpe de Estado contra el presidente Rafael Correa de Ecuador, con el auspicio de Estados Unidos.

En 2012 se ejecuta el primer golpe parlamentario en la región, auspiciado bajo la figura del lawfare o persecución judicial: la víctima fue el presidente Fernando Lugo, quien fue depuesto de su cargo en un juicio político irregular impulsado por la derecha paraguaya y apoyado por Estados Unidos. En 2016, se ejecuta el segundo golpe parlamentario: se destituye a la presidente Dilma Rousseff de la presidencia y se fragua el golpe de Estado al colocar al dictador Michel Temer. Entre 2002 y el presente, los diferentes gobiernos de Estados Unidos promovieron y apoyaron el golpe de Estado en Venezuela contra los presidentes constitucionalmente elegidos Hugo Chávez Frías y Nicolás Maduro: las acciones las emprendieron conjuntamente con algunos sectores privados de la economía venezolana. En el 2019, una situación similar sucede en Bolivia, generando el tercer golpe parlamentario de la región (Peñalver, 2019).

Ahora bien, volviendo a Manuel Ugarte, nuestro autor no realiza un estudio en profundidad de la formación de los Estados Unidos, pero sí recorre una serie de acontecimientos históricos que considera trascendentales para que el país del norte se convierta en una potencia imperial. Al respecto, afirma Ugarte: “Así aprendí que el territorio que ocupaban los Estados Unidos antes de la independencia estaba limitado al Oeste por una línea que iba desde Quebec hasta el Misisipi, y que las antiguas colonias inglesas fueron trece, con una población de cuatro millones de hombres, en un área de un millón de kilómetros cuadrados. Luego me enteré de la significación del segundo Congreso de Filadelfia en 1775; de la campaña contra los indios; de la ocupación de La Florida, cedida por España en 1819; y de la vertiginosa marcha de la frontera Oeste hacia el Pacífico, anexando tierras y ciudades que llevan nombres españoles”. Luego continúa: “Estas nociones elementales, que –dada la instrucción incompleta y sin plan, que es la característica de las escuelas sudamericanas– no había encontrado nunca a mi alcance durante mis estudios de bachiller, aumentaron mi curiosidad y mi inquietud. En un diario leí un artículo en que se amenazaba a México, recordándole cuatro fechas, cuya significación busqué enseguida. En un texto de historia descubrí que en 1826 Henry Clay, secretario de Estado norteamericano, impidió que Bolívar llevara la revolución de la independencia a Cuba. En un estudio sobre la segregación del virreinato de Nueva Granada hallé rastros de la intervención de los Estados Unidos en el separatismo de algunas colonias, esbozando la política que después se acentúo en las Antillas. Más tarde conocí las exigencias del general Wilkinson y empecé a tener la revelación, sin comprender aún todo su alcance, de la política sutil que indujo a dificultar la acción de España, explotando el conflicto entre Fernando VII y Bonaparte” (Ugarte, 1923: 14).

Del párrafo de Manuel Ugarte se desprenden varias cuestiones. En primer lugar, cuestiona la instrucción incompleta de las escuelas sudamericanas, que impiden reconocer el proceso de formación de los Estados Unidos en espejo con América Latina. Ugarte comenta que fue a partir de una exploración personal y autodidacta que llegó al conocimiento de este desarrollo. En este punto se refleja un tópico central para el Pensamiento Nacional y Latinoamericano, desarrollado más tarde por Arturo Jauretche y Jorge Abelardo Ramos, que es la colonización pedagógica difundida por la superestructura cultural de los países económicamente dependientes. La pedagogía colonial emanada por las escuelas, las universidades, la gran prensa y las academias da forma a una historia falsificada, concepto difundido por Ernesto Palacio, que tiene como objetivo anular la formación de una conciencia nacional a partir del desconocimiento del pasado latinoamericano. Como sostiene Ugarte, para conocer nuestra historia es preciso realizar un ejercicio de indagación por fuera de los ámbitos oficiales de difusión del conocimiento que se abocan a desarrollar una mentalidad colonial en los habitantes del país vasallo.

