Productividad social y Estado de Bienestar

“Es inútil pensar en mejoramientos de ningún orden si no nos ponemos de acuerdo para crear abundantemente los medios de ese mejoramiento. Es inútil pensar que la fortuna nos pueda salir al paso si no hacemos primero la diligencia necesaria para crear a la fortuna. Esa es la experiencia que el mundo viene demostrando a través de miles de años. Es una solidaridad inteligente, donde el Gobierno, la empresa y el trabajo deben ponerse a crear la única comunidad que puede triunfar en el aumento de los bienes, de su felicidad y de su grandeza (Congreso Nacional de Productividad y Bienestar Social, Argentina, 21 de marzo de 1955).

“Entendemos la productividad como la capacidad de obtener más y mejores resultados que beneficien a todos y se traduzcan en nuevas fuentes de empleo, en el abatimiento del subempleo, en bienestar para el trabajador y su familia, en mejores ingresos, como un esfuerzo que permitirá generar más riqueza, que repartirá más riquezas, que aumentará la competitividad del país internacionalmente, para beneficiar a los trabajadores, a los empresarios y a los consumidores” (Reunión Nacional de Productividad, México, 11 de marzo de 1980).

 

La primera pregunta que nos hicimos en el Segundo Congreso de Filosofía –en homenaje al Primero, de 1949– en la Universidad Nacional de Lanús fue: ¿por qué y cómo pasamos de un Estado de Bienestar a un Estado de Malestar, como el que la mayoría de los pueblos estamos viviendo, no sólo en la Argentina, sino en América Latina y quizás en el mundo entero? ¿Es el capital financiero, que no tiene Patria, ni comunidad propia, sino que busca solamente el bienestar de las minorías?

Al inaugurar el Congreso Nacional de Productividad y Bienestar Social el 21 de marzo de 1955, el presidente Perón en la Cámara de Diputados junto a la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Confederación General Económica (CGE) sostenía que “en la comunidad, el pueblo y los individuos pueden discutir y disentir en todos los problemas, menos en uno: el de fijar el destino que les es común y asegurar la realización de la comunidad… y este congreso con las fuerzas que hasta ahora han estado en pugna en casi todos los campos de sociología… resulta un ensayo que quizás por primera vez en el mundo se realiza con fines constructivos”. Sin embargo, las minorías hicieron un golpe de Estado ese mismo año, y los sucesivos fueron cada vez más cruentos en Nuestra América.

Uno de los golpes de Estado, el más cruento, nos hermanó con el pueblo y el gobierno mexicano, por su solidaridad con todos los pueblos de América Latina ante el conocido Plan Cóndor. Pero, más allá de si hay un Plan Cóndor II, el capital financiero se fuga… y todo vuelve a empezar. En México hoy también se busca un modelo de productividad que lleve al bienestar de su comunidad.

El filósofo Martin Heidegger (1972) sostenía que la técnica se había convertido en la metafísica de la edad moderna y en una concepción de la verdad: “La metafísica funda una época al darle su configuración esencial mediante una determinada interpretación de lo existente y mediante una determinada concepción de la verdad. La técnica maquinista es ella misma una transformación sui generis de la práctica, de suerte que reclama la aplicación de la ciencia matemática. La técnica maquinista sigue siendo hasta ahora el puesto avanzado más visible de la esencia de la técnica moderna, esencia que es idéntica a la de la metafísica moderna”.

¿En qué se sostiene esta verdad tecnológica de nuestra época? ¿Es escindible de la realidad social que la generó, cuando vemos la tergiversación de la verdad en mentira –fake news– y el armamento para la justicia –lawfare? Desde el surgimiento del capitalismo, con la universalización generalizada de las mercancías, se ha intentado definir el concepto de productividad. Dicho concepto sería a su vez la sustentación de diversos instrumentos de medición y cuantificación que permitieron verificar o constatar el grado de eficiencia y avance, no del conjunto de la sociedad, ni de las personas que se relacionan en el proceso de producción, sino del modelo de acumulación capitalista, escindiendo una variable “económica” del bienestar de la comunidad. Los famosos índices de Laspeyres o de Paasche miden el valor creado con una determinada cantidad de insumo, ya sea en términos físicos o monetarios por una determinada unidad de producción, o un conjunto de ellos, por sector o a nivel nacional. Eso es realmente lo que miden: la cantidad de productos elaborados por una determinada cantidad de insumos, o el beneficio que un determinado capital obtiene a través del proceso de producción. Dichos índices, por lo tanto, no miden el beneficio que los seres humanos trabajando obtienen por haber creado más o menos valor, sino la cantidad de valor creado que será apropiado posteriormente por los dueños de los medios de producción. No se toma en cuenta en qué medida las personas, únicas creadoras de valor, se benefician de su propia creación, que es en última instancia la productividad real y social.