Asimismo, Manuel Ugarte señala que el desarrollo histórico de Estados Unidos está marcado por campañas contra los indios, compras de territorio, obturaciones a la independencia e integración de las naciones latinoamericanas, y demás intromisiones relacionadas con una doble función encadenada, que consistía en dificultar la acción de España y de otros imperialismos en la región y, al mismo tiempo, ocupar ellos mismos el lugar de poder e influencia que antes ocupaba España y esos otros imperios.

Más adelante, Manuel Ugarte reflexiona sobre las características particulares de la independencia norteamericana, y compara el devenir histórico de las repúblicas sudamericanas. “Los Estados Unidos, al ensancharse, no obedecían al fin y al cabo más que a una necesidad de su propia salud, como los romanos de las grandes épocas, como los españoles bajo Carlos V, como los franceses en tiempos de Napoleón, como todos los pueblos rebosantes de savia, pero nosotros, al ignorar la amenaza, al no concertarnos para impedirla, dábamos prueba de una inferioridad que para los autoritarios y los deterministas casi justificaba el atentado. Si cuando las colonias anglosajonas del Norte se separaron de Inglaterra, hubieran aspirado cada una de ellas a erigirse en nación independiente de las otras, si se hubieran desangrado en cien luchas civiles, si cada uno de esos grupos tuviera su diplomacia independiente, ¿se hallarían los Estados Unidos en la situación privilegiada en la que se encuentran ahora?”. Y luego señala: “Desde los orígenes de su independencia, cuando estipularon que las tropas que acompañaban a Lafayette volverían después de contribuir a determinar la independencia americana a su país de origen sin reconquistar el Canadá, que Francia acababa de perder por aquel tiempo; desde que hicieron fracasar el Congreso de Panamá, aún en medio del desconcierto producido por la Guerra de Secesión, los Estados Unidos han desarrollado, dentro de una política de perspicacia y de defensa propia, un pensamiento central de solidaridad, de autonomía y de grandeza. Nuestras repúblicas hispanoamericanas, en cambio, que han aceptado a veces el apoyo de naciones extrañas a su conjunto para hacer la guerra a países hermanos limítrofes, que han llegado hasta requerir esa ayuda extranjera para las luchas intestinas, que han llegado a la explotación de sus tesoros a empresas de captación económica, que creen aldeanamente en la buena fe de la política internacional y se ponen a la zaga del resbaloso panamericanismo, ¿no son en realidad naciones suicidas?” (Ugarte, 1923: 94).

Lo afirmado por Manuel Ugarte es un elemento más para desmantelar la zoncera “el mal que aqueja a la Argentina es su extensión”, identificada por Arturo Jauretche como un axioma que refleja la concepción colonial respecto a nuestra geografía. Además, observo que Manuel Ugarte se preocupa especialmente por la historia de los Estados Unidos: la revisa en una exploración dirigida a encontrar aquellos acontecimientos que la condujeron a su situación privilegiada de imperio colonial. Por ello busca demostrar que las rencillas internas, de “patria chica”, han perjudicado el desarrollo de los otros países de América. Su lectura trasciende las perspectivas ideológicas, más bien habla como un simple observador que reconoce a la unidad latinoamericana como el único camino posible hacia el desarrollo de los demás países americanos.

En síntesis, su idea de unidad latinoamericana no se sostiene sólo por la preexistencia de tradiciones, costumbres, idiomas, o de una historia en común, sino como una necesidad urgente de cara al futuro, como algo instrumental, imprescindible para obtener la soberanía de la región. Podríamos decir, considerando otras obras de Ugarte, que la soberanía económica, política, territorial y cultural de cada una de las partes de Nuestra América es irrealizable, imposible, sin la unidad latinoamericana. En este sentido, observo que su idea de la integración de los países de América Latina tiene un basamento geopolítico, porque atiende directamente al escenario mundial, con sus imperialismos e intervenciones en los países periféricos, con su manipulación e intereses por motivar conflictos entre los países de América, para beneficiarse luego de las calamidades y las necesidades resultantes de esas luchas entre países hermanos.