En dichas mediciones, basadas en claras concepciones del funcionamiento de las relaciones económicas, no como relaciones entre personas sino como relaciones entre cosas, se cuantifican los insumos como factores de producción, tanto el capital como el trabajo. Ahora bien, la producción, desde el momento en que se comienzan a intercambiar los productos para la satisfacción de las necesidades sociales, ha dejado de ser un hecho individual, como pudo haber sido en épocas muy remotas de la humanidad. Más aún hoy, cuando ya no sólo la distribución y el consumo se socializan a través del intercambio, sino que la producción se realiza colectivamente y deja de ser un trabajo individual para transformarse necesariamente en producción colectiva que, sumada a la distribución y el consumo colectivos, no se realiza de acuerdo con las necesidades sociales, ni se reparte en función de ellas. La producción en un sistema capitalista se ejerce con el fin de obtener mayores beneficios para el capital, y la distribución se da de acuerdo con las posibilidades que tiene el conjunto de la población de acceder a los productos. Es lógico por lo tanto que la medición del nivel de productividad de una empresa se haga en función de la cantidad de “insumos” requeridos para producir determinado producto o determinada cantidad de valor.

Ya Ludwing Wittgensteint en su famoso Tractatus lógico filosófico expresó que las proposiciones matemáticas servían para demostrar postulados no matemáticos, partiendo a su vez de proposiciones no matemáticas. La medición del producto en los términos tradicionales intenta quizás demostrar el crecimiento de un país o de una empresa o sector, a partir del supuesto en última instancia de que ese crecimiento trae aparejado automáticamente el progreso de la sociedad, así como de personas que habitan dicho país o de los trabajadores y las trabajadoras que componen dicha empresa. Esa concepción fue contradicha históricamente. Ya hace muchos años que nuestra realidad demostró que, si bien pudo crecer el Producto Interno Bruto, si bien las empresas pudieron elevar su productividad económica, cada vez son más agudas las contradicciones frente a la dramática situación en que viven las grandes mayorías y la de quienes fugan a otros países su rentabilidad financiera.

Si la producción es creación colectiva; si las mercancías producidas no serían tales si no tuvieran valor de uso, y si no fueran distribuidas colectivamente; podemos decir que la productividad no es una cuantificación física o monetaria del valor creado, sino “el nivel de uso colectivo que tiene el producto creado colectivamente”. Sería por lo tanto la apropiación del valor creado por los creadores. Producto social será el bienestar social que ha sido creado por los hombres y mujeres a partir de su trabajo, que no sólo se produjo colectivamente, sino que su distribución ha sido socializada. La productividad social será entonces la mayor o menor eficiencia con la que se producen y distribuyen los valores socialmente necesarios. Veremos entonces que dicho nivel de eficiencia social está íntimamente vinculado con el tipo de propiedad de los medios de producción. Asimismo, podremos comparar la eficiencia de las empresas de propiedad social, que por su misma definición distribuyen el producto entre sus propietarios, que son sus trabajadores y trabajadoras. A su vez, por ser su objetivo un fin social sin fines de lucro, la posibilidad de que puedan ser más eficientes socialmente es mayor que en las empresas de propiedad privada. Por otra parte, los valores socialmente necesarios no sólo son los productos elaborados en las empresas, sino el acceso a educación, vivienda, salud, nutrición, empleo productivo, participación y satisfacción en el trabajo, etcétera. Todo ello coadyuva al bienestar social de los seres humanos. Todo ello es verdaderamente lo que compone el producto social.