Por otra parte, las lecturas de Ugarte sobre Estados Unidos no se desprenden de la idea del planteo de los Estados Unidos como “una gran nación” o como “la nación del futuro” de la que hablaba Sarmiento: una idea asociada con los patrones del positivismo eurocéntrico que encontraba la justificación del éxito norteamericana en la raza anglosajona que llegó tras los procesos inmigratorios de fines del siglo XIX e inicios del XX. En Manuel Ugarte, en cambio, no hay alusiones al tema de las razas en este sentido y sus efectos negativos o positivos. Más bien el autor subraya la incidencia del periodo de disgregación iniciado por las elites portuarias durante las guerras de la emancipación americana. Una vez más, el “clima de época” del que hablan los actuales exponentes de la historia oficial para justificar las claudicaciones de los intelectuales de la Argentina semicolonial no incluye a Manuel Ugarte, quien defiende el mestizaje cuando los demás son racistas; recupera el legado hispánico ante la hispanofobia de los anglófilos; y marca el camino de la unidad regional para superar la dependencia económica, política y cultural de la región.

             

La dominación económica y cultural de los Estados Unidos en la América Latina fragmentada

Manuel Ugarte afirma que el sostén de lo que él llama “el nuevo imperialismo” surge a partir de un previo entramado de infiltración y hegemonía económica estadounidense en la región. “Toda usurpación material viene precedida y preparada por un largo periodo de infiltración o hegemonía industrial capitalista o de costumbres que roen la armadura nacional, al propio tiempo aumenta el prestigio del futuro invasor. De suerte que, cuando el país que busca la expansión se decide a apropiarse de una manera oficial de una región que ya domina moral y efectivamente, sólo tiene que pretextar la protección de sus intereses económicos (como en el caso de Texas o Cuba) para consagrar el triunfo por medio de la ocupación militar en un país que ya está preparado para recibirle” (Ugarte, 1901: 66). Luego agrega en el mismo texto: “Los que han viajado por la América del Norte saben que en Nueva York se habla abiertamente de unificar la América bajo la bandera de Washington. No es que el pueblo de los Estados Unidos abrigue malos sentimientos contra los americanos de otro origen, sino que el partido que gobierna se ha hecho una plataforma del ‘imperialismo’. […] Pero los asuntos públicos están en manos de una aristocracia del dinero formada por grandes especuladores que organizan trust y exigen nuevas comarcas donde extender su actividad. De ahí el deseo de expansión. Según ellos, es un crimen que nuestras riquezas naturales permanezcan inexplotadas a causa de la pereza y falta de iniciativa que nos suponen. […] Se atribuyen cierto derecho fraternal de protección que disimula la conquista. Y no hay probabilidad que tal política cambie, o tal partido sea suplantado por otro, porque a fuerza de dominar y triunfar se ha arraigado en el país esa manera de ver hasta el punto de darle su fisonomía y convertirse en su bandera” (Ugarte, 1901: 67).

Esta posición no se observa únicamente en los escritos juveniles de Ugarte. Un año antes de su muerte, acaecida en 1951, el autor reitera su posición respecto de la injerencia del capital norteamericano e imperialista en América Latina y el Caribe: “Las regiones ubérrimas, el subsuelo rebosante de metales y combustibles, los bosques y los ríos, constituyen fabulosos veneros de abundancia y prosperidad. En vez de valorizar en provecho nuestro tan inaudita reserva, la hemos entregado gradualmente a especuladores extranjeros que sólo dejan en el país, cuando lo dejan, un pobre impuesto a la exportación y el vago residuo de salarios miserables. Claro está que para hacer fructificar los dones de la naturaleza falta la técnica, la maquinaria, y la movilización. Pero esta circunstancia no justifica el abandono. Con los empréstitos que nuestras repúblicas contrajeron y dilapidaron durante un siglo, se hubieran podido pagar cien veces los barcos, los ferrocarriles, las máquinas y los especialistas necesarios para poner en marcha la producción”. Y cierra el capítulo con el siguiente párrafo: “En la atmósfera de querellas personales y ambiciones de oligarquías que querían usufructuar la Patria antes de crearla, se anemiaron las reservas de vida. Pero no se ha de atribuir la agitación infecunda o el desarrollo precario a una capacidad restringida de la raza. Lo que faltó fue una severa dirección superior inspirada en los altos propósitos colectivos, es decir, una concepción firme y heroica para utilizar los fundamentos vitales de Iberoamérica” (Ugarte, 1901: 130).