Con la aparición y utilización masiva de las máquinas se separaron las potencias intelectuales de las manuales, transformándose éstas en factores de sometimiento del trabajo. Este proceso se desarrolla a través de la incorporación de la ciencia y el conocimiento al proceso de producción capitalista. El conocimiento científico, transformado en técnica y objetivado en medios de producción apropiados individualmente, se convierte en un factor de sometimiento de la fuerza de trabajo, se separa del trabajo, se divide el trabajo intelectual del manual, y el conocimiento se convierte así en un instrumento de poder imprescindible para la reproducción de las relaciones sociales de producción.

Será verdadera la tecnología si cumple con el fin de la producción capitalista. Una técnica será mejor o más verdadera que otra si su utilización genera más beneficios para el capital. El criterio de verdad que subyace en la producción es el de la eficiencia económica y la maximización del beneficio del capital. ¿Pero por qué se opone la eficiencia económica a la productividad social, y por qué se sostiene que, en la realidad social en su conjunto, una empresa transnacional es más eficiente que una empresa cooperativa? ¿No es justamente porque el criterio de verdad ha dejado de ser el beneficio social, para pasar a ser el beneficio privado?

Cada modo de producción que integra y hegemoniza la realidad social en su conjunto genera o integra la superestructura ideológica que reproduce dicho modo de producción y lo fortalece. Si el modo de producción no fuera capitalista y no se sustentara en la maximización del beneficio privado, ¿no sería superior una división del trabajo que no sólo entendiera a la producción cada vez mayor de mercancías a costa de un mayor esfuerzo de los trabajadores y las trabajadoras, sino de la pérdida de control del proceso de trabajo y de la realidad social, en beneficio de la centralización cada vez mayor de la producción y las decisiones? Si el sistema de producción no tuviera como esencia la producción de las ganancias, sino la satisfacción de las necesidades sociales, ¿no sería superior y más eficiente la empresa de productividad social que la empresa monopólica?

Cada modo de producción genera su propio criterio de verdad, su propia concepción de la esencia de la verdad. A partir de que la técnica se incorpora a la producción capitalista se universaliza, imponiendo ritmos de trabajo, jerarquías, ajenidad del trabajador de su propio producto y de sus propias decisiones. Se construye el criterio de verdad y por lo tanto de superioridad de la producción en esos términos: eficiencia y rentabilidad económica-financiera. Ni la división social del trabajo, ni la división técnica originaria aparecen con el capitalismo o el modo de producción capitalista. La división social del trabajo que antiguamente podría surgir de las cualidades físicas de los individuos o de la capacidad para la guerra, que determinó una primera escisión sexual de las tareas, toma en la sociedad capitalista otras características. Será también una división social del trabajo a partir de la ley del más fuerte, ya no en términos físicos, sino económico-financieros. Con el surgimiento de las máquinas se pueden incorporar mujeres y niños al proceso productivo. La mecanización y la automatización del proceso de trabajo, nacidas de la voluntad del ser humano por dominar la naturaleza, se revierten sobre él mismo para someterlo. La jerarquización de las funciones poco tendrá que ver con las cualidades personales, físicas o intelectuales naturales, para transformarse en un proceso de reproducción permanente de las relaciones sociales de producción.

La educación y el conocimiento son un mecanismo de reproducción social, y en tanto tal se encuentran inmersos en las relaciones sociales de producción. Analizar la educación o el conocimiento separadamente del conjunto de las relaciones de poder, es erróneo. Pensar que en una sociedad completamente liberal la educación es una variable independiente capaz de determinar el ascenso social de los individuos, significa desconocer el conflicto permanente entre capital y trabajo sobre el que se asienta la sociedad capitalista, así como los mecanismos que ésta genera para la reproducción social. La educación, la alimentación, el vestuario o la vivienda influyen sobre la ubicación de los individuos en las relaciones sociales de producción, pero son éstas las que determinan la posibilidad de acceso social a dichos satisfactores para que se conviertan en medios o instrumentos de ascenso social. Una vez observado que el criterio de superioridad tecnológica surge de las necesidades de un modo de producción que escindió el conocimiento, convirtiéndolo en mecanismo de reproducción social, al incorporar masivamente la ciencia al proceso de producción, podemos entender por qué se dice que las dos medidas decisivas tomadas por el capital que despojaron al trabajador del control sobre el producto y el proceso de producción no se debieron a razones de superioridad tecnológica, sino a las necesidades de reproducción del capitalismo a partir de la apropiación privada del excedente.

 

El determinismo tecnológico

Hemos sostenido que cada modo de producción crea su criterio de verdad. A su vez, dado que la ideología de las clases dominantes necesita una determinada división del trabajo y una determinada organización de la producción, el mito de la hipereficiencia capitalista se impone como ideología al conjunto de la sociedad. Para esa imposición dicha ideología no sólo se vale de los instrumentos superestructurales, sino también de los mecanismos de poder social generados a partir del conocimiento tecnológico. Al respecto, René Rodríguez Heredia (1978) explica cómo, en el mundo de la ciencia y la tecnología, la ideología dominante es una teorización de lo existente considerado como necesario. La organización de la sociedad y de las relaciones sociales de producción no parece ser otra cosa que el resultado inevitable de los procesos tecnológicos. El ser humano queda sometido de esta forma a la máquina. No es de extrañar, por lo tanto, que los procesos educativos estén dirigidos fundamentalmente a satisfacer las necesidades industriales. Sin embargo, la reproducción anárquica del capital no satisface las necesidades humanas, y por lo tanto la planificación de la sociedad hecha en función de las necesidades tecnológicas se encuentra posteriormente con los problemas graves que aquejan a las sociedades modernas, como son los niveles de desempleo imposibles de abatir; la insatisfacción de necesidades básicas, como alimentación, salud, vivienda y educación; y, por supuesto, la imposibilidad de participación en las decisiones por parte de las mayorías. La concentración del capital financiero, a su vez objetivada en la concentración de la tecnología y la concentración industrial, se refleja en la identificación de la tecnología con el poder social.

Al respecto, Ugo Spirito sostiene que la ciencia y la técnica exigen el fin de la democracia, puesto que al tener como fundamento la especialización y la competencia, los seres humanos deben transferir a la esfera pública sus cualificaciones y no pueden allí ser iguales. El ser humano deja de ser igual, para decidir en función del trabajo que realiza. Asimismo, la ciencia –concluye Cerroni (1973) citando a Spirito– exige la competencia, y la competencia está reñida con la igualdad política y con la democracia.

¿Es inevitable planificar el desarrollo económico a partir del presupuesto del determinismo tecnológico? En América Latina, cualquier país que busque el bienestar de su pueblo recibe muchos epítetos, cuando no atacan a la democracia a través de golpes de Estado. Si la planificación está monopolizada por quienes sustentan el poder social a partir de la concentración del capital existente y de la concentración tecnológica, podríamos decir que no existen alternativas. Sin embargo, las relaciones de poder no son inalterables. Las clases populares pugnan permanentemente por una mejor redistribución del ingreso y por una mayor participación en el bienestar social y en las decisiones nacionales. Los Estados reflejan a su vez la relación de fuerzas y las contradicciones existentes en la sociedad. La planificación diseñada en función de los intereses de las grandes mayorías tendría en cuenta las opciones tecnológicas, no para optimizar el beneficio del capital, sino para satisfacer las necesidades de empleo y bienestar que no necesariamente son las más sofisticadas en ciertos momentos históricos y en determinados lugares geográficos.

En América Latina se han hecho distintas experiencias de organizaciones participativas, e incluso de promover un Sector Social de la Economía que sea eficiente dentro de la economía capitalista. La participación de los trabajadores y las trabajadoras en las decisiones sobre el proceso de trabajo, en las decisiones tecnológicas, y progresivamente en la política empresarial, sectorial y nacional, implicaría necesariamente una política dirigida a satisfacer las necesidades sociales, puesto que serían las de ellos mismos. La productividad social sería mucho más factible.

En la productividad social, por lo tanto, debemos incorporar hasta qué punto la producción de la empresa: produce bienes socialmente necesarios; permite la participación de los trabajadores y las trabajadoras; mejora la educación de los trabajadores y las trabajadoras y sus familias; mejora la salud de los trabajadores y las trabajadoras y sus familias; genera más empleos para la comunidad; brinda satisfacción en el trabajo; da acceso a viviendas dignas a los trabajadores y a las trabajadoras; crea programas de cultura y recreación para la comunidad; eleva los niveles de ingreso y por lo tanto el acceso al consumo en los trabajadores y las trabajadoras; abarata los precios para la comunidad; produce con buena calidad.