En un somero recorrido por las lecturas de Manuel Ugarte sobre los Estados Unidos observo una serie de nociones e ideas que pueden servir para comprender nuestra propia historia, y también pueden ser útiles para desentrañar los nudos u obstáculos del presente en la región. En primer lugar, lejos de los enfoques plagados de moralinas escritos por intelectuales progresistas abstractos, en donde los Estados Unidos son catalogados como un país guerrero, diabólico y tirano que irrumpe sobre las demás regiones americanas, bonachonas, ingenuas y pacifistas, observo en Manuel Ugarte otro tipo de lecturas. ¿Por qué afirmo esto? Porque, cuando Ugarte en sus textos busca comprender las razones del avance norteamericano, encuentra que esas razones son internas. Habla de rencillas intestinas, egoísmos de “patria chica”, falta de instrucción en historia latinoamericana, carencia de patriotismo e inexistencia de una perspectiva geopolítica de parte de los gobiernos al sur del río Colorado. También habla de economía, industrias nacionales y control y nacionalización de los recursos naturales.

En fin, Manuel Ugarte habla de integración que, en su concepción, no es más que pensar la Nación como un colectivo. Pero no como un colectivo volátil conectado en torno a ideas o pensamientos. Vale decir, no es un colectivo invertebrado –como a veces se postula desde el progresismo– sino que es un colectivo vivo, en donde las partes que lo integran –sus habitantes– se expresan accionando en diferentes agrupaciones que esas mismas partes constituyen –sindicatos, instituciones gubernamentales vinculadas con el trabajo y la producción, agrupaciones, uniones nacionales y nuestroamericanas.

En esa Nación pensada por Manuel Ugarte el Estado por sí sólo no alcanza. El Estado latinoamericano y caribeño que pretenda “bastarse por sí mismo” necesariamente debe vincularse con los demás Estados de la región. Esta posición en Ugarte no es un mero llamado a la hermandad, sino una condición inevitable para garantizar la soberanía y la integridad nacional. De allí el ejemplo de las trece colonias norteamericanas y su unión, su aglomeración en un gran Estado en el que radica su poderío postrero.

En ese sentido, para Manuel Ugarte, hablar de Nación es hablar de Nación Latinoamericana, ya que nuestra realidad histórica, geopolítica y económica hace imposible pensarlo de otra manera. Ahora bien, ¿es imposible pensar en una integración? ¿Se puede proyectar una misma Nación para Latinoamérica y el Caribe? Los últimos veinte años han demostrado que no es irrealizable.

No es casualidad que Manuel Ugarte vuelva a ser un autor leído en estos tiempos. Hacia finales del siglo XX y principios del XXI, diferentes problemas en los centros hegemónicos posibilitaron la emergencia de nuevos movimientos nacionales y populares en América Latina. Éstos reimpulsaron los procesos de integración con nuevas organizaciones regionales –UNASUR, CELAC– y la revitalización de otras ya existentes –MERCOSUR. Los gobiernos de Argentina, Brasil, Venezuela –acompañados por Uruguay y Paraguay–, Bolivia y Ecuador se constituyeron como un eje desde el cual se proyectaron planes productivos integrados, y la idea de Manuel Ugarte de “bastarnos por nosotros mismos” parecía ponerse en marcha de una vez y para siempre. La situación cambió en los últimos años, pero en algunos países de la región las posibilidades de volver a motorizar los procesos de integración siguen en marcha –Bolivia, México, Venezuela, Uruguay, Cuba, Nicaragua. En otros, si bien han sido derrotadas las fuerzas políticas que propiciaban la integración, éstas ocupan un lugar preponderante en la oposición –Ecuador, Brasil.

En definitiva, hoy, a 120 años del primer escrito antiimperialista publicado por Manuel Ugarte, pensar en la integración de las naciones de América Latina y el Caribe sigue siendo posible.

 

Referencias

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Facundo Di Vincenzo es profesor de Historia (UBA), doctorando en Historia (USAL), especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa), docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte”, del Instituto de Problemas Nacionales y del Instituto de Cultura y Comunicación, y columnista del Programa Radial Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1 (UNLa).

[1] Archivo General de la Nación, colecciones particulares, Sala VII, Archivo Manuel Ugarte (1896-1961).

[2] El principal biógrafo de Manuel Ugarte, Norberto Galasso, así lo afirma en la selección de textos realizada para la Biblioteca Ayacucho (Ugarte, 1978: 70).

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