Al sostener que la productividad social tiene que ser concebida como la eficiencia para producir y distribuir los bienes socialmente necesarios, estamos afirmando que no se deben confundir las necesidades esenciales con la demanda efectiva. Agnes Heller (1976) advierte al respecto que es a partir de la división del trabajo que se dividen también las necesidades: la posición de las necesidades en la división del trabajo determina la estructura de las necesidades, o por lo menos sus límites. Eso supone entender los bienes socialmente necesarios, no como demanda efectiva, sino como valores de uso no directamente relacionados con valores de cambio. Sólo en la sociedad de productores asociados podrían entenderse las necesidades no sólo como bienes materiales, sino como bienes repartidos de acuerdo con objetivos sociales. Es imprescindible distinguir las necesidades naturales de las socialmente producidas –continúa Heller– puesto que el modo de satisfacción cambia la necesidad misma y, por lo tanto, socializa las necesidades naturales. Sin embargo, las necesidades naturales no son un grupo de necesidades, sino un concepto límite que difiere social e históricamente.

En las sociedades capitalistas altamente desarrolladas quizás las necesidades naturales como concepto límite han sido satisfechas socialmente: por ejemplo, con los europeos nórdicos. Sin embargo, en las sociedades periféricas, los patrones de acumulación de capital asumidos nacionalmente, unidos a la secular dependencia económica y tecnológica, determinaron la aparente paradoja entre la inserción de tecnologías altamente productivas y la marginalización cada vez mayor de las grandes mayorías de los frutos del progreso técnico. Es así como surgen propuestas tendientes a contrarrestar dichas situaciones: las estrategias de desarrollo centradas en la satisfacción de las necesidades esenciales y el intento de promover un nuevo orden económico internacional.

Por otra parte, la rentabilidad, como norma objetiva del mercado mundial y obligatoria para la subsistencia de la propia competencia capitalista, dificulta la aplicación concreta de otro criterio de productividad, limitando así las posibilidades de los países dependientes para contrarrestar los efectos negativos que el distinto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas les impone. Sin embargo, es posible cambiar el criterio providencialista de las necesidades esenciales, asumido hasta el momento por la concepción que entiende que constituyen un derecho humano fundamental. Las necesidades humanas esenciales no deben por lo tanto ser satisfechas mediante subsidios diversos del Estado. Su satisfacción será sólo posible si se atacan las causas verdaderas de la creciente marginalización de las grandes mayorías, que se expresan al nivel estructural como la incapacidad de nuestros países de absorber cada vez con mayor productividad social la creciente oferta de trabajo. Es así como el subempleo y el desempleo, que implican la creciente marginalización de las grandes mayorías, son en los países dependientes fundamentalmente consecuencia directa de la arbitraria asignación de recursos, por una parte, y de la apropiación de los frutos del progreso técnico por parte de los estratos superiores, por otra.

La voluntad de elevar la productividad no debe desligarse del contexto social en el cual se promueve. Los criterios economicistas de rentabilidad del capital deben dejar paso a los criterios que buscan la satisfacción de las necesidades esenciales, cuya posibilidad concreta residirá en la asignación de recursos destinada a la generación permanente de empleos productivos. Asimismo, la generación de empleos se vinculará de manera fundamental a las opciones tecnológicas existentes que, en nuestros países, caracterizados ya por una heterogeneidad estructural muy grande, deberán combinar, de acuerdo con las necesidades nacionales, tecnologías de punta, tecnologías de segunda mano, intermedias y tradicionales. Dicha opción tecnológica deberá ir acompañada por la progresiva capacitación de la fuerza de trabajo que no accede espontáneamente a niveles de complejización tecnológica. Por lo tanto, las opciones tecnológicas deberán tener en cuenta no sólo las necesidades concretas de generar empleo, sino las características particulares de la estructura productiva y de la calificación de la fuerza de trabajo.

Cuando hablamos de productividad social estamos buscando un proceso de democratización que exigiría la elevación del ritmo de acumulación de capital, modificando el régimen distributivo y posibilitando la absorción del permanente incremento de la fuerza de trabajo cada vez más productiva. La arbitraria distribución determina a su vez la arbitrariedad de la asignación de recursos, entre los cuales podemos citar el efecto del capitalismo imitativo que genera necesidades suntuarias, así como la extracción de excedente por parte de los países centrales y la fuga de los capitales financieros. A su vez, dichos fenómenos inciden en el ritmo insuficiente de acumulación de capital que permite la penetración tecnológica, desplazando fuerza de trabajo e insertando capas técnicas de productividad cada vez mayor, que desplazan a las de menor productividad, exigiendo calificaciones nuevas a la fuerza de trabajo que ya se encuentra fragmentada. Al mismo tiempo, ello es causa del desarrollo de los sectores de servicios personales y estatales, y no del desarrollo productivo.

La insuficiencia dinámica de nuestros países es producto de la insuficiente acumulación de capital, de la utilización de formas técnicas inadecuadas, de la imitación en términos de consumo o inversión, y de la incapacidad de absorción con productividad cada vez mayor del incremento permanente de fuerza de trabajo. Podemos entender que el problema de la elevación de la productividad no puede desvincularse del contexto social, y por lo tanto es necesario evitar que su aumento se desfase del creciente ritmo de acumulación de capital y las posibilidades de absorción de fuerza de trabajo. De esta forma, entendemos que la productividad social debe concebirse como la forma de revertir la insuficiencia dinámica de estos países.

Si insertamos el problema de la productividad en el desarrollo social, podemos definir lo que es productividad social, utilizando ya no el criterio de rentabilidad, sino el de satisfacer las necesidades sociales, produciendo y distribuyendo eficazmente los bienes sociales necesarios y el bienestar común. La productividad social es requisito fundamental para la democratización social asentada sobre el derecho al trabajo. En nuestra economía se ha buscado permanentemente un proceso de creciente democratización social, paralelo a la defensa de la soberanía nacional. Es así como no es nuevo el intento de sustituir el criterio de rentabilidad empresaria por el de productividad social, para definir nuestro propio modelo de acumulación y desarrollo.

El criterio de productividad social exigiría lograr una eficiente producción y distribución de bienes socialmente necesarios. Ello implicaría contrarrestar las relaciones de poder nacionales e internacionales. En la medida en que eso se logre, se corregiría la distribución regresiva del ingreso y se lograría una mayor equidad distributiva. Dichas medidas favorecerían el crecimiento del ritmo de acumulación de capital y permitirían establecer cuáles son las verdaderas opciones tecnológicas nacionales que se deberán incorporar de acuerdo al desarrollo social y a la estructura de la fuerza de trabajo, paralelamente a su capacitación y combinando las opciones para poder absorber con productividad cada vez mayor fuerza de trabajo. La planificación realizada bajo el criterio de productividad social debería por lo tanto lograr que la elevación de la productividad fuera paralela al ritmo de acumulación y a las posibilidades de absorción de fuerza de trabajo. Ello haría posible la concreción de un derecho humano fundamental: su derecho a trabajar. Sólo a partir de dicho derecho hecho realidad podrán satisfacerse las necesidades esenciales de vivienda, salud, nutrición, educación, etcétera.

Sin absorción de fuerza de trabajo a partir de una creciente productividad social no hay posibilidades de concretar el derecho al trabajo y, por lo tanto, tampoco existirán posibilidades de satisfacer las necesidades esenciales. La opción de la planificación en América Latina será: o creciente marginalización de las grandes mayorías e insuficiencia dinámica de la economía nacional, o una mayor justicia social y satisfacción de las necesidades básicas del conjunto de la población, que es la precondición de la libertad humana.

 

Referencias

Cerroni U (1973): Técnica y Libertad. Barcelona, Fontanella.

Heidegger M (1972): Sendas perdidas. Buenos Aires, Losada.

Heller A (1976): Teoría de las necesidades en Marx. Barcelona, Península.

Rodríguez Heredia R (1978): “La gestión democrática y el incremento de la productividad: contra el mito de la hipereficiencia capitalista”. En La autogestión en América Latina. Lima, ESAN.

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